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Authors: Julio Espinoza Guerra

La fría piel de agosto (8 page)

BOOK: La fría piel de agosto
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Olga, sin despegar sus ojos del techo azul, se da cuenta de que por primera vez en estos días es capaz de pensar con claridad. Está quieta sobre su cama y el sudor reseco le refresca la espalda. La persiana está a medio echar. Se sienta en el borde y toma fuerzas para levantarse. Luego, se pone una de las camisetas nuevas sobre el torso desnudo. Sabe que no puede hacer nada todavía y cree que si Andrés necesita su ayuda, ya encontrará la manera de pedírsela.

Durante un día y medio su casa ha dejado de ser suya para pasar a ser de ese extraño que de alguna manera la ama o eso quiere creer. Necesita comprobar qué ha hecho y si en realidad quiere que siga allí, tan cerca. Así que Olga traspasa el umbral de su pieza y se acerca hasta el salón. Es la luz lo primero que la sorprende. Entra por las ventanas abiertas. Cuando sus ojos se acostumbran, lo observa. Está totalmente limpio, sin nada por el suelo. Ni conservas vacías, ni plásticos, ni envases de chocolate, ni velas, ni cenizas de inciensos, ni vasos, ni botellas a medio llenar. El orden también la desconcierta. El sofá ya no está en el centro. La mesa, antes arrinconada, está donde debieron haberla puesto cuando la compraron. El orden es de hotel. El piso deslumbra. Olga se asoma un momento al balcón. Al poner las manos sobre la baranda, se da cuenta de que también está limpia. Sonríe. Y reconoce que apenas escuchó ruidos el día anterior. Así de mal estaba. En otro lugar.

Camina a la cocina. Espera encontrar todo el desastre allí, volcado en los basureros, en el lavaplatos. Pero no, la cocina está igual de limpia, con los vasos y las botellas en su lugar, y los basureros con bolsas nuevas, sin un rastro de mugre. Siente que su casa estaba tan sucia como su cuerpo, tan negra como su espíritu. Ha tenido que venir él para comenzar a limpiarlo, aunque por ahora sea solo por fuera.

Olga vuelve a pensar en el baño, en el sexo, en su placer. Ha disfrutado más de lo que hubiese podido imaginar con esos dedos sujetando sus brazos a la espalda, con una mano golpeándole los glúteos, abriéndole el culo y el coño. Recuerda a su marido, los cuerpos inertes, desganados, realizando un ejercicio que la mayoría de las veces no daba placer. Casi no se acordaba de eso y es extraño que lo haga ahora. Cómo le ha gustado el semen corriéndole por la comisura de los labios. Reconoce como natural que Luis se cuele en su cabeza cuando piensa en Andrés. Pero no entiende que una mujer como ella pueda ser tan feliz con un poco de carne llenándole el vientre.

Olga, que ha desandado sus pasos, se sienta sobre una silla del salón. Está cansada. Mira su cuerpo y nota su delgadez. Recuerda la oscuridad. Observa circularmente la habitación. No parece su casa. No parece su vida. No parece su cuerpo. Pasa su dedo índice por la mesa; desea que salga algo de suciedad. Pero está limpia. Hace lo mismo con las sillas. Y luego, levantándose, con los muebles. Nada. Ni un gramo de polvo. Todo está tan limpio que parece una fantasía. Se siente habitando un lugar que no le pertenece. Camina hacia su pieza. Abre el armario. Allí está la ropa nueva, con excepción del pantalón y la camisa, que Andrés ha dejado sobre la cómoda. Respira. No sabe qué creer. Su mundo no es este. La luz que entra a través de la persiana a medio bajar hace mucho que no la iluminaba como ahora.

En medio de esa pequeña desesperación, sentada al borde de la cama, cobra conciencia de que Andrés ha completado con sus acciones la cocina, el salón, el baño, su cuarto, que hasta ahora parecían parte de una arquitectura inconclusa. También ha cubierto, esa mañana, su cuerpo, su boca, un vacío que no sabía que tenía, pero que estaba allí. Algo más que su presencia, una sensación que llena su casa, su piel y hasta sus huesos, ha quedado clara después del orgasmo, después del sudor. Tirada sobre las sábanas, proyectando al aire su piel, su pelo negro y lacio, sus curvas que se pueden adivinar bajo la camiseta blanca de algodón, presiente que esa felicidad, por tanto tiempo esquiva, por fin le pertenece.

 

 

 

 

Olga despierta sobre el sofá. Primero se sobresalta, porque cree haberse quedado dormida sobre el colchón, pero luego recuerda que en algún momento de la tarde se levantó, caminó a la cocina, bebió un vaso de agua, volvió al sillón y se acomodó entre los cojines del sofá. Esta vez no tiene la sensación de estar naufragando. Se sienta y lo observa. Es verde. El día que lo compraron, Luis y ella discutieron. Al final eligieron el color que le gustaba a él. Nunca ganaba. Pero después de su muerte, el mismo sillón la ayudó a no perderlo del todo. Y así, como fue parte de su felicidad, también fue parte de su tristeza. Depresión, dijo la psicóloga. Pero Olga ahora lo mira de una forma diferente. Ya no le provoca desesperanza. Tampoco tiene ganas de tenderse y dejarse llevar por el sueño. Es más, se levanta y camina por el salón, la cocina, la habitación, intentando encontrar a Andrés. Pero no está. Ya volverá, piensa.

