La gran aventura del Reino de Asturias (42 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

BOOK: La gran aventura del Reino de Asturias
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Parece que el primero en intentar el golpe fue Muhammad. Se trata de aquella aventura marítima a la que nos referíamos capítulos atrás. El objetivo es Galicia. El camino por tierra desde Córdoba hasta Galicia se había complicado mucho por la repoblación del norte de Portugal, que había bajado muy al sur la frontera, y por la inestable situación de Mérida, que hacía poco seguro el paso de las tropas. Pero Córdoba contaba desde hacía treinta años con una buena flota, aquella que mandó construir Abderramán II para prevenir incursiones vikingas, reforzada ahora con nuevas naves. Así que Muhammad decidió atacar Galicia por mar.

Era una aventura arriesgada. La navegación, en el siglo IX, era un arte difícil, y más en las encrespadas aguas del Atlántico. Los
drakkars
vikingos habían cubierto grandes distancias, pero los musulmanes, aunque no carecían de experiencia en el cabotaje atlántico por la costa africana, nunca antes habían llevado por el océano una flota numerosa, con la consiguiente dificultad de mantener unidas a las naves. El emir ordenó construir una nueva escuadra. Conocemos el nombre del jefe que Muhammad escogió para la ocasión: Abd al-Hamid ibn Mugait al-Ruati, descendiente tal vez de aquel Mugait cuyas armas se midieron con las de Alfonso II el Casto. Abd al-Hamid zarpó del Guadalquivir, Atlántico arriba, rumbo a Galicia. Nunca llegó porque las tormentas desarbolaron la escuadra musulmana antes de alcanzar su objetivo. El almirante se salvó, pero la expedición había sido un fracaso.

Mientras Muhammad lo intentaba por mar, Alfonso III preparaba su golpe por tierra. Y audaz como era, el rey de Asturias planeó algo verdaderamente asombroso: atacar el valle del Guadiana hasta la mismísima Mérida, y todavía más al sur. Después de todo, aún guardaba junto a sí a Ibn Marwan, el rebelde de Mérida, que le sería de gran utilidad para moverse por aquellas tierras. Y así Alfonso emprendía la campaña que pasaría a la historia por los nombres de Los Adóbales y el Monte Oxifer.

Para ocultar sus intenciones a los vigías sarracenos que sin duda vigilaban sus movimientos, Alfonso no movió a sus tropas directamente hacia Mérida, sino que dio un rodeo. Pasó las sierras del Sistema Central como si se dirigiera contra Toledo. Pero al llegar al Tajo no marchó contra la vieja capital goda, sino que giró hacia el oeste, hacia Lusitania. ¿Se dirigía contra Mérida? Quizás eso pensaron los espías de Córdoba, pero Alfonso también dejo atrás esa ciudad, cruzó el Guadiana y bajó hasta más allá de Badajoz. Atacó una fortaleza llamada Daubal, que seguramente corresponde al actual sitio de Los Adóbales, y la desmanteló, aniquilando a sus defensores.

Acto seguido, Alfonso se dirigió hacia el suroeste. En la sierra de Jerez de los Caballeros debió de salirle al paso el ejército enviado desde Córdoba para frenar la temeraria aceifa cristiana. El choque se produjo en un lugar que la crónica inmortalizó como el Monte Oxifer. Nadie sabe dónde está; se supone que cerca de Zafra. Tampoco se sabe cómo fueron exactamente las batallas, porque la crónica no da detalle alguno. Lo que se sabe es que Alfonso venció y volvió con éxito. La aventura había sido extraordinaria. Desde León hasta Zafra, desviándose en el trayecto por Toledo, hay unos ochocientos kilómetros, que es la increíble distancia que los ejércitos del rey de Asturias recorrieron en su camino hacia el sur. Y más aún, las banderas de Alfonso habían ondeado a sólo cien millas de Córdoba. Como escribió el cronista, nunca ningún príncipe había intentado llegar tan lejos.

