La fría piel de agosto (13 page)

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Authors: Julio Espinoza Guerra

BOOK: La fría piel de agosto
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Detuvo en seco el movimiento de su mano porque los dedos le temblaban. Caminó a la puerta del baño y de espaldas le repitió que se bañara. Se sentó en la orilla del colchón y mientras buscaba algo de blues en el hilo musical, escuchó el agua salpicando un cuerpo que no era el que deseaba. No se dio cuenta de cuándo había dejado de sonar la ducha, sino solo hasta que la vio ocupando el umbral del baño, toda blanca envuelta en la bata del hotel, con el pelo mojado, cayéndole lacio sobre los hombros.

Cariño… comenzó a decir la rusa, pero Andrés no la dejó concluir. Se puso el dedo índice sobre los labios y con un gesto le pidió que se sentara junto a él. Se levantó, cruzó el umbral que ella había dejado vacío, se quitó la ropa y se duchó. Salió vestido de blanco, como ella. Se dejó caer a su lado y posó su mano en una de sus piernas. La rusa lo miró extrañada. No entendía. Entonces él la miró de frente y la acarició. Eres tan hermosa, repitió. Y sus manos bajaron por su cuello, resbalaron por sus hombros, empujaron hacia atrás el albornoz, que se deslizó suavemente. Andrés observó entonces sus pechos no muy grandes, deteniéndose en sus pezones, que acarició primero con su palma y luego tomó entre sus dedos. Bajó su cabeza, los alzó y los lamió.

La chica no sabía qué hacer. Permanecía con la espalda recta, aún con temor. Pero no podía evitar sentir un leve placer recorriéndole la espalda, el cuello, la boca. La rusa se puso de pie, ya desnuda del todo. Su palidez resplandecía. Se levantó y se abrazó a su cuello, que besó hasta hartarse. Cuando ella empujó su albornoz, se encontró con un cuerpo distinto al que esperaba. Andrés no era tan delgado. Sus brazos eran anchos como sus manos. Su torso tenía una estructura triangular y aún era fuerte. Esa calva y esas gafas que no se sacaba nunca, y que lo hacían parecer vestido, eran culpables de la confusión.

De pie, los dos cuerpos se aproximaron. Andrés sintió el calor que desprendía la piel de la chica. La abrazó, acarició su espalda, sus glúteos, poco a poco fue abriendo sus piernas. Su polla, erecta, se deslizó por fuera de su coño, que ya había comenzado a lubricar. Ella, casi sin querer, le ofreció su boca y las lenguas se tocaron, mojadas y cálidas. Andrés le pidió que se pusiera en cuatro patas y ella se arrodilló sobre el colchón y abrió de piernas mostrándole el coño. Él observó esas carnes, tan rosadas, tan jóvenes y con certeza presintió a Olga a su lado, porque la rusa era Olga y era suya. Puso su lengua en el inicio del coño y sorbió hasta el culo. Lo hizo dos, tres, cuatro veces. La chica cada vez se iba abriendo más. Andrés se retiró unos centímetros y observó ese universo mojado. Lo cogió con sus manos y abrió un poco más: ¿Te gusta?, preguntó. Pero la chica no dijo nada. Solo apretó los labios uno contra otro. Entonces, Andrés alejó su mano y golpeó en uno de los glúteos. A la chica se le escapó un murmullo. Y Andrés golpeó la otra nalga. ¿Te gusta? Sí, afirmó la chica. Entonces, de nuevo con sus dos manos cogió su culo y lo abrió y lo volvió a cerrar y lo volvió a abrir. ¿Quieres que te siga comiendo?, le preguntó inclinándose al oído. Y la chica nuevamente afirmó. Sí, le dijo, y Andrés hundió su boca en su coño, en su culo y se retiró como la primera vez, repitiendo los gestos.

Cuando el culo de la rusa estaba totalmente dilatado, Andrés apoyó su polla en el vértice del coño. ¿Quieres que te folle? La chica, que ya solo respondía que sí a las preguntas de Andrés, tomó su polla con la mano derecha y, apoyándola en el ano, se la hundió hasta el fondo. Sintió la polla rompiéndola del todo y el placer, allí, al fondo.

Andrés la observaba abierta, casi en ciento ochenta grados, una mancha blanca de pelo negro sacudiéndose al compás de sus caderas. Disfrutaba con la presión que los músculos de su ano producían en su polla. Cuando ya no pudo aguantar más, le ordenó que se girara. Se sacó el preservativo y le puso la polla en la boca. Ella, como si así supliera el vacío que había quedado en su vientre, comenzó a lamerla con los ojos cerrados, deteniéndose en el glande, sorbiendo sus flujos, hasta que sintió un disparo de semen en su paladar y el sabor agridulce llenándole la boca. Mientras el semen corría de sus labios al mentón, del mentón al cuello, del cuello a sus manos que lo esparcía por todo su torso, Andrés la miró, aunque realmente miraba a otra.

