La gente como nosotros no tiene miedo (16 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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—Avishag, ¿qué pasa? —preguntó Gali.

Avishag se desabotonó la camisa del uniforme con dedos rápidos y luego se desabrochó el grueso cinturón marrón. Se quitó la camiseta de tirantes caqui, luego el sujetador deportivo rojo de Mickey Mouse, luego las bragas.

Finalmente, cuando estuvo completamente desnuda, se tendió en el suelo de la torre de vigilancia y cerró los ojos. El sol empezó a abrasarle la piel a ráfagas, como un niño soplando por una hierba cana.

 

Gali pensó en gritar, o en abofetear a Avishag, o incluso en pedir ayuda por radio; pero entonces pensó algo rarísimo.

Pensó que la primera vez en realidad iba completamente vestida.

Solo después de experimentar su segundo orgasmo, Gali se dio cuenta de que era el segundo, de que había tenido otro antes.

El primero se lo dio el río Jordán. Cada Pascua, en el kibutz, los chavales saltaban desde el puente para celebrar el final del largo Séder de Pésaj que se hacía en el refectorio de la colonia. Sin embargo, a pesar de lo alta que era, a Gali le daban miedo las alturas. Nunca consiguió armarse de valor para saltar.

En su último año en el kibutz, sabiendo ya que se iría a vivir a Tel Aviv, Gali volvió a subir al muro de cemento del puente con su vestido amarillo de Pésaj y miró abajo. Esperó y esperó. Todos los demás se habían ido ya a casa. Los pinos derramaban sus agujas anaranjadas sobre el agua, y las ondas brotaban más cerca de la vera del río y los arbustos de lilas de la orilla.

Una paloma pasó volando en lo alto. Gali se tapó los ojos con el pelo. Olía a champú; dio un paso adelante y saltó.

Durante un segundo fue como andar por los aires, y le pareció tan antinatural que Gali creyó que algo había salido mal y que ya no tenía remedio. Sintió en la piel una succión hacia arriba, hacia el sol.

Cayó en el agua a plomo. Una caricia tibia de hadas leves como plumas recorrió su cuerpo en ese instante. Los dedos de los pies se le encogieron. Los hombros se le encorvaron. El hueso de la risa se rió. Se dio impulso para emerger de las aguas verdosas con la boca abierta, jadeando para recuperar el aire.

Pero la segunda vez que tuvo un orgasmo fue en el primer año del instituto, el día que quedó con Tom en su casa, después de la clase de geografía.

Y entonces estaba completamente desnuda, y fuera todavía hacía sol.

Y era en Tom en quien quería pensar ahora.

«Eres tan fuerte», le dijo Tom en su habitación, aquella tarde cuando iban a primero.

«¿Tú crees?», preguntó ella. Le preocupaba que le entraran ganas de vomitar. Le preocupaba que Tom la besara, o que no la besara, le preocupaba que le quedaran restos de comida en los dientes, le preocupaba parecerle demasiado alta, le preocupaban los peligros de la ciudad, lo ruidosa que era la ciudad incluso en ese mismo momento, en el cuarto de Tom.

«Pareces tan fuerte —dijo Tom, y se acercó a ella, hasta que las puntas de la nariz se tocaron—. Mira —dijo, señalando hacia el espejo de la pared—. Pareces tan fuerte...».

En el espejo, Gali solo vio a la chica que siempre había sido. Pero entonces vio a Tom en el espejo, mirándola.

Quiso que sus ojos lavaran hasta el último rincón de su cuerpo.

 

Avishag respiraba tan profundamente, desnuda en el suelo de la torre de vigilancia, que parecía que se hubiera quedado dormida. Nadie iría hasta allí a ver cómo estaban las chicas. Nadie había pasado nunca a ver cómo estaban.

 

Si pudiéramos mirar el interior de la séptima torre de vigilancia por la derecha del lado israelí en la frontera con Egipto el 7 de agosto del año 2007, lo que veríamos sería a dos soldados israelíes con los ojos cerrados. Yacerían en el suelo. Desnudas.

 

Samir seguía sin decir gran cosa, y Hamody se había fumado ya siete cigarrillos y preparado dos pucheros de café negro, así que por puro aburrimiento decidió intentar cumplir con lo que supuestamente había ido a hacer a la torre. Levantó los prismáticos y miró hacia el lado israelí.

Al principio pensó que era cosa de su imaginación, que quizá la mezcla de café que le había dado su tío era un poco fuerte para él, pero siguió mirando, incapaz de apartar la vista. Se bañó los ojos con aquella visión, que era real y distante.

Al otro lado de la frontera, dos soldados israelíes yacían en el suelo, desnudas.

La primera chica judía era larga, de pechos pequeños y firmes. El pelo castaño claro le caía sobre los hombros. Toda una gacela, el tipo de chica que te haría sudar si alguna vez tenías que perseguirla.

