La gran caza del tiburón (27 page)

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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

BOOK: La gran caza del tiburón
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En mi caso, por ejemplo, tendría que esforzarme mucho y exponer ideas realmente odiosas en mí campana para conseguir
menos
del 30 por ciento de los votos en una carrera a tres pistas. Y un candidato
underground
que de verdad quisiera ganar, podría contar desde un principio con el apoyo práctico de un 40 por ciento del electorado, más o menos, y sus posibilidades de ganar dependerían casi enteramente de su capacidad de provocar una reacción; o cuanto miedo y asco activos pueda provocar su candidatura entre los burgueses que tanto tiempo llevan controlando a los candidatos locales.

La posibilidad de la victoria puede ser una pesada piedra al cuello para todo candidato político, que en el fondo de su corazón preferiría gastar energías en una serie de furiosos ataques fustigadores y terribles, a todo lo que les es más caro a los votantes. Hay ásperos ecos de la Magia Cristiana en esta técnica: el candidato crea primero un laberinto psíquico absurdo, luego arrastra a él a los votantes y les fustiga sin parar con palabrería y emociones fuertes. Esta fue la técnica de Mailer, con la que consiguió 55.000 votos en una ciudad de 10 millones de personas… pero, en realidad, es una especie de venganza más que una táctica electoral. Aunque pueda ser eficaz en Aspen y en cualquier otro sitio, como estrategia política está condenada ya por numerosos fracasos.

En cualquier caso, la idea de la Magia Cristiana es una de las caras de la moneda de la «nueva política». Aunque no sea eficaz, resulta divertido… no como la otra cara de la moneda, que surgió en la campaña presidencial de Gene McCarthy y de Bobby Kennedy en 1968. Vimos, en ambos casos, a candidatos del sistema establecido
proclamándose conversos
de una mentalidad (o de una realidad política) más nueva y más joven que les ponía más en consonancia con un electorado más nuevo, joven y extraño, que anteriormente les había calificado a ambos de inútiles.

Y la cosa resultó. Las dos conversiones tuvieron un éxito inmenso, durante un tiempo… y si la táctica en sí parecía cínica, aún es difícil saber, en ambos casos, si la táctica parió la conversión, o viceversa. Ahora apenas importa ya. Hablamos de modelos de acción política: si la idea de Magia Cristiana es uno de ellos, el modelo Kennedy/McCarthy ha de clasificarse como otro… sobre todo cuando el partido demócrata está ya trabajando desesperadamente para poder aplicarlo de nuevo en 1972, en que la única esperanza demócrata de desbancar a Nixon será de nuevo algún astuto candidato del sistema al borde de la menopausia que empezará a trasegar ácidos de pronto a finales del 71 y luego iniciará la ruta de los festivales rock en el verano del 72. Se quitará la camisa en cuanto tenga oportunidad y su mujer quemará el sostén… y millones de jóvenes votarán por él, contra Nixon.

¿O no? Hay otro modelo, y éste es el que utilizamos fallidamente en Aspen. ¿Por qué no desafiar al sistema con un candidato del que nunca han oído hablar? ¿Por qué no utilizar un candidato que nunca haya sido adiestrado ni maleado por el cargo público y cuya forma de vida sea ya tan extraña que la idea de «conversión» jamás se le pasaría por la cabeza?

En otras palabras, ¿por qué no presentar como candidato a un
freak
honrado y dejarle luego suelto, en el campo de
ellos,
para demostrar a todos los candidatos «normales» que son y siempre han sido unos fracasados de mierda? ¿Por qué delegar en esos cabrones? ¿Por qué suponerles inteligentes? ¿Por qué creer que no van a desquiciarse y a desmoronarse? (Cuando los japoneses se incorporaron al balonvolea olímpico derrotaron a todos utilizando técnicas extrañas pero enloquecedoramente legales, como el «giro japonés», la «espiguilla» y el «pase fulminante de vientre» que convertía en aullante gelatina a sus adversarios más altos).

Esta es la esencia de lo que algunos llaman «la técnica de Aspen» en política: ni salirse del sistema ni trabajar dentro de él… sino hacerle enseñar el farol, utilizando su fuerza para lanzarla contra él… y dando siempre por supuesto que la gente que tiene el poder no es inteligente. Al final de la campaña de Edwards, quedé convencido, pese a mi idea de toda la vida en sentido contrario, de que la ley estaba en realidad de nuestra parte. No los policías ni los jueces ni los políticos, sino la ley en sí, tal como está escrita en los mohosos y aburridos códigos que teníamos que consultar constantemente porque no nos quedaba otro remedio.

