La fría piel de agosto (15 page)

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Authors: Julio Espinoza Guerra

BOOK: La fría piel de agosto
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Se acercó al cabecero y miró a Olga. Un momento más tarde ella tiró la sábana hacia atrás. Contempló el mismo cuerpo del día anterior. Lo cargó en sus brazos, observándolo asomado al umbral de la muerte. Sus pieles se rozaron, pero no sintió placer. La sentó en el váter y le quitó las bragas y el sujetador. La fetidez le dio en la cara. Pero no le produjo asco sino nuevos recuerdos. Tenía la misma piel, el mismo pelo, no más de veinte años. La encontraron ahorcada con su propio sujetador. Era demasiado joven, tan frágil.

Cogió a Olga entre los brazos y la depositó en el agua tibia. Si necesitas ayuda, avísame, le dijo. Luego salió y se sentó en la cama, tomó una sábana entre los dedos y la apretó. No debía haber muerto así. Asesino, asesino, a-se-si-no. La palabra quedó volando en la habitación. Entonces escuchó que Olga lo llamaba.

Quieto, como si durmiera, pensó que la vida a veces daba oportunidades. Que el dolor daba oportunidades. Al otro lado del umbral estaba Olga esperando para que la salvara. Una misma mujer dos veces. Un error en la naturaleza. Un pliegue del tiempo-espacio. No era cierto. No se trataba de una mujer duplicada. Él ya no tenía ninguna misión. No había mandos. Solo culpa. La posibilidad de redimirse. Su mano reptó entre la sábana, apretándola con más fuerza que antes. Se levantó pensando que ya no quería ser ese hombre, pero ¿cómo olvidar? Andrés cruzó el umbral del baño y se inclinó ante la bañera.

Cuando sacó a Olga del agua, parecía otra mujer, más joven, menos herida. No se dio cuenta del momento en que ella pegó su cuerpo al de él; solo del estremecimiento recorriéndole toda la epidermis. Algo se removió más allá de sus huesos, como si el recuerdo comenzara a diluirse. Entonces vino el sexo, el clímax y el dolor, el miedo, quizá una esperanza, una sensación de que allí, en su coño, en su boca, en el lugar de sus apariciones, alguien le estuviese dando una nueva oportunidad.

 

 

 

 

Después de hacerle el amor había salido a la calle. Algo le decía que no podía seguir allí. Un fantasma se había entrometido entre ambos y en algún momento, seguramente cuando la vio tan débil arrodillada a sus pies, pensó que con solo un movimiento de sus manos la podría matar. Le volvió a ocurrir cuando la vio de espaldas sobre el colchón, después de acabar en su boca. Tenía tan cerca la almohada, que solo con un movimiento hubiese podido asfixiarla. Hubiese sido sencillo. Pero no lo hizo pensando en la tortura, sino en la posibilidad de darle descanso. Amarla era imposible, aunque de su boca saliera esa palabra, «amor», y ella se aferrara más a él. Pero podía darle la paz o algo parecido, que la calmara de manera definitiva.

Caminó por la calle Sombrerería y subió por Mesón de Paredes, esquivando las cajas llenas de productos que volaban de las furgonetas a las aceras y de allí a las trastiendas de los comercios chinos. Llegó a la Plaza Tirso de Molina y se sentó en uno de sus bancos. Alrededor, como siempre, se arracimaban los borrachos y heroinómanos. Un solo movimiento y dejaría de sufrir. Y quiso creer que se lo agradecería. Un pasaje directo al lado de su marido, al lado del hijo que no había llegado a nacer.

Andrés miró sus manos. No temblaban y no le gustó. Para él, la muerte era una compañera, algo cotidiano. Y se imaginó a Olga ya sin aliento tendida en la cama. Lo demás sería sencillo. Meterla en la bañera, hacer creer que su debilidad la había ahogado. Hubiese limpiado las huellas y se hubiese marchado del edificio. Días después, el olor llamaría la atención del cartero que siempre subía al quinto a saludar a su hermana o la de la vecina del segundo, que atendía al perro de una de sus amigas. Un favor, una manera dulce de morir, reflexionó Andrés sentado en la banca, mirando al suelo. Y un hijo de puta, repitió, sin entender por qué la única solución siempre era la muerte.

El sudor le recorrió la espalda; el sol pasaba por entre las hojas y le quemaba la cabeza. Cuando levantó la vista tenía enfrente a uno de los borrachos. Le pidió dinero. Otros miraban expectantes unos metros más allá. Se palpó el pantalón. Sacó diez euros. Trae el vino que te alcance… pero me lo traes a mí, le ordenó manteniéndole la mirada. El borracho no respondió. Solo chasqueó la lengua y, al hacerlo, se asomaron sus dientes podridos.