La segunda chica judía era suave, de pechos grandes, y absolutamente perfecta. Con los ojos cerrados y el pelo rojizo que le rodeaba la cara como si fueran alas, casi parecía el pájaro cristiano del pueblo de Hamody, la chica con la que sabía que nunca podría casarse.

Hamody bajó los prismáticos y observó a Samir, sentado en una silla blanca de plástico de espaldas a él, mirando hacia la base en silencio. Hamody pensó en decirle algo, en estallar en aullidos de alegría, en compartir unas risas con todo aquello, pero enseguida se dio cuenta de que no podía, o no quería, o por lo menos no con Samir. Hamody comprendió que quería guardárselo solo para él. Y de pronto dejó de importarle. Su tío le había dicho siempre, desde que era niño, que Dios entrega sus tesoros por igual a cada persona en este mundo; solo que hay quien elige no disfrutar de los tesoros que le tocan en suerte.

Samir seguía con la mirada perdida en la distancia y, antes de que se percatara, Hamody se había bajado los pantalones y sujetaba los prismáticos solo con la mano izquierda.

 

 

Cuando Samir se volvió, apenas podía creerlo. Al principio pensó que era cosa de su imaginación, que quizá la mezcla de café que le había dado a Hamody su tío era un poco fuerte para él, pero siguió mirando, incapaz de apartar la vista. Se bañó los ojos con aquella visión, que era real y sumamente próxima.

Allí estaba Hamody, de pie frente a él. Hamody, radiante y atractivo, al descubierto, acariciándose.

Y entonces fue como si las manos de Samir cobraran conciencia propia.

Cuando el oficial Tariq escaló la torre de vigilancia, sigiloso como un puma, Samir trató de contenerse. De verdad. Oyó gritar a Tariq, y vio que agarraba a Hamody del cuello de la camisa, y vio que entonces Hamody le tendía a Tariq los prismáticos, mientras gritaba que todo era culpa de los judíos, que lo hacían adrede, una nueva estrategia perversa israelí.

Samir oyó y vio esas cosas, pero no entendió nada. También vio la cara de asombro de Hamody al mirar hacia abajo y darse cuenta de que Samir tenía los pantalones bajados, y que seguía tocándose.

Y a pesar de que todo eso estaba pasando, y a pesar de que creía que su cerebro le había dado a su mano la orden de parar, y a pesar de que sabía que Tariq y Hamody lo estaban mirando en ese momento, y lo sabrían, y lo verían, a pesar de eso Samir no pudo evitarlo. Iba a pasar, ya casi había pasado, y entonces...

Pasó.

 

Tariq tardó dos minutos en recobrar la calma, enderezarse la boina y comunicarse por radio con el comandante de la base. El comandante de la base tardó cinco minutos en entender lo que le contaba Tariq y dos minutos en ponerse en contacto con Abou Kir, el comandante del cuartel militar de la zona norte. Abou Kir tardó siete minutos en comprender y trece minutos hasta que el secretario del jefe del estado mayor egipcio creyó que el asunto era tan urgente que justificaba una llamada urgente al oficial de mayor rango de todo el ejército egipcio.

Cuarenta y dos minutos después de que Tariq viera a las chicas judías desnudas con sus propios ojos a través de los prismáticos, en algún lugar del corazón de Tel Aviv, un teléfono rojo concreto sonó por primera vez en seis años, y fue Oleg el ruso quien levantó el auricular.

La prensa israelí tardaría dos meses en hacerse con la historia, la prensa egipcia dos meses y medio, la BBC siete años. Pero cuando al fin la prensa se hizo eco, resumirían toda la situación en un titular: «Un incidente diplomático».

Justo después de que el comandante de la base encontrara a Nadav en el despacho de los suboficiales donde pasaba el rato con la cabo Rona Mizrahi, Nadav finalmente hizo el trayecto de veinte minutos a pie para ir a echar una ojeada a las chicas de la torre siete, para decirles a gritos el alcance del daño que habían causado. Nadav caminaba a paso rápido por la arena, con determinación, pero cuando trepó por la escalerilla de la torre tan solo encontró a las chicas del turno siguiente al de Gali y Avishag. Ilana Rotem y la pequeña Shonit Miller estaban de pie en la atalaya, mordiéndose las uñas, completamente vestidas, y armadas.

 

Era martes, y pasarían dos semanas hasta que juzgaran a Gali y Avishag y las condenaran a siete semanas de prisión militar, el castigo más severo que una mujer en acto de combate había recibido hasta la fecha por parte de las indulgentes cortes militares. Yael, la amiga de Avishag, al enterarse pensó que era para morirse de risa que fuera Avishag la que había acabado en la cárcel, y no ella. Todo el mundo se sorprendió, pero las chicas estaban encantadas de ausentarse por un tiempo de la base. Pasarían siete semanas durmiendo en su celda y jugando a las cartas con antiguas compañeras que cumplían penas por tráfico de marihuana.