Pero en noviembre del 69 no teníamos tiempo para este tipo de charleta teórica ni para especulaciones. Recuerdo una lista de libros que quería conseguir y leer, para aprender algo de política, pero apenas me quedaba tiempo para dormir, así que ¿cómo lo iba a tener para leer? Como director ejecutivo de la campaña, tenía la sensación de haber iniciado una especie de sangrienta refriega gangsteril por puro accidente… y a medida que la campaña de Edwards iba haciéndose más disparatada y maligna, mi única preocupación real era salvar mi propio trasero protegiéndome de un posible desastre. Yo no conocía a Edwards, pero a mediados de octubre me sentía personalmente responsable de su futuro y por entonces sus posibilidades no eran buenas. Bill Dunaway, el editor «liberal» del
Times
de Aspen, me dijo la mañana del día de las elecciones que yo había «destruido la carrera de Edwards como abogado en Aspen» al «empujarle a la política».

Este era el mito liberal: que un jodido forastero, un escritor egomaníaco había perdido el control, drogado como un caballo, y luego había descargado su mal viaje sobre la población
freak
local… una población normalmente tranquila, pacífica e inofensiva, mientras tuviese droga suficiente. Pero ahora, por alguna condenada razón, se habían vuelto completamente locos… y estaban arrastrando con ellos al pobre Edwards.

Exactamente eso… pobre Edwards. Se había divorciado hacía poco y vivía con su chica en una buhardilla, medio muriéndose de hambre, en un pueblo lleno de abogaduchos aficionados; nadie sabía su nombre, sólo le conocían como «el cabrón que había demandado al pueblo» hacía un año, en representación de dos melenudos que decían que los polis les estaban discriminando. Lo cual era cierto, y el pleito tuvo consecuencias terribles para la policía local. El jefe de policía (ahora candidato a sheriff) había dimitido o había sido despedido en un ataque de furia, dejando a sus patrulleros en libertad condicional, controlada por un juez federal de Denver… que dejó en suspenso el asunto, advirtiendo a los policías de Aspen que castigaría severamente al pueblo al primer indicio de «aplicación discriminatoria de la ley» contra los hippies.

Este pleito tuvo graves repercusiones en Aspen: el alcalde se quedó maniatado, el consejo municipal perdió su ilusión de vivir, el magistrado de la ciudad, Guido Meyer, fue despedido instantáneamente (antes incluso que el jefe de policía) y los policías locales dejaron de pronto de detener melenudos por cosas como «bloquear la acera», que aquel verano significaba una pena de cárcel de noventa días, además de una multa de 200 dólares.

Esta mierda se acabó del todo, no ha vuelto a repetirse: gracias exclusivamente al pleito de Edwards; los liberales del pueblo convocaron una reunión de la ACLU y pusieron las cosas en su punto. Así que sólo un bebedor de agua podría haberse sorprendido de que, un año después, un grupo nuestro en busca de candidato a alcalde decidiese visitar a Joe Edwards. ¿Por qué no? Parecía de lo más razonable, salvo para los liberales, que no se sentían del todo cómodos con un candidato del Poder Freak. No tenían nada contra Edwards, decían, y estaban de acuerdo incluso con su programa (que habíamos moldeado cuidadosamente, de acuerdo con sus gustos), pero había algo sumamente amenazador, creían, en el electorado «canallesco» que estaba apoyándole; no era el tipo de individuo con el que uno quisiese sentarse a sorber una
vichyssoise,
precisamente: chiflados, motoristas y anarquistas que no conocían a Stevenson y odiaban a Hubert Humphrey. ¿Qué gente era aquélla? ¿Qué querían?

¿Qué querían realmente? Los comerciantes y hombres de negocios locales no estaban tan desconcertados. Para ellos, Joe Edwards era el jefe de una conjura drogocomunista destinada a destruir su forma de vida, a vender LSD a sus hijos pequeños y afrodisíacos a sus mujeres. Daba igual que muchos de sus hijos ya estuvieran vendiéndose LSD entre sí, y que la mayoría de sus mujeres no pudiesen conseguir siquiera alguien que les echase un polvo en una noche de juerga en Juárez… eso no tenía nada que ver con el asunto. La cuestión era que una cuadrilla de
freaks
estaba a punto de apoderarse del pueblo.

¿Y por qué no? Nunca lo habíamos negado. Ni siquiera en el programa… que era público, y muy moderado. Pero lo cierto es que hacia la mitad de la campaña de Edwards, hasta los liberales se olieron lo que significaba realmente el programa. Se dieron cuenta de que tras él se avecinaba una tormenta, que nuestras palabras bien razonadas no eran más que una cuña de abertura para la acción drástica. Sabían, por larga experiencia, que una palabra como «ecología» podía significar casi cualquier cosa… y para la mayoría de ellos significaba dedicar un día al año a recoger latas de cerveza con un grupo de gente bien del barrio y mandarlas de vuelta a Coors para que reembolsase el importe que se dedicaría, claro, a su obra de caridad favorita.

Pero para nosotros «ecología» significaba algo completamente distinto: teníamos pensado todo un diluvio de normas brutalmente restrictivas que no sólo paralizarían a los especuladores descarados, sino también a la silenciosa camarilla de especuladores liberales de traje de buen corte que insisten en negociar en secreto, para no dañar la imagen… Como Armand Bartos, «patrón de las artes» neoyorquino y marcamodas de la alta sociedad, que suele aparecer en las revistas del gremio… y que es también constructor/propietario y maldecido administrador y explotador del campamento de remolques más grande y feo de Aspen. El lugar se llama Gerbazdale, y algunos inquilinos insisten en que Bartos sube el alquiler cada vez que decide comprar otro cuadro de arte pop.

