Alfonso acababa de empuñar el cetro real y ya se lo querían quitar. El joven rey se vio obligado a abandonar Oviedo; buscó refugio en Castilla, la tierra del conde Rodrigo. Todo apuntaba a que se repetiría la vieja historia, la misma que sufrieron Alfonso II el Casto y Ramiro I, que tuvieron que emplear largos años para neutralizar a sus rivales. Sin embargo, la aventura del conde Fruela de Lugo duró muy poco. Desde Castilla, Rodrigo, dispuesto a dar la batalla por el joven Alfonso, reunió a sus huestes y marchó sobre Oviedo. Parece que no hubo propiamente una batalla. Los hombres de Fruela, al ver al ejército de Rodrigo con Alfonso a la cabeza, abandonaron el campo. El conde de Lugo, viéndose solo, trató de huir. Los caballeros de Alfonso le atraparon y dieron muerte. Así se desvanecía la efímera sombra del conde Fruela. Alfonso se apresuró a devolver a la catedral de Santiago las villas y propiedades que Fruela había incautado a la sede compostelana.
Esta del aristócrata gallego no será la única sublevación que el joven Alfonso deba afrontar. Inmediatamente después de la rebelión del conde de Lugo surgen otros levantamientos —al menos dos, que sepamos—, esta vez en tierras vasconas, encabezados por magnates locales. Sabemos que uno de aquellos magnates se llamaba Eilo o Egylon. Lo sabemos porque Alfonso fue allí, venció y sometió a los insurrectos, y al tal Eilo se lo trajo cautivo a Oviedo como señal de triunfo. Una vez más, con Alfonso estaban también en aquel trance sus fieles caballeros y, en cabeza, Rodrigo de Castilla.
Sus
fieles caballeros
, sí. Muchos años antes, los «fieles del rey» también habían sacado de más de un apuro a los anteriores reyes de Asturias: recordemos al fidelísimo Theudano de Alfonso el Casto. Pero, atención, porque ahora estamos hablando de los fieles que Alfonso III había heredado de su padre, Ordoño. Es interesante. ¿Acaso estos «fieles» constituían una suerte de institución permanente, que pasaba de padres a hijos independientemente de quién fuera la persona que se sentaba en el trono? Sin embargo, sabemos que en este momento la fidelidad del caballero es ante todo una fidelidad personal, no una lealtad institucional. ¿Por qué aquellos caballeros, muerto ya su jefe Ordoño, siguieron al hijo de éste? ¿Por qué mantuvieron el vínculo con el heredero?
Aquí hay cuestiones personales que no son desdeñables. El rey Ordoño, por lo que de él sabemos, debía de ser un buen tipo. Su hijo Alfonso le adoraba. El redactor de la
Crónica de Albelda
decía de Ordoño que «fueron tales su bondad y misericordia, y se mostró siempre tan piadoso, que mereció ser llamado padre del pueblo». Sus parientes —fueran hermanos, cuñados o lo que fueren— Gatón y Rodrigo, condes del Bierzo y de Castilla respectivamente, debían de guardarle una fidelidad a toda prueba. El propio Ordoño, a juzgar por los hechos, daba a las fidelidades personales una importancia fundamental: Gatón sale derrotado en el Guadacelete y Rodrigo en La Morcuera, pero ni uno ni otro sufren represalias por su fracaso, quizá porque el rey tiene la nobleza de aceptar que la responsabilidad es suya.
Desde esa urdimbre de fidelidades personales es más fácil entender la rapidez con que los leales caballeros del difunto Ordoño aplastan las rebeliones contra el heredero Alfonso. Y por encima de todos ellos, Rodrigo, el conde de Castilla, que se ha convertido en una pieza clave de la estructura política del reino. Recién sofocada la sublevación vascona, Rodrigo ve cómo su jurisdicción castellana se engrosa con un nuevo cometido: regir las tierras de Alava, un territorio hasta entonces difuso, de borrosos contornos entre Vizcaya, Navarra, La Rioja y la Castilla naciente. El veterano caballero se veía así confirmado como capitán de la marca oriental. Alava pasaría a ser condado singular dos años después, cuando muera Rodrigo.
Estos primeros meses de reinado de Alfonso fueron extremadamente ajetreados. Junto a las conspiraciones de la corte, las rebeliones nobiliarias y las sublevaciones vasconas, el joven rey tenía que hacer frente a un peligro que jamás había desaparecido: la amenaza musulmana. Después del desastre cristiano en la Hoz de la Morcuera, el emir Muhammad no va a relajar la presión sobre el reino cristiano del norte. El emir de Córdoba tiene un objetivo muy claro: frustrar cualquier intento de repoblación al sur de la Cordillera Cantábrica, y especialmente en las desguarnecidas tierras castellanas y alavesas. Así se suceden las acometidas moras por tierras de Alava y Castilla en 867 y 868; los mismos años en que Alfonso veía peligrar su trono por los problemas internos.
