Conocemos un caso concreto: el de la familia formada por Lebato y su esposa Muniadona (o Momadonna), y sus hijos Vítulo y Ervigio. Gracias a ellos podemos reconstruir unos hechos que sin duda se estaban produciendo también en otros puntos de la frontera. Lebato y Muniadona aparecen hacia el año 796 en el Valle de Mena. Probablemente son cántabros que han llegado desde el valle de Carranza a través del monte Ordunte. Con ellos viajan también las gentes de su casa, es decir, los siervos del clan familiar. El Valle de Mena no es un lugar particularmente seguro: a pocos kilómetros se encuentra la vieja calzada romana que lleva de Amaya a Flavióbriga, es decir, del norte de Burgos a Castro Urdiales, más o menos. Una zona, por tanto, expuesta a las incursiones moras. Pero Lebato y Muniadona allí permanecerán.
Hablemos un poco de esta región. La frontera oriental del reino de Asturias era desde antiguo un lugar disputado, entre el oeste de La Rioja y de Álava, el sur de Vizcaya y de Cantabria, el noroeste de Burgos… Desde allí se pasa del valle del Ebro al valle del Duero. Desde allí se pueden tomar los caminos que conectan el norte peninsular con la meseta, y la llanura aragonesa con León y Galicia. Los romanos llenaron el paisaje de calzadas que llevaban desde Zaragoza hasta Astorga y desde la meseta hasta el Cantábrico. Se llamaba Bardulia porque, según los historiadores romanos, era el territorio de los várdulos. En algún momento se llenó de gentes que venían de Vizcaya, desplazados de sus tierras por los vascones. Después llegarán los romanos. Luego, los godos. Los nombres de nuestros protagonistas son un buen ejemplo de esa singular mezcla de celtas, vascones, romanos y germanos: Muniadona, Lebato, Vítulo, Ervigio…
Como es una zona húmeda y de orografía cómoda, el territorio siempre fue muy deseado, porque garantizaba la supervivencia. Durante la época visigoda constituía el sur del ducado de Cantabria. Cuando llegaron los moros, muchos godos encontraron refugio aquí. Después de Covadonga, los reyes de Asturias tratarán de mantener la posesión sobre el área. Es cerca de aquí donde Fruela construye el monasterio de San Miguel del Pedroso. Los moros, por su parte, no dejarán de entrar en la región una y otra vez, asolándolo todo. Así aquella mezcla de celtas, cántabros, hispanorromanos, vascones y godos va cuajando en unas gentes de carácter feroz y decidido, acostumbradas a soportar las acometidas islámicas, hacerles frente, verlo todo arrasado y volver a empezar desde cero.
El reino de Asturias establecerá en la región varios puestos fortificados, es decir, castillos, que pronto darán nombre a toda la zona. Los moros la llaman Al-Quilé y Quastalla, «los castillos». «Castilla» la llaman ya los cristianos desde este mismo siglo VIII. Es en este paraje de valles fértiles, amplios espacios y naturaleza agradecida, donde ponen sus ojos los pioneros que empiezan a descolgarse desde Vizcaya, Álava y Cantabria. Entre ellos, nuestros amigos Lebato y Muniadona.
¿Quiénes eran Lebato y Muniadona? Hay quien dice que se trataba de ricos propietarios. Ciertamente, para poner en marcha una empresa de colonización hacen falta recursos: mano de obra, herramientas, bestias de carga, abundancia de semillas… Eso no está al alcance de los pobres. Pero, al mismo tiempo, no termina de verse qué podía empujar a gentes que ya eran «ricos propietarios» a dejar atrás sus riquezas y propiedades para trasladarse a tierras donde todo estaba por hacer y donde, además, las posibilidades de morir se multiplicaban exponencialmente. No, más bien debemos pensar que los pioneros eran gentes a las que su solar natal se les había quedado estrecho. Eso no les pasaba a los ricos propietarios, pero sí a todos los demás: campesinos libres, pequeños señores rurales, dueños de tierras que ya no permitían sustentar holgadamente ni al clan titular ni a las gentes de su casa.
Y una vez llegados al paraje en cuestión, ¿qué hacían los pioneros? ¿Cómo se organizaba la colonización? Conocemos el sistema porque luego se convirtió en institución con rango de ley. Primero una familia ocupaba tierras y las señalizaba con hitos o mojones: a eso se le llamaba
presura
y otorgaba el derecho a trabajar el espacio ocupado. Y para evitar que alguien abusara del sistema, acaparando más tierras de las que podía trabajar, se formalizó otra institución que se llamaba
escalio
y que es de mucho sentido común: tú tienes la tierra por presura, pero no se te reconoce la propiedad hasta que la has descuajado y labrado, y esto es el escalio.