«Estoy harto de financiar la colección de arte de ese imbécil —decía uno—. Es uno de los explotadores más descarados del mundo occidental. Nos ordeña a nosotros aquí y luego da el dinero de los alquileres a mierdas como Warhol».

Bartos está en la misma onda que Wilton «Wink» Jaffee, Jr., un corredor de bolsa neoyorquino suspendido hace poco por manipulación inmoral del mercado. Jaffee se ha tomado grandes molestias por cultivar (en Aspen) su imagen de esteta del arte progresista. Pero cuando le agarró la SEC, reaccionó alquilando rápidamente un sector de su enorme rancho (entre Aspen y Woods Creek) a una empresa de Grand Junction que empezó de inmediato a arrancar la tierra a toneladas para vendérsela al departamento de obras públicas del Estado, y ahora, después de destruir la tierra y ensuciar el río Roaring Fork, el muy cerdo está pidiendo una modificación de las ordenanzas para poder construir una planta asfáltica… en la elegante quinta de Aspen que sin duda describe con mucha frecuencia a sus amigos progresistas de la Bolsa.

Estos, y otros como ellos, son el tipo de picapleitos y sucios hipócritas que pasan en Aspen por «liberales». Así que no nos sorprendió el que, hacia la mitad de la campaña, muchos de ellos retirasen claramente su apoyo a Edwards. Al principio, les habían gustado nuestras palabras y nuestra fiera actitud de perdedores (luchando por la buena causa en otra empresa destinada al fracaso, etc.). Pero, cuando empezó a parecer que ganaría Edwards, a nuestros aliados liberales les entró el pánico.

El día de la elección, hacia el mediodía, la única cuestión decisiva era saber Cuántos Liberales Habían Aguantado. Algunos habían logrado superarlo, como si dijésemos, pero esos pocos no bastaban para formar la otra mitad de la nervuda base de poder con la que habíamos contado desde el principio. La idea original era integrar una coalición monocolor y desmoralizar al sistema monetario/político local ganando una elección a la alcaldía antes de que el enemigo se diera cuenta de lo que pasaba. Los liberales de Aspen son una minoría permanente que nunca han ganado
nada,
pese a sus luchas constantes… y el famoso
underground
de Aspen es una minoría mucho mayor que ni siquiera ha
intentado
ganar nada nunca.

Así que nuestra máxima prioridad era
poder.
El programa (o al menos nuestra versión pública del mismo) era demasiado intencionadamente vago para constituir algo más que una herramienta secundaria y flexible para atraer a los liberales y mantener nuestra coalición. Por otra parte, ni siquiera el puñado de individuos que formaban el núcleo de poder de la campaña de Joe Edwards podía garantizar que éste fuese a cubrir de césped las calles y a despellejar al sheriff en cuanto saliera elegido. Después de todo, era abogado (mal oficio, como mínimo) y creo que todos sabíamos, aunque nadie lo dijera nunca, que en realidad no teníamos ni idea de lo que aquel cabrón haría, caso de salir elegido. Podía convertirse en un monstruo malvado y encerrarnos a todos por sedición: no estábamos seguros de que no lo hiciera.

En realidad, ni siquiera le
conocíamos.
Llevábamos semanas bromeando sobre nuestro «candidato fantasma», que afloraba de vez en cuando para insistir en que era la desvalida criatura de una misteriosa Máquina Política que había hecho sonar su teléfono un sábado a medianoche y le había comunicado que era candidato a la alcaldía.

Lo cual era más o menos cierto. Yo le había llamado, lleno de alcohol y de resentimiento ante el rumor de que un puñado de caciques locales se habían reunido ya y habían decidido quién sería el próximo alcalde de Aspen: una señorona casquivana haría campaña sin oposición, tras una especie de obscenidad demente a la que ellos llaman «frente unido» o «solidaridad progresista»… apoyada por León Uris, que es el principal aficionado a las películas sólo para hombres de Aspen y que escribe libros como
Éxodo
para poder pagar las facturas. Cuando me enteré, estaba sentado en el cuarto de estar de Peggy Clifford y, si no recuerdo mal, ambos decidimos que aquellos cabrones habían ido demasiado lejos esta vez.

Alguien propuso a Ross Griffin, un viejo vagabundo del esquí y
beatnik
montañero de toda la vida que, por entonces, se había vuelto casi respetable y hablaba de presentarse para concejal… pero hicimos una docena de llamadas o así para tantear y acabamos convencidos de que Ross no era bastante exótico para galvanizar el voto de la calle, cosa que considerábamos absolutamente necesaria. (En realidad, nos equivocábamos: Griffin se presentó para concejal y ganó con un margen enorme en un pabellón lleno de
freaks
).

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