Al rato se acercó trayendo consigo varias cajas de vino barato y se las pasó. Diles a tus amigos que, si quieren, se acerquen. Como autómatas, los demás fueron rodeando a Andrés, que abrió uno de los briks y bebió largo. El vino le envolvió la lengua, traspasó la garganta, sintió la acidez en el estómago. Al terminar el trago arrugó los ojos y la boca, carraspeó y escupió a los pies de la multitud. Entonces alargó la caja, que seis manos disputaron. Hizo lo mismo con la segunda y la tercera. Después de completar la ronda, las cajas regresaban a sus manos y él, pasando la palma por la boquilla, bebía igual de largo, escupiendo con la misma fuerza, para después pasarla como en la primera oportunidad.

Al principio no le prestaron atención, pero a medida que las cajas se vaciaban y Andrés no dejaba de hacer lo mismo, los borrachos comenzaron a sonreírle, a golpearle la espalda, a querer hablarle como si fuera uno de ellos, otro que había decidido hacer de la caída un lugar seguro, el sitio desde el cual no se podía descender más. Algo así como un hermano. Otro más sumergido en la mierda.

Llegó la última caja y Andrés repitió los mismos gestos. Cuando acabó, el sol era una lámpara que no se despegaba de su nuca. Pero en vez de quedarse allí, esperando que alguno de sus nuevos amigos acercara más alcohol, se levantó, introdujo la camisa dentro de su pantalón y sin despedirse bajó por la calle Lavapiés, desembocó en la plaza y entró en el portal. Cuando llegó a su piso, casi corrió hasta el baño. Se arrodilló frente al váter, levantó la tapa, miró el fondo turbio y sin pensarlo introdujo los dedos hasta la garganta. Una arcada lo dobló, y expulsó en un estallido parte del vino y las vísceras. Introdujo sus dedos hasta tres veces y tres veces interminables el asco se repitió. Estuvo vomitando quince minutos y no se levantó hasta que no le salió más que bilis del estómago. Casi sin darse cuenta se duchó, se secó y se tiró desnudo en la cama. Estaba lo suficientemente borracho como para no pensar.

Al despertar ya había anochecido. Ni los vencejos se escuchaban. Se miró desnudo sin reconocerse y abrió el armario. Se puso la misma ropa de siempre y caminó al baño. Al entrar se dio cuenta de que todo olía a vino. Recogió la ropa del suelo. Estaba manchada y no se había dado cuenta. Revisó los bolsillos del pantalón, de donde sacó un fajo de billetes y los documentos. Los introdujo en el pantalón limpio. Después unió ambas prendas y las metió en la lavadora. Mojó su cara. Cogió las gafas del lateral del lavabo. Se miró al espejo. Pensó en el cuello de Olga. Salió del piso.

 

 

 

 

Sin darse cuenta repitió el mismo trayecto de hacía dos noches, pero esta vez iba más tranquilo. Quería acostarse con la rusa. Necesitaba verla, decirle las cosas que nunca podría verbalizar frente a Olga.

Subió ansioso por la calle de Montera y la buscó en el mismo portal donde la había encontrado la primera vez. Pero no estaba. En cambio, dos africanas apoyadas en el quicio le sonreían a quien se acercara. Pasó de largo y se detuvo frente a las balaustradas del metro, que sujetó con ambas manos. Tenía que encontrarla. Así que desanduvo sus pasos lentamente, observando cada portal, cada farola, esquivando a los turistas y sus flashes, a los viejos y su búsqueda de sexo para llenar la soledad. Cuando lo vieron aparecer, las africanas repitieron la sonrisa, mostrando unas dentaduras perfectas. Pero él no las vio. Pasó de largo buscando a la rusa sin siquiera preocuparle la policía.

Llegó de nuevo a la Puerta del Sol y repitió el camino, ahora deteniéndose en la acera opuesta. Cruzó la calle para darle un nuevo vistazo al portal donde la había encontrado la primera vez. La policía había desaparecido. Tampoco estaba la rusa, aunque esta vez sí se fijó en las africanas. Eran de un negro azabache y algo gruesas, aunque la juventud las hacía hermosas. Antes de decirles nada, Andrés sintió que la rabia le contaminaba la sangre. Por qué la rusa no estaba allí. Por qué lo dejaba solo. No son más que putas, se dijo. Y entonces se acercó y le ofreció irse con él a la que parecía más joven. La otra, sin perder la sonrisa, le dijo que la chica no iba sola. Las dos o solo ella. La más joven bajó la vista. Andrés metió la mano dentro de uno de sus bolsillos, palpó los billetes y seleccionó uno de cincuenta, que extrajo con precisión del fajo. Se lo puso en la mano a la mayor dando por sobreentendido que esa cantidad era suficiente para comprar su voluntad. La más joven miró a la que parecía su hermana como pidiéndole permiso. La negra volvió a sonreír, y entonces la chica comenzó a caminar y él la siguió.

Se detuvieron en el portal número cuatro de Caballero de Gracia. Estaba abierto. Entraron. La chica palpó la pared y se encendió una tímida luz. Andrés observó la pintura desconchada, unos cuantos grafitis, los buzones hechos pedazos y una escalera gastada por el uso, reseca, endeble. Si eso era la entrada, nada bueno podía esperarlos arriba. Entonces cogió a la chica de la muñeca. Cruzaron tres palabras, un billete más y salieron de nuevo a la calle. Esta vez fue Andrés quien la guió.