El mismo sistema empezó a emplearse en esta misma época en la otra esquina de España, en Cataluña y Aragón. Conocemos el caso de un guerrero, el
miles
Juan, que hacia 795, y después de haber combatido duramente en torno a Barcelona, prestaba vasallaje a Carlomagno y éste le reconocía propiedad sobre las tierras que Juan y sus compañeros habían roturado en un lugar llamado Fontjoncosa. A la presura se la llamaba aquí
aprisio
. En Aragón y Cataluña la organización del territorio correrá a cargo, en general, de nobles, señores que disponían de sus tierras y que implantaban una estructura propiamente feudal, quizá como ese
miles
Juan, que prestó vasallaje a Carlomagno. En Castilla, por el contrario, el modelo habitual será el de hombres libres que toman posesión de un terreno y plantan allí sus reales, como nuestros amigos Lebato y Muniadona.
Un poco mas adelante, y como consecuencia de los permanentes ataques musulmanes, ocurrirá que los reyes encomiendan a los nobles el control del territorio. Pero incluso en estas situaciones prevalecerá la condición de hombre libre del campesino, una condición que es indispensable tener en cuenta para comprender lo que significará siglos después el principio de hidalguía. Los campesinos son libres incluso bajo un señor. Y para manifestar esa libertad, son ellos mismos, los campesinos, los que enarbolan el derecho a elegir un señor y, ojo, a cambiar de señor cuando les venga en gana. Este sistema se llamó
behetría
, un régimen jurídico que venía de tiempos romanos y que los godos potenciaron. De hecho, la influencia del derecho germánico será decisiva en la organización de esta primera Castilla. Y no sólo en ella, porque también en el Ebro habrá behetrías, campesinos que eligen a su señor, aunque en menor cantidad.
Los hijos de Lebato y Muniadona, que eran Vítulo y Ervigio, prolongarán la tarea de sus padres. Vítulo y Ervigio eran, el primero, abad, y el segundo, presbítero o sacerdote. El protagonismo de las comunidades religiosas en esta fase pionera de la Reconquista es crucial. Estamos hablando de comunidades muy pequeñas, de muy pocos miembros, muchos de los cuales, por otro lado, son campesinos que toman los hábitos al llegar a cierta edad. De Vítulo y Ervigio sabemos que llegan a Bureeña, al pie del monte Ordunte, y construyen con sus propias manos una iglesia dedicada a San Esteban. Un poco más al sur, en Taranco, levantan otra iglesia con reliquias de San Celedonio y San Emeterio.
Las advocaciones de estos monjes nos dicen mucho de su carácter. Esteban es el primer mártir de la cristiandad; Celedonio y Emeterio, dos legionarios romanos de Calahorra ejecutados por su fe cristiana. En este monasterio de Taranco es donde el abad Vítulo, el 15 de septiembre del año 800, dicta al notario Lope una donación de terrenos en la que aparece por primera vez escrita la palabra «Castilla»: «En estas tierras de Bardulia que ahora llamamos Castilla…». Y gracias a Vítulo y Ervigio conocemos también la historia de sus padres, Lebato y Muniadona.
En pocos años, centenares, quizá miles de familias del Cantábrico se van instalando en los valles, siempre cada vez más al sur, del mismo modo que, algunos años más tarde, otras familias del Pirineo bajarán hacia el llano tomando posesión de las tierras y, en definitiva, poniendo carne y espíritu a la Reconquista. Un intenso goteo humano, pronto un torrente, a lo largo de los siglos IX y X. Caravanas de campesinos armados, con sus carros de bueyes, sus pequeños rebaños de ganado, a veces los caballeros en vanguardia y, por supuesto, los clérigos con sus rezos; atravesando ríos, superando montes, cruzando valles. Hacen presuras, construyen o recuperan molinos, limpian los terrenos, siembran, plantan, construyen casas e iglesias… Así se va configurando la España de los siglos IX y X como una sociedad de hombres libres, pequeños propietarios con tierras abundantes y bien trabajadas, agrupados en núcleos de población relativamente extensos, las comunidades de aldea, en torno a una iglesia o un centro monástico.
Hay que ponerse en la piel de aquella gente, y en aquellos años, para medir en todo su valor esta aventura fantástica. La Reconquista comenzó así: gentes libres y valientes, campesinos y soldados y monjes, que ganaron nuevas tierras como en una suerte de misión, porque sentían, de uno u otro modo, que aquellas tierras perdidas eran suyas. De todas las gestas de la Reconquista, que fueron muchas, ésta de los inicios es la más impresionante: el valor de esas bravas gentes como Lebato y Muniadona, o como tantos otros que saldrán en los próximos capítulos de nuestra historia. No nos olvidaremos de ellos.
Habíamos visto páginas atrás que el emir Hisam, hijo del fundador del emirato de Córdoba, moría en abril de 796 tras sólo seis años de reinado. Hisam era un político de indudables virtudes, como su padre Abderramán: un tipo inteligente, decidido, piadoso… No podremos decir lo mismo del heredero de Hisam, su hijo Al-Hakam I, que en nuestra historia llamaremos Alhakán, como en las crónicas. Este caballero tenía un carácter completamente distinto: despótico, dubitativo, innecesariamente cruel. Con él iba a vivir Al Andalus, la España islámica, un periodo sangriento.
