La gran caza del tiburón (25 page)

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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

BOOK: La gran caza del tiburón
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Y dado que la única persona que había llegado a amenazar con intimidar a los votantes era el alcalde, decidimos forzar el enfrentamiento cuanto antes, en el pabellón 1, pues Buggsy había anunciado que acudiría allí personalmente para formar parte del primer turno de control electoral de la oposición. Decidimos que sí querían lucha, la tendrían.

El centro electoral del pabellón 1 estaba en un edificio llamado Cresthaus, propiedad de un suizo/nazi viejo y ruin que se hace llamar Guido Meyer. Martin Bormann se fue al Brasil y Guido se vino a Aspen; llegó aquí pocos años después de la Gran Guerra… y ha consagrado desde entonces casi todas sus energías (incluyendo dos períodos completos como magistrado de la ciudad) a desquitarse de este país ordeñando a los turistas y mandando detener a la gente joven (o pobre).

Así que Guido vigilaba ansioso cuando el alcalde llegó al aparcamiento a las siete menos diez, pasando con su Porsche entre un grupo de silenciosos partidarios de Edwards. Habíamos reunido a una media docena de electores legales, los más cochambrosos que encontramos… y estaban esperando para votar cuando el alcalde llegó a las urnas. Tras ellos, haraganeando alrededor de una cafetera, en una vieja furgoneta VW, había por lo menos otros doce, casi todos altos y barbudos, algunos ávidos de violencia pues se habían pasado la noche preparando cadenas y atiborrándose de anfetas para estar bien locos.

Buggsy se quedó aterrado. Era la primera vez en su larga experiencia con drogas que echaba la vista encima a un grupo de freaks no pasivos, sino superagresivos. ¿Qué les había pasado? ¿Por qué miraban con aquellos ojos? ¿Y por qué gritaban «Estás jodido, Buggsy… Vamos a aplastarte… Estás liquidado… Te vamos a poner el culo como un pandero»?

¿Quiénes eran? ¿Eran todos forasteros? ¿Una banda de aterradores motoristas anfetamínicos de San Francisco? Sí, claro, por supuesto… aquel cabrón de Edwards había traído a un puñado de falsos electores. Pero volvió a mirar… y reconoció, a la cabeza del grupo, a su viejo camarada de barra y borrachera, Brad Reed, el alfarero, conocido forofo de las armas, uno noventa, ochenta y ocho kilos, que sonreía silencioso tras la barba y la negra cabellera ondeante… No decía nada, sonreía sólo…

Dios santo, a los otros también les conocía… allí estaba Don Davidson, el contable, bien afeitado, con pinta muy normal, con su anorak de esquiador marrón claro; pero no sonreía… ¿Y aquellas chicas, aquellas monadas rubias y jugosas, cuyos nombres conocía de encuentros esporádicos en circunstancias más amistosas? ¿Qué hacían allí al amanecer, con aquella chusma amenazadora?

¿Qué hacían realmente? Se coló dentro a ver a Guido, pero se encontró con Tom Benton, artista melenudo y conocido radical… Benton sonreía como un cocodrilo y esgrimía un pequeño micrófono negro. «Bienvenido, Buggsy —le dijo—. Llegas tarde. Los electores están fuera esperando… sí. ¿No les viste ahí fuera? ¿Fueron amables contigo? Sí te preguntas qué hago aquí, te diré que soy del equipo de control del fraude electoral de Joe Edwards… y esta maquinita negra que tengo aquí es para grabar todo lo que digas en cuanto empieces a infringir la ley intimidando a nuestros electores».

El alcalde perdió el primer asalto casi al instante. Uno de los primeros votantes claramente favorable a Edwards del día fue un chaval rubio que no aparentaba más de diecisiete. Buggsy se puso a discursearle y Benton se le plantó delante con el micrófono, dispuesto a intervenir. Pero antes de que Benton pudiera decir una palabra, el chaval empezó a burlarse del alcalde:

—¡Vete a la mierda, Buggsy! —gritó—. Tú no sabes cuántos años tengo. ¡Conozco muy bien la ley! ¡No tengo por qué enseñarte ninguna prueba! ¡Eres hombre muerto, Buggsy! ¡Apártate de mi camino! ¡Voy a votar!

El revés siguiente del alcalde fue con una jovencita muy embarazada, sin dientes, con una camiseta de manga corta gris y ancha y sin sostén. Alguien la había llevado hasta las urnas, pero al llegar allí se echó a llorar (temblaba de miedo) y se negó a entrar. No se nos permitía acercarnos a menos de treinta metros de la puerta, pero se lo comunicamos a Benton, que salió y acompañó a la chica al pabellón. Pese a las protestas de Buggsy, la chica votó, y al salir sonreía como si acabase de asegurar ella sola la victoria de Edwards.