Al levantar la cabeza, Andrés contempló la habitación del pequeño hotel, los albornoces, la calle Hortaleza, el ruido de los autobuses pasando por las avenidas. Pero Olga ya no estaba tirada, abierta en su cama, con su semen cubriéndole el cuerpo, sino que era la rusa, con sus ojos verdes como faroles de Navidad, sonriéndole, preguntándole ¿te gustó? Y se abalanzó al baño, entró en la ducha y mientras el agua fría le limpiaba el sudor, golpeó con sus nudillos la pared, intentando detener el temblor de sus manos.

Al salir se había puesto la ropa y ya no se parecía al hombre que hacía pocos minutos cabalgaba sobre el cuerpo de una mujer que desconocía. Ella seguía desnuda sobre la cama, aunque se había limpiado el rostro con unos pañuelos desechables que había en la mesilla de noche. Andrés la miró como si fuese la primera vez que la veía. ¿Quieres que me vaya?, le preguntó sentándose sobre el colchón. Él había caminado hacia la ventana hasta vislumbrar la calle Hortaleza. Es tarde, le respondió, si quieres podemos pasar la noche juntos; la cama es grande. No sé, contestó ella, levantándose y caminando, a su vez, al baño.

Después, Andrés sintió que se repetía la escena de apenas unos momentos atrás, volvió a escuchar la ducha y volvió a verla salir envuelta en el albornoz. Desde el umbral, le dijo que él había pagado una noche y que ella podía ser una puta, pero no una ladrona, así que se quedaba. En ese momento, Andrés se detuvo a observarla tal como era: menuda, más baja y más delgada que Olga. Hermosa. Pero casi una niña. Entendió que era ternura lo que sentía y se le acercó. Sin agregar nada, la acunó sobre el pecho como si fuera un animal abandonado, un fantasma más de sus recuerdos, pero ya no Olga, sino la chica que era, la rusa que apenas hablaba español. Y ella se dejó hacer y lo rodeó con sus brazos y pensó que los dos estaban igual de abandonados en esa ciudad sin viento.

Andrés se despertó a las ocho y la chica ya no estaba a su lado. Quiso escuchar ruido en el baño, pero no había nadie. Pensó que todo no pasaba de haber sido un sueño, pero en la mesa había dos botellitas de vodka, dos de ron y otras cuatro de güisqui, todas vacías. Las de cerveza y vino estaban en el basurero. No recordaba más que lejanamente un cuerpo pegándose al suyo en el sueño, la calidez y algo como un beso en la frente a cierta hora de la madrugada.

Fue al baño y entre sus ropas buscó la cartera. Allí estaban sus tarjetas, su carné y el efectivo sin tocar. Los albornoces descansaban en sus perchas, como las toallas. Solo faltaba que de pronto la chica apareciera con el periódico, el café y unas tostadas. Pero Andrés no se quedó esperando que el milagro sucediera.

Después de ducharse bajó a la recepción, entregó las llaves y salió en busca de un café. Al cruzar las puertas giratorias, el sol le dio en el rostro. Masculló un insulto y subió por Gran Vía hasta Santo Domingo, bajó hasta Ópera y entró en un café. Pidió uno con leche, zumo de naranja y tostadas. Se sentó en el rincón más oscuro. Encendió un cigarrillo y nuevamente pensó en Olga.

 

 

 

 

Le vino a la memoria la carta de la Seguridad Social, en el instante en que parte del zumo de naranja le caía sobre la mano. Sintió urgencia por estar en su piso, por saber qué le ocurría, así que apenas mascó la tostada y el café pasó rápido por su boca. Todavía tenía el aroma a naranja en su mano cuando salió del bar.

El trayecto entre Ópera y Lavapiés lo hizo sin fijarse en los toldos que había puesto el ayuntamiento para paliar de alguna manera el sol, sin mirar a los hombres-anuncio, sin sentir bajo sus pies los adoquines ni disfrutar ese trazado antiguo que tanto le fascinaba, especialmente al llegar a la Plaza Tirso de Molina, a partir de donde las calles parecían anunciar en su caída la proximidad de un mar inexistente. Los comercios y la gente pasaban como imágenes sin consistencia delante de sus ojos.

Recién respiró cuando apoyó la mano en el pomo del portal. Abrió y subió directamente al piso de Olga. Primero tocó el timbre. La mano le sudaba cuando lo presionó. Esperó unos segundos. Pero lo único que persistía en el ambiente, además de su propio nerviosismo, era el ruido proveniente de la calle. Después golpeó con el puño, queriendo creer que el timbre era inaudible desde dentro. Pero nadie acudió. Entonces las manos se le descontrolaron y el sudor se transformó en temblor y el temblor en golpes con la palma abierta, duros, sonoros. No escuchó los pasos de Olga. Tampoco el clic de la puerta al abrirse. Cuando la vio, estaba irreconocible: llevaba la ropa manchada de comida y vómito. Desgarbada, con la cabellera negra apelmazada en sus propios sudores, el cuerpo desaparecía bajo la tela, simples huesos tirados al azar.