¿Qué le pasa a Alhakán? Que nada más llegar al trono se le multiplican las rebeliones. Por una parte, sus tíos Suleimán y Abdallah le disputan el trono. Por otra, las principales ciudades del emirato se le sublevan: Toledo, Mérida, incluso la propia Córdoba. Alhakán ahogará todas esas sublevaciones en sangre. Particularmente brutal será la represión en Toledo, donde quinientos notables de la ciudad fueron degollados en lo que pasó a la historia como la «Jornada del Foso». Pero tampoco se quedará corta la represión en Córdoba, donde el emir hizo crucificar a trescientas personas. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué se sublevaban esas ciudades? El asunto es complejo y merece que lo miremos despacio.
Ante todo, hay que tener presente que la dominación islámica sobre la España conquistada no era ni mucho menos homogénea. Por explicarlo esquemáticamente, podemos decir que el emir ejercía su poder sobre una ciudad o región según hubieran sido las condiciones de su rendición desde 711. Así, tenemos lugares que habían pasado bajo poder musulmán tras una victoria militar, y aquí no hubo contemplaciones: en esos lugares mandaba completamente el emir o sus delegados, y sus viejos pobladores quedaban obligados a la más total sumisión. Pero hubo otros lugares donde la victoria islámica fue pactada mediante capitulación (
suh
): la ciudad se rendía, pero bajo condiciones concretas, y el emir quedaba obligado a respetarlas. Y hubo, además, un tercer grupo de ciudades donde el poder del emir quedaba todavía más diluido: las que se incorporaron previo tratado de paz (
adh
), trámite que implicaba una cierta autonomía política; las ciudades que pactaron con el islam por esta vía quedaban en estatuto de «protegidas»
idimmíes
) o «aliadas» y, aunque bajo exigentes condiciones, podían seguir practicando su religión, mantener su libertad y poseer sus tierras.
Sobre este complejo paisaje hay que añadir otras líneas que aún lo complican más. Por un lado, hay regiones que se han islamizado bajo el poder de una familia conversa, es decir, gentes que se han hecho musulmanas para mantener su hegemonía. Es el caso de los Banu-Qasi en el valle del Ebro, que ya hemos visto, pero es también el caso de los Al-Chiliqui en Mérida.
Al-Chiliqui
quiere decir «el gallego», que es como los moros llamaban a todos los hispanos del noroeste. Esa familia Al-Chiliqui abjuró del cristianismo y se convirtió al islam en algún momento de la segunda mitad del siglo VIII, y desde entonces gozó de una influencia decisiva en lo que hoy es el norte de Extremadura. Estos poderes locales se sometían formalmente al emir de Córdoba, pero en la práctica hacían y deshacían a su antojo en sus respectivos territorios.
Estas familias locales eran poderes fácticos de gran influencia en el conjunto de Al Andalus, y por eso, cada vez que en el emirato había una lucha de poder, las diferentes facciones rivales trataban de atraerse su simpatía. Eso es lo que pasará en Mérida. Un tío del emir Alhakán, Suleimán, busca apoyos en Mérida y al parecer los consigue. Alhakán tiene que acudir allí con sus tropas para demostrar quién manda. Lo logrará, pero esta intervención inaugura una cadena ininterrumpida de sublevaciones en Mérida que se prolongará durante todo el siglo siguiente.
Pero hablábamos de otras líneas que complicaban aún más el paisaje sociopolítico de Al Andalus, y a ellas hemos de referirnos, porque nos dan la clave de las siguientes sublevaciones. Y es que además de la distinta situación de cada ciudad según sus condiciones de rendición, y además de la influencia de los poderes locales, resulta que la propia sociedad andalusí se hallaba fragmentada en grupos mal avenidos. Una primera división social —ya nos hemos referido antes a ella— es la que separa a las distintas minorías del bloque musulmán: árabes, bereberes, yemeníes, sirios, etcétera. Cada una de esas pertenencias étnicas va a seguir siendo fuente de conflictos, porque los emires se empeñarán en mantener la hegemonía de los árabes sobre las demás etnias. De hecho, el sistema de poder del emirato puede ser definido como una variante de la vieja organización tribal árabe, con sus clanes y sus rivalidades.
Y a eso hay que sumar otra división derivada del propio sistema de poder islámico, que ha estratificado la sociedad en cuatro grupos diferenciados. En la cúspide, los invasores musulmanes; después, los muladíes, es decir, los hispanos conversos al islam; bajo ellos, los maulas, que eran clientes o siervos de los anteriores, y en la base, los mozárabes, esto es, cristianos que no habían renegado de su fe, y a los que se gravaba con severos impuestos. Contra la absurda imagen de «pacífica convivencia multicultural» que hoy defienden algunos, la verdad es que ser cristiano en Al Andalus era muy difícil: estaba prohibida toda manifestación externa del cristianismo, estaba prohibido negar el carácter profético de Mahoma, estaba prohibido dejar de ser musulmán para volver a ser cristiano, estaba prohibido difundir el cristianismo entre las gentes… Y la pena para quienes infringieran esos vetos era, con frecuencia, la muerte.