Después de esto, dejamos de preocuparnos por el alcalde. No habían aparecido matones con cachiporra, no se veían matones por ninguna parte y Benton había logrado un control perfecto del terreno alrededor de la urna. Por otra parte, en los pabellones 2 y 3 el voto
freak
no era tan numeroso y transcurría todo con más normalidad. Bueno, en el pabellón 2 nuestro controlador electoral oficial (un drogota que lucía una barba de unos sesenta centímetros de largo) había provocado el pánico acosando a docenas de electores
normales:
el fiscal llamó a Edwards comunicándole que en el pabellón 2 había un chiflado que no quería dejar votar a una mujer de setenta y cinco años si no enseñaba la partida de nacimiento; tuvimos que sustituirle. Su celo resultaba estimulante, pero temíamos que pudiera provocar una reacción.

Esto había sido una amenaza constante. Habíamos intentado movilizar todo el voto
underground,
sin asustar a los burgueses y empujarles al contraataque. Pero no resultó: sobre todo porque nuestra mejor gente también era, la mayoría, melenuda y muy escandalosa. Los arietes de nuestro primer ataque (la campaña de inscripción de media noche) habían sido dos barbudos, Mike Solheim y Fierre Landry, que recorrieron calles y bares buscando votantes como yonquis locos, ante una apatía casi general.

Aspen está lleno de
freaks,
heads
y extraños pájaros nocturnos de toda calaña… pero casi todos preferían la cárcel o el bastonazo al horror de tener que inscribirse realmente para votar. A diferencia de la masa general de burgueses y negociantes, el que se ha marginado tiene que
hacer un esfuerzo
para usar su voto, que lleva dormido mucho tiempo. No es que sea lioso, no hay riesgo ninguno y son diez minutos de charla… pero la idea de inscribirse para votar resulta insoportable. Las implicaciones psíquicas, el «volver a integrarse en el sistema», etc., son tremendas… y en Aspen aprendimos que es inútil intentar convencer a la gente de que dé tal paso si no se les da una razón excelente para hacerlo, como un candidato muy insólito o algún tipo de arenga emocionante.

El problema básico con que nos enfrentamos el otoño pasado es la sima que separa a la cultura
freak
de la política activista. En algún punto de la pesadilla pesimista que se apoderó de Norteamérica entre 1965 y 1970, la vieja idea nacida en Berkeley de derrotar al Sistema combatiéndolo cedió el campo a una especie de vaga certeza de que, a la larga, tenía más sentido huir, o esconderse incluso, que combatir a los cabrones con algo que recordase, aunque fuera vagamente, sus propias normas.

Nuestra campaña de inscripción de diez días se centró casi exclusivamente en la cultura marginal. No querían participar en ninguna actividad política directa y costó mucho trabajo convencerles para que se inscribiesen. Muchos llevaban viviendo en Aspen cinco o seis años y no tenían ningún miedo a que les procesaran por fraude electoral… pero no querían que les acosaran ni que les intimidaran. Casi todos vivimos aquí porque nos gusta poder salir a la puerta de casa y sonreír ante lo que vemos. Yo tengo en el porche delantero una palmera plantada en una palangana azul… y, de vez en cuando, me gusta pasear por allá fuera, en pelota, y disparar mi Magnum del 44 contra varios gongs que he instalado en la ladera. Me gusta cargarme bien de mescalina y subir el amplificador a los 110 decibelios para saborear bien
White Rabbit
mientras sale el sol entre los picos nevados de los montes.

Pero el motivo exacto no es ése. El mundo está lleno de sitios donde un hombre puede disfrutar tranquilamente de las drogas, la música y las armas… aunque no por mucho tiempo. Yo viví dos años junto a Haight Street, pero a finales del año 66 todo el barrio se había convertido en un imán de policías y en un mal rollo. Entre los estupas y la golfería psicodélica, apenas quedaba ya sitio donde vivir.

Lo que pasó en Haight recordaba sucesos anteriores de North Beach y del Village… y quedó demostrado de nuevo que en realidad es inútil apoderarse de un terreno que uno no puede controlar. El proceso es siempre el mismo: una zona de renta baja pasa ser de pronto nueva, libre y humana… y se pone de moda, lo cual atrae a la prensa y a los polis aproximadamente al mismo tiempo. Los problemas policiales dan más publicidad que atrae a los chalados de las modas y a la golfería en general: lo que significa dinero, que atrae a yonquis y a ladrones de baja estofa. Su actuación trae más publicidad y (por alguna razón perversa) a una masa de tipos aburridos de movilidad social ascendente que disfrutan con emoción de la vida amenazada «ghetto blanco» y cuyos gustos «cuenta de gastos» ponen los alquileres locales y los precios de las tiendas fuera del alcance de los habitantes del barrio… que se ven obligados a mudarse de nuevo.

Uno de los acontecimientos más esperanzadores de la fracasada historia de Haight-Ashbury fue el éxodo a comunas rurales. La mayoría de las comunas fracasaron (por razones que todo el mundo puede ver ahora, retrospectivamente; pensemos en aquella escena de
Easy Rider
de aquellos pobres
freaks
que pretendían sacar una cosecha de un terreno que era arena seca), pero las pocas que triunfaron, como la Hog Farm de Nuevo México, mantuvieron a toda una generación en la creencia de que el futuro estaba fuera de las ciudades.