Por la misma calle, pero más abajo, encontraron otro hostal. Tocaron un timbre. Cuando les abrieron, observaron desde el umbral una escalera antigua pero recién barnizada. Todo estaba limpio. La pintura no caía al pasarle la mano. Subieron hasta el segundo piso y tocaron el timbre. Un hombre con el pelo largo, algunas canas y arrugas, con camisa hawaiana, les abrió. Primero miró a la chica. A Andrés solo le prestó atención cuando le pidió una habitación de matrimonio. El hombre no dijo nada, pero le pidió sesenta euros, veinte más de los que indicaba el listado de precios pegado en la pared. Andrés no rechistó, pagó la cantidad exacta y entraron sin que les pidiesen documentos.

Andrés se apoyó en la puerta de la habitación y observó a la chica desnudarse. Dejó que lo hiciera disfrutando del cuerpo que iba apareciendo tras la exigua cáscara que llevaba puesta. La piel resplandecía y olía a aceite de canela. La chica se acercó a Andrés, se puso en cuclillas, desabotonó la cintura y abrió la cremallera. Bajó los calzoncillos hasta sus rodillas y cogió su polla, aún flácida, entre las manos. De inmediato pasó su lengua, de arriba abajo, de abajo arriba. Andrés sintió cómo esa lengua húmeda, cómo esa desnudez negra, le iba dando placer. Cuando la miró, parecía disfrutar con la polla dentro de su boca.

Observándola, Andrés no podía imaginar a Olga aunque quisiera. De todas formas, el cuerpo lustroso lo excitaba. Le cogió los brazos, la levantó y se desnudó. Mientras lo hacía, la chica se estiró en la cama, sin mirarlo. Andrés adivinó que ella no estaba allí. Quizá su alma rondara en alguna sabana con antílopes saltando de un lado a otro, un riachuelo casi seco y una tribu que recolectaba frutos para comer. Pensó en la sequía y las risas de viejos y jóvenes avanzando a un ritmo que no era el de Madrid. Y supo lo que tenía que hacer.

Ya desnudo, cogió el mando a distancia de la mesilla de noche y encendió el televisor. Subió el volumen cuanto pudo. La chica se dio vuelta para mirarlo. Es para que no nos oigan, explicó, y la chica se quedó tranquila. Se tendió a su lado y comenzó a acariciarla. Ella nuevamente se ancló a su polla y comenzó a masturbarlo. Cuando estuvo erecta, sacó un preservativo del pantalón que había dejado sobre la cama y se lo puso. Iba a sentarse a horcajadas sobre él, pero Andrés no la dejó. No, le dijo, estás totalmente seca. Pero la chica no entendió. Andrés la volvió a recostar, le abrió las piernas, pasó su lengua por sus dedos y comenzó a masturbarla. Al principio no hizo efecto. La chica estaba tensa; se notaba en los músculos de sus muslos, en su vientre. Pero él no se desanimó. A medida que el movimiento avanzaba, el cuerpo se iba relajando y comenzó a lubricar. También lo notó en su rostro y sus labios: tenía la boca abierta y los brazos por fin lo habían dejado de buscar a él para concentrarse en sus pechos, sus pezones, en caricias lentas y circulares. Cuando se puso sobre ella, la chica se abrió un poco más para recibir su polla. No hizo ningún esfuerzo. Simplemente su miembro se deslizó suave y apretado por las paredes de la vagina. Comenzó a galoparla.

Pero, como ella, Andrés estaba en otro lugar, pensando en pájaros exóticos, fieras, insectos de caparazones caprichosos; en un lugar del mundo que no conocía. Saliéndose, la puso a cuatro patas. Fue entonces que lo hizo. Tiró los brazos de la chica hacia atrás, los sujetó con una de sus manos, la obligó a apoyarse con los hombros y comenzó a penetrarla con violencia al tiempo que la golpeaba en los glúteos. La chica al principio lo disfrutó, pero los golpes eran cada vez más fuertes. Quiso zafarse, pero la fuerza de Andrés era mayor que la suya. Gritó. Pero no sirvió de nada. El sonido del televisor eran más alto.

Andrés sentía cómo su polla iba creciendo, cómo golpeaba en la pared del útero. Rápido, demasiado rápido para que ella hiciera nada, la giró, se sacó el preservativo y puso la polla en su boca. La chica lloraba, pero a Andrés no le importó. La obligó a mamársela, a tragarla hasta el fondo. Y cada vez que se negaba, la golpeaba en la cara. Lo que había sido placer, ahora era sufrimiento. Cuando eyaculó en su garganta, la chica se arqueó por la mitad y escupió todo el semen al piso de la habitación. Estaba sentada con Andrés al frente y pensó que, por fin, todo había concluido; entonces él la cogió entre sus brazos, la metió a la ducha y abrió el agua fría. La mojó completa, limpiando el llanto, el sudor y el semen. Cuando notó que se recuperaba, giró el grifo y el agua comenzó a salir primero cálida, luego hirviendo. La chica gritó bajo la ducha, incapaz de soportar el dolor.

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