Hasta entonces, sin embargo, los días seguían teniendo veinticuatro horas, y las chicas pasaban ocho de ellas en la torre, con la mano izquierda en el mango del fusil, dejándose los ojos al mirar por los prismáticos, a la espera del desfile de suboficiales que a cada hora subían a echarles una ojeada, siguiendo las nuevas órdenes del comandante de la base.

 

Y aquella noche, a Tom ya empezaba a resultarle doloroso. Y desde luego sabemos, o eso pensamos, que es imposible pasarse once horas mirando fijamente un teléfono, así que la verdad es que tampoco podemos culpar a Tom por volver a la calle Allenby número 52.

Esta vez la chica, cuando lo miró, no apartó la vista. Fue él quien apagó la luz. Los dos sabían que Tom iba a llevarse lo que había pagado, y en todo caso después la miraría a los ojos. Mantuvo los ojos cerrados hasta el final.

 

Durante seis horas al día las chicas siguieron ocupándose del control fronterizo.

Era martes, y había caído la noche, tarde y con calor. En el remolque de un camión rojo, cuatro mujeres rubias miraban a Gali y Avishag; esperando, respirando, fijamente, sin llorar.

—Venga, colega —el conductor salió del vehículo y le suplicó a Avishag, poniéndole una mano en el hombro—. Todo está aprobado y en regla. Me esperan en otros sitios —dijo el conductor.

Avishag escrutó sus ojos azules. Eran tan grandes que le ocupaban media cara. Gali escrutó los ojos de las mujeres, y no apartó la mirada, aunque tuvo que parpadear. El camión era tan pequeño que una de las mujeres, una de pelo rubio recién cortado, estaba sentada con las piernas dobladas como un pretzel, una postura tan dolorosa que parecía que los huesos le atravesarían la piel si seguía sentada de ese modo un minuto más.

—No soy tu colega —le dijo Avishag al conductor, y al quitarse el casco su pelo oscuro cayó por debajo de los hombros—. No lo soy —dijo. Y mientras lo decía, pensó en el bebé que no tenía y se dio cuenta de que nadie podría negar que fuera verdad.

Nadav se levantó de su silla con paso lento y se colocó entre las chicas y la puerta abierta del remolque.

—Avishag —dijo—, ¿y si te pones el casco antes de que todos nos metamos en líos?

—No voy a dejar que me hagas esto —dijo Avishag, y agarró a Nadav del brazo—. No sabes quién soy. Yo no soy así.

—Tú —dijo Nadav, y se echó a reír—. Solo sabes quejarte. Tú, tú, tú... —lo repitió una y otra vez. Apartó a Avishag, empujándola en el hombro. Se rió. Repitió la palabra hasta que perdió todo significado, hasta que su voz fue un gruñido, una lengua extranjera.

 

Las puertas del camión están abiertas, y el hombre que se quedó con el pasaporte de Masha en Francia está fuera hablando con los tres soldados armados. Uno de los soldados entona una especie de salmodia, que a oídos de Masha se convierte en una canción como las que los niños de la escuela primaria cantan para fin de curso en la pequeña sala de conciertos de su pueblo. Y pronto la canción se desprende de toda voz humana; es una mera melodía, y luego un grito de guerra apenas audible, pero a Masha le basta y salta del camión y empieza a correr hacia el sur, tan lejos como la lleven sus pies.

Cuando sus pies retumban sobre la arena mandan una onda que le recorre el estómago y hace eco en sus pulmones. Las piernas flacas de Masha se encogen bajo la falda sucia, y con cada zancada Masha puede oír el crujir y la risa de sus huesos. Siente como si sus piernas corrieran tan deprisa que el corazón no alcanza a bombearles vida, tan deprisa que el viento es una cortina suave que ella atraviesa una y otra vez.

 

Veamos, hay muchas cosas que sabemos. Masha va corriendo hacia el sur, hacia la alambrada por el lado egipcio, y se dirige hacia un lugar donde hay minas enterradas a gran profundidad. Sabemos que, mientras que Samir está en la cárcel, a Hamody lo sacó su tío sin que le pasara nada y ya está de vuelta en la torre de vigilancia, y la figura que se acerca hacia su alambrada en la oscuridad está lo bastante cerca para que la vea sin necesidad de prismáticos. Hamody tiene ya una bala en el cañón del fusil, y veintiocho más en la recámara, y sabemos que a esa distancia puede apañárselas incluso sin mira telescópica.

Y sabemos que no va a sonar ningún otro teléfono rojo para pedir detalles sobre esta figura que viene del lado israelí. Sabemos que Tom va a seguir mirando el teléfono rojo, como siempre. Y sabemos que Gali va a gritar, «Nadav», pero no servirá de nada, y que Avishag no va a gritar su nombre, porque ya ha aprendido, y sabemos que Nadav no va a mirar justo por debajo de las cejas de Avishag y hacer lo que ella quiere que haga, porque sabemos que Nadav no tiene queja de nadie más que de Dios.

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