Cientos de refugiados de Haight-Ashbury intentaron establecerse en Aspen después de aquel desventurado «verano del amor» de 1967. Aquí el verano fue una salvaje e increíble orgía drogata, pero cuando llegó el invierno se rompió la cresta de la ola y se esparció por bajíos de problemas locales tales como trabajo, alojamiento y metros de nieve en los caminos de cabañas a las que unos meses antes era fácil llegar. Muchos refugiados de la Costa Oeste se fueron, pero quedaron varios centenares; trabajaron como carpinteros, camareros, encargados de bar, lavaplatos… y al cabo de un año formaban parte de la población fija del lugar. A mediados de 1969, ocupaban la mayoría de las llamadas «casas de bajo coste» de Aspen; primero ocuparon los pequeños apartamentos del centro del pueblo, luego cabañas alejadas y, por último, los campamentos de remolques.

Así que la mayoría de los
freaks
consideraban que no merecía la pena aguantar toda la mierda que acompañaba a la votación, y las amenazas ilegales del alcalde no hacían sino reforzar su idea de que la política en Norteamérica era algo que había que evitar. Una cosa era que te detuvieran por yerba, el delito «compensaba el riesgo»… pero no tenía sentido comparecer ante un juez por una «formalidad política», aun en caso de no ser culpable.

(Este sentido de la «realidad» es un distintivo de la Cultura de la Droga, que pone la Recompensa Instantánea —un viaje agradable de cuatro horas— por encima de cualquier cosa que entrañe un intervalo de tiempo entre el Esfuerzo y el Fin. En esta escala de valores, la política es demasiado difícil, demasiado «compleja» y demasiado «abstracta» para justificar cualquier riesgo o acción inicial. Es el lado frívolo del síndrome «Buen Alemán»).

Ni siquiera se nos ocurrió la idea de pedirle a la gente que se «adecentase». Podían ir sucios, desnudos incluso, nos daba igual… lo único que pedíamos era: primero
inscribirse
y luego
votar.
Un año antes, no habían visto diferencia alguna entre Nixon y Humphrey. Estaban contra la guerra de Vietnam, pero la cruzada de McCarthy no había llegado jamás hasta ellos. En las bases de la cultura marginal, la idea de ponerse elegante por Gene McCarthy era un chiste malo. Tanto Dick Gregory como George Wallace obtuvieron una cuantía insólita de votos en Aspen. Robert Kennedy habría ganado en el pueblo si no le hubieran matado, pero no por mucho. Es un pueblo básicamente republicano: hay más del doble de republicanos que de demócratas… pero el total de ambos partidos mayoritarios sumado sólo iguala al número de independientes inscritos, la mayoría de los cuales tienen a gala el ser totalmente impredecibles. Son una mezcla confusa de izquierdosos enloquecidos y de superreaccionarios; fanáticos de baja estofa, traficantes de drogas, instructores de esquí nazis y «granjeros/psiquedélicos» totalmente pasados sin más política que la de la pura supervivencia personal. Al final de aquel ajetreo frenético de diez días, dado que no llevábamos cuentas, ni había listas, ni reseñas, ni archivos, no teníamos medio de saber cuántos drogotas semidespiertos habían llegado realmente a inscribirse, ni cuántos votarían. Así que hubo una cierta sorpresa cuando, hacia el final de aquel día de elecciones, las encuestas de nuestros controladores electorales indicaron que Joe Edwards se había adjudicado más de trescientos de los cuatrocientos ochenta y seis
nuevos
inscritos que acababan de pasar a los libros.

Iba a ser una carrera muy reñida. Las listas de votantes mostraban unos cien electores pro-Edwards que no habían comparecido en las urnas, y calculamos que unas cien llamadas telefónicas podrían espabilar a por lo menos veinticinco de aquellos holgazanes. En aquel momento, parecía que veinticinco bastarían para ganar, sobre todo teniendo en cuenta que la carrera a la alcaldía era a tres pistas y en el pueblo sólo había 1.623 electores inscritos.

En fin, había que hacer aquellas llamadas telefónicas. Pero ¿dónde? Nadie sabía… hasta que apareció de pronto una chica que había trabajado en la central telefónica con la llave de una espaciosa oficina de dos habitaciones del viejo edificio del Club de Alces. Había trabajado allí tiempo atrás, para un negociante local, un ex-beatnik llamado Craig, que estaba en Chicago de negocios.

Nos apoderamos inmediatamente de la oficina de Craig, ignorando las maldiciones y gritos de la chusma que había en el bar del club… donde ya estaban reunidas las tropas del alcalde saliente dispuestas a celebrar la victoria del sucesor que habían escogido. (Legalmente no podían hacer nada para echarnos de allí, aunque aquella misma noche, más tarde, votaron la expulsión de Craig… que anda ahora dirigiendo con mucho éxito la plataforma política de los Alces para la legislatura del Estado). A las seis en punto, nuestro nuevo cuartel general funcionaba ya a las mil maravillas. Las llamadas telefónicas eran de lo más breve y de lo más directo: «¡Mueve el culo, cabrón! ¡Te necesitamos! ¡Sal y vota!».

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