El emir Muhammad —como el conde Fruela y como los vascones— va a tratar de sacar provecho de la condición bisoña de Alfonso. Con un rey recién llegado, de autoridad aún poco instalada, eran mayores las posibilidades de golpear con éxito. Sabemos que en aquellos primeros años de Alfonso III los sarracenos intentaron dos golpes contra la vanguardia de la repoblación, León y el Bierzo. No debieron de ser grandes campañas, sino más bien aventuras saqueadoras para desestabilizar al nuevo monarca. Las crónicas no nos han legado mayores detalles. Lo que conocemos es el resultado de las expediciones: ambas serán rechazadas por las tropas cristianas: León y el Bierzo repelerán a los atacantes en aquella primera ofensiva. Pero Muhammad no tardará en volver a intentarlo, y entonces, algunos años más adelante, con enormes recursos. Lo veremos en su momento.
La situación era grave. La inestabilidad interior aumentaba la vulnerabilidad exterior. Gobernar semejante conjunción de amenazas exigía una visión clara y una acción enérgica. Y ninguna de las dos cosas va a faltarle a Alfonso, que había interiorizado completamente lo que hoy llamaríamos el orden de prioridades de su política. Una vez pacificado el interior —lo cual logró muy rápidamente—, Alfonso III empieza a tomar decisiones. Y todas ellas serán acertadas.
Primera decisión: afianzar la repoblación en las áreas donde ello es posible y avanzar sin desmayo hacia el sur. Así veremos cómo los nobles de Alfonso avanzan hacia Portugal y hacia el Duero, y cómo el rey confirma masivamente las presuras realizadas hasta entonces por la iniciativa personal de las comunidades de campesinos y de monjes. Segunda decisión: debilitar al emirato explotando al máximo las rivalidades dentro del campo musulmán. Así, veremos al rey de Asturias pactando con los sublevados de Mérida y con los Banu-Qasi del Ebro, dejando al emir de Córdoba literalmente rodeado de enemigos. Tercera decisión: consolidar la alianza de las coronas cristianas. Así veremos a Alfonso contrayendo matrimonio con una hija de la casa de Pamplona. Y cuarta decisión, en el plano militar: resistir, primero, y acosar después al emirato, hasta conseguir que la iniciativa guerrera pase al bando cristiano. Y así veremos a las huestes del reino de Asturias derrotando una y otra vez a los sarracenos hasta el punto de lograr lo que sólo diez años antes hubiera parecido imposible: que Córdoba pidiera una tregua.
La política estaba clara. Lo difícil era seguirla sin vacilaciones y, sobre todo, triunfar en la empresa. Alfonso III lo conseguirá. Después —mucho después— la leyenda sumará a los años de Alfonso algunos otros episodios que nunca ocurrieron realmente, pero que también aquí veremos. Porque esa leyenda, después de todo, contribuye a definir el perfil de uno de los reyes más sobresalientes de la historia de España.
Se llamaba Vimara Pérez; era probablemente asturiano, aunque con mando en Galicia, y formaba parte del círculo de fieles de Ordoño y de su hijo Alfonso. En algún momento de la década de los cincuenta, tal vez hacia 856, mientras Gatón del Bierzo repoblaba Astorga y el propio Ordoño reconquistaba León, Vimara Pérez llegaba a la línea del Miño y repoblaba Tuy. Acto seguido descubrirá un horizonte nuevo: era posible pasar al otro lado del río y prolongar la tarea repobladora. Así se reconquistará Oporto. El nuevo rey, Alfonso, impulsará a Vimara. Entre otras cosas, a Vimara debemos la ciudad hoy portuguesa de Guimaráes, que lleva su nombre.
Era 868. Alfonso III acababa de aplastar las rebeliones que habían saludado su llegada al trono. Y sin perder ni un minuto, la corte de Asturias pone manos a la obra. Repoblar es la consigna. En el este, las tierras castellanas y alavesas aún sufren las consecuencias de las recientes aceifas musulmanas. En el centro, León y Astorga acaban de rechazar sendos ataques musulmanes. Pero en el oeste las cosas están más maduras. Y allí ponen sus ojos los hombres de Alfonso III.
El corredor oeste de la Península era tal vez el punto más vulnerable del sistema de poder islámico en España. En capítulos anteriores hemos visto a Alfonso II el Casto llegar hasta Lisboa, nada menos, y a Ordoño cabalgar hasta Coria, en Cáceres. También los vikingos pudieron penetrar en Lisboa y saquearla al menos dos veces. Inversamente, pocas veces hemos visto a los ejércitos de Córdoba ascender por la fachada atlántica hasta Galicia. ¿Por qué la franja oeste era un punto débil del emirato? La clave está en un nombre: Mérida.
Mérida, la vieja ciudad romana, era uno de los grandes centros urbanos de la España antigua y lo siguió siendo después, en época goda y en época mora. Su influencia se desplegaba sobre buena parte de la actual Extremadura más anchas zonas del centro de Portugal. Cuando la invasión musulmana, Mérida cayó —no sin larga resistencia—, pero, al igual que ocurrió con Toledo, la ciudad mantuvo un estatuto de relativa independencia. Pronto surgió una élite local formalmente islámica, pero muy orgullosa de su condición hispana. ¿Cómo se manifestaba ese orgullo? Entre otras cosas, poniendo trabas para el paso regular de los ejércitos del emir. Tanto es así que, para atacar Galicia, y ante la imposibilidad de cruzar por territorio emeritense, los generales del emirato llegarán a concebir una ofensiva por mar. Consta que hubo al menos un intento de ese género en tiempos de Alfonso III.