En el transcurso de esta aventura sucedió algo notable: la amistad entre Alfonso e Ibn Marwan se quebró. Dice la crónica mora que el rebelde de Mérida, ante la matanza de musulmanes en Los Adóbales, protestó enérgicamente al rey de Asturias, y que éste, enojado a su vez, le respondió que esos cadáveres eran de los enemigos a los que había combatido el propio Ibn Marwan. La versión de la crónica es dudosa y parece más bien dirigida a mostrar, en tono edificante, la solidaridad entre musulmanes por encima incluso de los bandos en el campo de batalla. Lo que sí es cierto es que Ibn Marwan, después de esa campaña, volvió a sus tierras. ¿Qué fue de él? Al parecer, reconciliado con el emir, obtuvo de éste el reconocimiento de su señorío sobre Badajoz, pero enseguida le veremos aliado a los Banu Jaldún de Sevilla en otra revuelta intestina del emirato. Ibn Marwan morirá en su refugio de Badajoz en el año 889. Consiguió, eso sí, morir libre e independiente.

Pero al margen de este asunto emeritense, Muhammad no podía dejar sin respuesta la osadía de Alfonso en el valle del Guadiana. Tenía que contestar al golpe con otro mayor aún, y eso fue lo que hizo en la primavera de 882. El emir había meditado la respuesta. Preparó un ejército que la crónica cristiana cifra en 80.000 hombres, número que no parece descabellado. Colocó al frente a su hijo Al-Mundir, como otras veces, y puso a su lado a Hasim ibn Abdalaziz, el ministro que había estado cautivo en Oviedo y que sin duda guardaba deseos de venganza. En marzo partió el ejército moro con el objetivo de descargar su fuerza sobre Castilla. Como los sarracenos no podían exponerse a que los Banu-Qasi enviaran refuerzos a los cristianos, empezaron por neutralizar a los levantiscos dueños del valle del Ebro. Y así el gran ejército de Hasim y Al-Mundir apareció ante los muros de Zaragoza.

Los ejércitos de Córdoba golpearon duro en Zaragoza, pero no consiguieron rendirla. Ismael, el Banu-Qasi que había sido huésped del príncipe Ordoño, aguantó la embestida. Tampoco lograron tomar Tudela, donde se había encerrado Fortún, hermano del anterior. Sí consiguieron apoderarse de Roda, en Huesca, donde apresaron al jefe de la plaza. Pero lo más importante pasó después. Y es que marchaba el ejército de Al-Mundir y Hasim rumbo a las tierras riojanas, cuando un fuerte contingente musulmán le salió al encuentro. ¿Una contraofensiva de los Banu-Qasi? No, al revés. Era Muhammad, hijo de Lope, sobrino de Ismael y Fortún, pero enemistado con ellos, que acudía para ponerse al servicio del emir de Córdoba. Las crónicas cristianas llaman a este Muhammad «Ababdella», y así le llamaremos nosotros a partir de ahora. Los jefes cordobeses recibieron el refuerzo de muy buen grado. Y con ese inesperado suplemento de fuerza, resolvieron atacar objetivos de mayor importancia estratégica: las fortalezas cristianas construidas en la frontera.

Cellorigo, en el paso de la Morcuera hacia Alava; Pancorbo, que vigilaba los caminos a Oca y La Bureba; Castrojeriz, que cerraba el camino al valle del Pisuerga y hacia Amaya. Esos eran los objetivos del poderoso contingente musulmán. El primer ataque se dirigió contra la fortaleza construida en Cellorigo por el conde Vela Jiménez. Fue un fracaso. Cellorigo aguantó y los musulmanes sufrieron pérdidas sensibles. Como el asedio era inútil, Al-Mundir y Hasim, junto a Ababdella, marcharon contra el siguiente objetivo, el fuerte elevado en Pancorbo por Diego Rodríguez, el hijo del conde Rodrigo. Igual resultado: después de tres días de acoso, el castillo aguantó y los musulmanes tuvieron que retirarse con serias bajas. Sólo quedaba una opción, Castrojeriz.