Olga ni siquiera lo saludó. De sus labios salió algo como una sonrisa y se desmayó de inmediato. Andrés alcanzó a sujetarla antes de que se diera contra el suelo. La levantó entre sus brazos, cruzó el pasillo que parecía un campo de minas; el salón, que apestaba inclusive más que su cuerpo, y entrando en la habitación que estaba inexplicablemente ordenada, como si allí no durmiera nadie, la dejó en la cama.

Recién entonces la contempló y no pudo evitar pensar que Olga era un cadáver o, más bien, un espectro de la mujer con la que había estado comiendo apenas hacía una semana. Se sentó a su lado en el colchón, desplazó el pelo que le tapaba la cara y la acarició. Andrés no sentía el olor que desprendía su cuerpo. Solo era capaz de observar la belleza detrás de la enfermedad. Y entonces la nombró, como si fuese un Cristo que pudiese resucitarla: Olga, le dijo, y se quedó mirándola como quien mira su propia extinción.

Comenzó a desvestirla intentando no dañarla con sus manos. Por un instante tuvo miedo de raspar su piel o desgastar sin querer ese mármol tan fino que se abría a sus ojos. Desabotonó la camisa blanca, levantó su torso y la desvistió con cuidado. Luego se arrodilló y desató los zapatos. Quedaron al aire sus pies pequeños, desnudos. Subió al pantalón, que sacó rápida, limpiamente. Olga había comenzado a parpadear y repetía su nombre. Pero Andrés sabía que deliraba, que apenas sabía que alguien estaba a su lado y que ese alguien era él.

Así, casi desnuda, volvió a observarla, blanca, transparente, solo cubierta por el sujetador y las bragas, que aunque tan sucios como su ropa, no se atrevió a quitarle. Se sentó de nuevo a su lado, se reclinó sobre su cuerpo y apoyó la cabeza en su vientre. Tranquilo, como si se estuviese reconciliando con sus muertos, lloró. Lloró toda la rabia acumulada, toda la culpa, todas las imágenes que los días anteriores había aplacado con el alcohol.

Después de un rato, cuando los espasmos pasaron, la desplazó y la tapó con la sábana, al mismo tiempo que la intentaba despertar. Vio que sus ojos producían un leve destello y sin esperar que le dijera nada, corrió a la cocina, sacó un yogur de la nevera, cogió una cucharilla y se precipitó a la habitación. Se lo dio con lentitud, como si le estuviese haciendo el amor. Olga no dijo nada. Comió, se reclinó y dejó que el sueño la invadiese.

Andrés la miró unos segundos y luego se asomó al salón. Vio lo que era un mal reflejo de la mujer que acababa de salvar: parecía como si una costra hubiese impregnado el suelo, pero solo era basura. Sin pensarlo comenzó a recoger envases, vasos, botellas, los restos de algo que parecía comida china y los vómitos que marcaban el parqué como sarpullidos de una enfermedad contagiosa. Lo hizo obedeciendo a una orden interna, el aprendizaje del que no pregunta; acata. Cuando tuvo dos bolsas llenas de basura, buscó el barreño, la fregona, algún líquido para pisos y después de media hora se detuvo y la luz le mostró el mismo lugar al que hacía un par de horas antes había entrado transformado en otro. Pero no sonrió satisfecho, pues recordó esa aséptica limpieza de las casas de tortura. Baldosas blancas sin rastros de sangre, cuartos luminosos que en sus entrañas guardaban zulos donde los gritos se opacaban.

Andrés se acercó a la cocina e intentando bloquear esa puerta que se acababa de abrir en su memoria, comenzó a limpiarla. No le costó trabajo. Solo tenía polvo y unos platos apilados quizá desde qué fechas. Se asomó a la ventana y pudo observar su propia imagen haciéndole un guiño desde el lienzo que reproducía la ventana de esa cocina donde ahora estaba, pero que no era más que otra imagen, otro reflejo de su interior. Por un momento se sintió viviendo dentro de sus propias pesadillas. Agitó con violencia su cabeza. Putos fantasmas, farfulló, sin darse cuenta de que eran los culpables de que Olga hubiese entrado en su vida.

Comenzó a abrir muebles al azar hasta que encontró una bolsa de pan de molde. Metió la nariz entre el plástico. No había rastros verdes; no olía a nada. Se podía comer. Después buscó algo de leche en la nevera, la vertió en una taza y la templó en el microondas. Sacó una bandeja de los muebles bajos y cogió un plato de los que acababa de lavar. Partió el pan en dos pequeños trozos que dejó sobre el plato. Azucaró la leche. La revolvió con una cucharilla que dejó al lado del pan. Caminó de nuevo hacia la habitación.

Cuando entró, Olga seguía dormida. Dejó la bandeja sobre la mesilla de noche. La contempló un segundo y la despertó, moviéndola del hombro. La ayudó a acomodarse sobre el respaldo y trasladó la bandeja hasta sus muslos. Aún estaba dormida, pero de todas formas fue mojando los trozos de pan y dándoselos uno a uno con la cucharilla. Olga masticaba y tragaba sin saber que lo hacía, cabeceando. Cuando terminó el pan y la leche, retiró la bandeja, la recostó y Olga se volvió a dormir. Andrés salió en silencio de la pieza.

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