Es cierto que apenas sintió su presencia, apenas escuchó a los hombres de la mudanza subiendo los muebles, supo que algo sucedería. Allí, en medio de su propia travesía por el Mediterráneo, intentando llegar a tierra firme, vio, en las imágenes de las pinturas que observaba desde más allá de la cocina, una luz al final de todo, aunque luego recayera y solo se acordara de la llama de las velas, el olor de los inciensos y las botellas de agua apiladas a su alrededor, en medio de esa noche creada por ella misma para ella misma, de la que quería, pero no quería salir.

Era la oscuridad, piensa Olga asomada al balcón, sin importarle que los vecinos de la plaza le observen las piernas casi hasta las ingles. Es cómodo estar allí, en medio de la nada, con el cuerpo flojo, los párpados siempre caídos, el aroma a lavanda o a vainilla quemada entrando a las narices como si fuera opio, y el olvido concentrándose en el vacío del estómago, en las imágenes confusas que ya no dicen nada, que ya no duelen.

Asomada al balcón sabe que la lucidez era peor que la propia muerte y la postergación del cuerpo, y que si no hubiese sido por esas pinturas, esos colores opacos, casi tétricos, pero colores al fin, no se hubiese planteado resistir, salir de esa nada conjurada a través de sus propios gestos, de los colores y de Andrés, que sin saberlo había llegado en el momento adecuado.

Olga se acerca a la mesa donde trabaja. Está pegada a la esquina opuesta del ventanal. No la toca desde hace meses. No sabe cuántos correos electrónicos pueden estar esperándola. Antes la contenía el temor de encontrarse con el reclamo del editor pidiéndole las traducciones, pero ahora, después de tanto tiempo, le da lo mismo. Presiona el botón de encendido y la máquina reacciona poco a poco, con pereza, como si también se recuperara de un largo viaje por el Mediterráneo. Cuando abre su cuenta, Olga ya no piensa en los correos. Un relámpago le ha recorrido la espalda. Ha pensado en Andrés y tiene necesidad de verlo. Le gustaría dormir con él esa noche. Y la siguiente. Y la siguiente. Pero aunque ya casi está oscuro, no escucha nada en su piso. Dormirá sola. Pero en la cama, se dice.

Cuando se sienta al escritorio, sus brazos, su postura, recobran la sensación de la rutina perdida. Inquieta, observa cómo van apareciendo, creciendo como una bola de nieve, los mensajes en su Outlook. Al final son cincuenta y tres mensajes sin leer los que tiene en la pantalla. La mayoría son ya viejos. No los abre. Coloca el cursor sobre todos aquellos de hace más de diez días, los selecciona y los elimina. Luego, pincha con el botón derecho sobre «Elementos eliminados» y sin mirarlos siquiera pincha nuevamente la opción de «Suprimir». Quedan cuatro sin leer. Todos, de su editor. Olga piensa que la vida es muy curiosa: como en las grandes catástrofes, la gente se interesa por uno al comienzo, para luego ir disipándose en el aire, perdiendo consistencia, haciendo perdurar su propio olvido al dolor de los enfermos, de las víctimas. Y no se trata más que de una manera de sobrevivir.

Acomoda su espalda en el respaldo reclinable, escucha los vencejos hilvanar los tejados y siente que algo de brisa entra por la ventana. No se había dado cuenta de que, debido al sudor, su camiseta está mojada por la espalda y las axilas, aunque ahora, en vez de molestarle, la haga sentir bien, porque poco a poco se ha ido secando, cubriéndola de frescor entre ráfaga y ráfaga.

Abre los correos. Todos son para preguntarle cómo está, si necesita algo, un adelanto, por ejemplo. Que no se preocupe por el trabajo pendiente. Que el nuevo traductor es muy bueno, aunque no tanto como ella. Olga no responde. Ya lo haré otro día, piensa mientras cierra el ordenador. Después se queda quieta frente a la pantalla fundida en negro. Cruza por su cabeza, por primera vez desde que está encerrada, la ausencia de otras personas a su alrededor. La verdad es que no hay nadie. Comprueba, allí, frente a esa página oscura, acumulando una saliva amarga en la boca, que los amigos nunca lo fueron tanto y se marcharon como en las películas tristes cuando olieron los problemas. Aunque la verdad es que ella tampoco hizo mucho para que se quedaran. Nadie a quien recurrir, nadie a quien llorarle. Solo Andrés.

Se levanta para asomarse a la plaza nuevamente. Le gustaría que volviera y pronto. Quiere tenerlo cerca. Si bien desde que llegó siempre ha estado allí, en el piso de al lado, velando su angustia. A las diez de la noche, camina hacia su habitación, resignada. Se observa en el espejo que está pegado al armario. Su cuerpo está más delgado que hace una semana. Se acerca y recorre su rostro. Tiene nuevas arrugas. Alguna cana. Ya no es atractiva. No sabe por qué Andrés se ha fijado en ella.