Castrojeriz era un objetivo más fácil. Levantado entre llanos, y no entre riscos, como los otros dos castillos, era una fortaleza a medio construir. Munio Núñez, que era el conde responsable del área, sabía que no estaba en condiciones de resistir un ataque. Así que, al ver aparecer a los moros, Munio optó por la retirada. Ni siquiera hubo combate. El ejército cordobés pudo entrar en la fortaleza a placer.

El éxito de Castrojeriz reanimó a los musulmanes. Ahora se abría ante ellos la gran llanura que lleva hasta León y Astorga. No tardaron en cruzarla para llegar a las orillas del Esla. León estaba amenazada. ¿Qué hacía Alfonso entre tanto? El rey sabía de la expedición mora y había reunido a su ejército al abrigo de los viejos muros romanos. Todo estaba dispuesto para el gran combate. Pero entonces ocurrió algo que nadie podía esperar.

La maniobra de Hasim

Verano del año 882. La situación era peliaguda. Un enorme ejército sarraceno se concentraba a orillas del Esla, amenazando León. Pero aquí, en León, otro ejército no menos importante estaba dispuesto a dar la batalla. Alfonso III había reunido a sus hombres. En las tiendas del campo moro, los jefes deliberaban. El príncipe Al-Mundir y el ministro Hasim evaluaban la situación ante la mirada de Ababdella, el Banu-Qasi traidor, que se había sumado a las fuerzas emirales. Al-Mundir, probablemente, desearía cargar contra los cristianos, pues no habían llegado hasta allí para retirarse ahora. Pero Hasim se resistía. Era un suicidio permitir a Alfonso que diera la batalla donde él quería. Un argumento cierto. Ahora bien, Hasim escondía otro propósito, un designio secreto que haría crecer el asombro en Córdoba y en León.

Bajo los prudentes consejos de Hasim, el ejército moro abandonó las cercanías de León y se dirigió hacia Astorga. Fue entonces cuando Hasim descubrió sus cartas. Contra la opinión del príncipe Al-Mundir, una vistosa cohorte de embajadores dejó las filas moras y se dirigió hacia León para entrevistarse con el rey cristiano. Iban los embajadores cargados de regalos, cautivos, ricos presentes y persuasivos argumentos. ¿Qué se proponía Hasim? ¿Buscaba una retirada decorosa? ¿Era una añagaza para atacar con más posibilidades de éxito? No. Hasim se proponía trocar la guerra en negocio… político.

El ministro Hasim, como sabemos, había estado preso un par de años en Oviedo. Sólo pudo salir previo pago de un fuerte rescate y, en tanto reuniera el total del importe, dejando cautivos allí a unos cuantos familiares. Entre ellos, Abu-l-Qa-sim, el hijo del ministro Hisam. Ahora el ministro proponía a Alfonso un intercambio: la libertad de Abu-l-Qasim por los regalos que traían los embajadores y, además, las vidas de dos cautivos de los moros, los Banu-Qasi Fortún ibn al-Azala, apresado en Tudela, y un hijo de Ismael, el señor de Zaragoza. Además, Hasim, que conocía bien las debilidades de Alfonso, le enviaba dos libros: una Biblia sevillana de San Isidoro y una Biblia cordobesa. Una buena propuesta, en fin.

Alfonso evaluó la oferta: era inmejorable. Los dos Banu-Qasi, en manos de Asturias, eran un auténtico tesoro político, porque podían hacer inquebrantable la alianza con los señores del Ebro. Y si el asunto se resolvía con la marcha en paz de los ejércitos sarracenos, ¿quién podría poner la menor objeción? El negocio se cerró en Castro Alcoba, junto al río Orbigo. Cerrado el trato, Abu-l-Qasim volvió con su padre y los dos Banu-Qasi ganaron las líneas cristianas. Y el ejército moro, para gran irritación del príncipe Al-Mundir y frustración de Ababdella, el Banu-Qasi disidente, abandonó los llanos de León y volvió a Córdoba.

¿Asunto resuelto? La verdad es que este arreglo, aparentemente tan civilizado y cordial, iba a dar más de un disgusto tanto en Córdoba como en Oviedo, pero también en Zaragoza. La clave estuvo en el comportamiento de Ababdella, aquel Banu-Qasi que había abandonado a sus parientes para pasarse al lado cordobés.