Las tormentas desarbolaron la flota mora antes de llegar a las costas gallegas.
La hostilidad de la élite de Mérida hacia el emirato de Córdoba no se manifestará sólo en una actitud obstruccionista. Con frecuencia irá más lejos y llegará a la abierta rebelión. Aquí hemos contado ya alguna de esas rebeliones. Ahora, en el momento de nuestro relato, Mérida vivía una nueva rebelión: desde 866, un patricio local llamado Abderramán ibn Marwan se había levantado contra el emir.
Habrá que volver sobre este personaje, Ibn Marwn, sin duda del mismo linaje que los Galiki (gallegos) que llevaban amargando la vida a los emires desde un siglo antes. Habrá que volver sobre él porque, unos años más tarde, nos lo vamos a encontrar protagonizando sucesos decisivos para el reino de Asturias. Pero de momento quedémonos con las consecuencias geográficas de la rebeldía emeritense. Cada vez que Mérida se ponía en pie de guerra, todo el territorio de aquella región se convertía en un avispero. Y eso significaba que a los ejércitos del emir les quedaba prácticamente vetado el acceso al noroeste peninsular. Eso era exactamente lo que estaba ocurriendo ahora. Con la revuelta de Ibn Marwan, toda la atención del emirato se concentra en Mérida. Los ejércitos del emir Muhammad no pueden ir más allá de la línea del Tajo. Es el momento oportuno para que Galicia crezca hacia el sur.
Así, Vimara Pérez cruza el Miño. A partir de esa línea, se abre una extensa franja de tierra que limita al sur con otro río, el Duero, que señala la frontera histórica entre la Galicia y la Lusitania romanas. El objetivo fundamental es Oporto, la vieja Portucale in Castro Novo, antigua sede episcopal desde tiempos de los suevos. Tras la invasión musulmana, la ciudad se convirtió en avanzada de los moros hacia el norte. Pero, acto seguido, Alfonso I extendió hasta allí la presión de sus correrías con su hermano Fruela Pérez, el guerrero, de manera que Oporto entraba en lo que se conoce como «desierto del Duero». Hay que suponer que no sería una ciudad fantasma: más bien debemos pensar en un pequeño núcleo urbano envejecido y desmantelado —como lo habían sido Tuy y Astorga antes de su reconquista—, que sobrevivía malamente bajo la presión militar musulmana.
La operación debió de constar de varias etapas, metódicamente. Primero había que asegurar la posesión de Braga, ya al sur del Miño, en tierras abiertas hacia el valle del Duero. Braga, como Oporto, había quedado incorporada al área de influencia cristiana desde los tiempos de Alfonso I. La vieja Bracara Augusta actúa como trampolín hacia el sur. Los cristianos la reocupan en el mismo movimiento que les llevará hasta Oporto. Sabemos quiénes entraron allí en nombre de Alfonso III: fueron Peláez Pérez y Hermenegildo Gutiérrez, yerno este último de Gatón del Bierzo.
Después de asentar la posición de Braga, Vimara Pérez instala una plaza defensiva en los alrededores. Se trata de un pequeño burgo fortificado que ha de actuar como baluarte militar. Vimara otorga al pequeño núcleo su propio nombre, Vimaranis. Hoy se llama Guimaráes y para los portugueses es la cuna de su identidad nacional.
Controlada Braga y fortificada la posición de Vimaranis, el objetivo de Oporto queda al alcance de la mano. Para la vieja ciudad portuaria, la llegada de las huestes del reino de Asturias supone un cambio radical. Vimara Pérez penetra en ella y la toma sin excesiva resistencia. Inmediatamente pone manos a la obra y organiza la repoblación. La conquista de Oporto supone un avance importantísimo: una franja de más de 20.000 kilómetros cuadrados queda ahora al alcance de los cristianos.
Centenares de familias gallegas y bercianas se instalan en las nuevas tierras.
Pero la operación no acaba ahí: para asentar la ocupación del nuevo territorio hay que marcar un punto fuerte en el este, entre los montes del sur de Orense y el valle de Limia, en lo que hoy es la comarca portuguesa de Trás-os-Montes. El núcleo escogido es Chaves. Según un documento que se conserva en el monasterio de Celanova, en el año 872 Alfonso III encarga a «su hermano Odoario» que repueble la región de Chaves. Odoario, por su parte, encomienda a un primo suyo, el diácono Odoyno, que repueble el valle de Limia y reedifique las iglesias de Santa María y Santa Columba, abandonadas desde doscientos años atrás. Santa María y Santa Columba eran iglesias de época visigoda. El rey sigue los movimientos en persona. Sabemos que en 871 Alfonso III se entrevista con Vimara para hablar de la repoblación. Y que en 873 el rey acude a Guimaráes para entrevistarse otra vez con el reconquistador de Oporto. La corona es sin duda el motor de la Reconquista.