Retorna sobre sus pasos. Llega a la cocina y abre la nevera buscando no sabe bien qué. Hay varios yogures griegos. Coge dos y una cucharilla. Se los lleva a la cama, donde se tira después de desnudarse. Sobre las sábanas, se estira y mira su cuerpo. Sus pechos siguen siendo hermosos. El pezón se endurece por la brisa que llega desde la ventana. La única iluminación es una cenefa de débil luz pegada a la pared. Olga pasa sus dedos lentamente sobre sus costillas; se mira, quizá, con los ojos de Andrés. Suspira hondo y antes de coger uno de los yogures que ha dejado sobre el velador, roza uno de sus pechos y un escalofrío la recorre entera. Lo abre y pasa la lengua sobre la tapa. El estremecimiento anterior crece en lugar de apagarse. Y cada vez que traga un poco, cada vez que lame la cucharilla, un nuevo escalofrío la sacude y se va acumulando en su bajo vientre.

Tiene las piernas abiertas, las rodillas dobladas. Ve con claridad el nacimiento de su coño. Con un movimiento lento vierte sobre la aureola del pezón lo que queda de yogur. Lo mira con cierto ensimismamiento, como si por primera vez tuviese conciencia de su piel, de sus senos, a los que se les van abriendo los poros por el contraste entre el sudor y el frío. Sujeta con su mano izquierda su pecho derecho, lo levanta, inclina la cabeza y pasa su lengua sobre él. Tal cual si quisiera beberse, fagocitarse, su lengua se hunde cada vez más en sus carnes. Chupa ambos pezones y su coño comienza a mojarse.

Olga acaricia su piel como si quisiera penetrarse. Mete sus dedos entre los labios, su lengua los envuelve en saliva y los posa en el clítoris, entrando en el coño, separando sus glúteos, abriendo cada vez más el ano hasta no poder aguantar más y meter la punta del dedo índice. Se pone en cuatro patas. Se imagina la polla de Andrés en su boca. Desea mamarla, lamerla, llenarse de ella, de todos sus sabores, sus vetas, sus jugos. Su mano derecha toca sus glúteos, los golpea, disfrutando con el placer que ese leve dolor físico le provoca, hasta que un espasmo la recorre, sacudiéndola repetidas veces.

Apaga la luz, pero no se da cuenta de cuándo se queda dormida. Solo sabe que se sumerge en el sueño y que muy avanzada la noche escucha las voces de la calle, alegres, el verano dándole alas a la vida; pero al rato se transforman en ruidos en el piso contiguo, en un llanto que mueve muebles, que arrastra los pies, que se estrangula. Piensa, si es que a la neblina del medio sueño se le puede llamar pensar, que es Andrés que ha vuelto. Pero el cansancio y el calor de la noche pueden más con ella y sigue durmiendo.

En otro momento percibe a lo lejos una botella o un vaso, en todo caso un cristal, haciéndose trizas, pero tampoco la perturba del todo. Olga duerme profundamente. Ni siquiera sueña. Y es mejor así, porque cuando lo ha hecho, siempre ha retornado a las mismas pesadillas: el coche o la barca, las olas o la carretera, la lluvia de Madrid o la noche del Mediterráneo, la muerte entrando en forma de asfalto o agua, colándose entre los cristales o los maderos y, sobre todo, la soledad: nadie que le diga hacia dónde ir, qué hacer.

Cerca de la madrugada, el sonido de la puerta de entrada abriéndose y el taconeo de unos zapatos sobre el parqué la alteran sin sacarla del sueño. Luego, alguien se cuela a su lado en la cama. Huele a alcohol. Soy yo, le susurra Andrés, y ella se le acerca, se le pega, hasta que sus desnudeces se acoplan. Él comienza a tocarla: la curva de la cintura, la espalda, los omóplatos, los hombros. Llega hasta sus pechos. Pasa el dedo índice sobre el pezón, inclina la cabeza y lo besa. Olga se mueve hasta quedar de espaldas al colchón. Él se inclina sobre ella, abre sus piernas y comienza a masturbarla. Sucesivas sacudidas la despiertan. El cuerpo le pide más. Andrés, pregunta Olga, ¿qué haces? Te amo, responde él con los ojos perdidos en su coño. No sigas, le suplica, pero él no le hace caso. Por favor, repite. Entonces él se detiene y sin darle oportunidad a decir nada, se levanta y comienza a vestirse. ¿Dónde vas?, pregunta Olga todavía media dormida. Pero Andrés mantiene su silencio. Frente a la seguridad de sus movimientos, Olga piensa que nuevamente se va a quedar sola. Levanta un poco más la voz. Andrés, ven, quédate. Pero él no se detiene. Es cuando se ha terminado de amarrar los cordones de los zapatos y está dispuesto a levantarse que ella, abrazándolo por la espalda, iluminada ligeramente por una claridad aún difusa, se lo dice: Por favor, quédate; haremos lo que quieras. Y él se detiene y dejándose abrazar repite que la ama.

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