Ababdella, tras la fallida campaña de Al-Mundir y Hasim, volvió a sus tierras riojanas. Sus parientes de Tudela y Zaragoza, que no podían olvidar su traición, fueron a por él. Pero Ababdella, más listo, se las arregló para emboscar a sus parientes y los apresó. Con tales triunfos en la mano, se dirigió a Zaragoza, que tomó sin resistencia. Y así el pariente disidente, que había actuado como oveja negra de la familia, se convertía en el más poderoso de los Banu-Qasi. El emir Muhammad debió de ver el cielo abierto. Después de los quebraderos de cabeza que le habían dado los Banu-Qasi, he aquí que un miembro de la orgullosa familia del Ebro, el único al que podía tener por aliado, daba un golpe de mano y se hacía con el poder. ¡El valle del Ebro volvía a ser para Córdoba! Presto, el emir mandó emisarios a Ababdella y le pidió la ciudad de Zaragoza y la vida de los otros Banu-Qasi, ahora presos. Pero entonces Ababdella, Muhammad ibn Lope, nieto de Musa, descendiente de Casio, hizo algo que sólo un Banu-Qasi podía hacer.

Porque Ababdella, en efecto, se negó a entregar la ciudad, rechazó a los enviados del emir, puso en libertad a sus parientes presos, firmó la paz con ellos, les otorgó castillos y renovó la tradicional independencia de los señores del Ebro. ¿Rectificación de Ababdella? ¿A qué se debía este giro? No, no había ningún giro. Como habían hecho todos los Banu-Qasi desde el principio de los tiempos, Ababdella se había limitado a jugar su propio juego. Y había ganado. En lo único en que falló Ababdella fue en calcular los efectos de su jugada en Asturias. Porque el nuevo jefe de los Banu-Qasi envió a Oviedo mensajes de paz y reconciliación, pero sin éxito; quizás el rey de Asturias juzgó más prudente mantenerse a distancia de un tipo tan alambicado como Ababdella.

Ante la traición de Ababdella, la cólera del emir Muhammad fue terrible, como de costumbre. En la primavera de 883 partió un gran ejército rumbo a Zaragoza. Lo mandaban, una vez más, el príncipe Al-Mundir y el ministro Hasim, juntos a pesar del odio que habían empezado a profesarse. Los ejércitos de Córdoba llegaron a Zaragoza. No la tomaron, pero saquearon a conciencia todo el valle del Ebro desde la capital aragonesa hasta La Rioja. Acto seguido, dirigieron sus pasos contra la frontera este del reino de Asturias. Iban a repetir la ofensiva del año anterior. Primero los castillos fronterizos, después las plazas fuertes de León y Astorga. Se volvía a dibujar el programa de 882, pero esta vez sin presos que intercambiar.

No les fue bien a los ejércitos de Muhammad. Fracasaron nuevamente ante Cellorigo. También fallaron ante los muros de Pancorbo. Y cuando marcharon sobre Castrojeriz, que el año anterior pudieron tomar, esta vez se encontraron con que Munio Núñez había acabado el trabajo, la fortaleza estaba terminada y sus muros fueron inexpugnables. Tuvieron mas fortuna en la ciudadela de Sublancia, que pudieron saquear, aunque la hallaron vacía porque sus habitantes huyeron antes de que llegaran los moros. Y así se plantaron a pocas jornadas de León.

Alfonso, cuando supo de la nueva aceifa musulmana, volvió a alinear a sus huestes en León, ciudad que ya se había convertido en su residencia casi permanente. Allí se dispuso a esperar la acometida musulmana. Pero no hubo tal, porque los sarracenos, a su vez, se habían guarnecido en Sublancia esperando la acometida cristiana. Y así estuvieron unos y otros varios días, aguardando a un enemigo que nunca llegó. Finalmente, los ejércitos del emir abandonaron el campo. Saquearon algún convento, algún villorrio, pero nada más. Temiendo una emboscada, volvieron a casa por un itinerario tortuoso. De esta manera se disolvió la última ofensiva del emir Muhammad contra el rey Alfonso.

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