Read La fortuna de Matilda Turpin Online
Authors: Álvaro Pombo
—La verdad, Angélica, es que hablando contigo, el recuerdo de Matilda, esta mañana, es como un aire nuevo, una alegría en este largo duelo por Matilda que se ha vuelto mi vida.
Y vuelve Juan Campos a recitar ahora, con voz más baja aún que antes, más entristecida, más punzante, como sólo un hombre de su edad y sabiduría sabe usar su memoria de elefante, curtida en las paráfrasis de la
Fenomenología
del espíritu:
parece, dice, que Matilda dice, lo que dice la ciclista de mi buen amigo José Antonio Muñoz Rojas. Mira, Angélica, qué hermosa es esta estrofa. Parece que escuchamos a Matilda ahora:
Nadie me espera, nadie me despide; mis cabellos y el viento, los pedales, los troncos y los ríos son los Puentes; sin partida o llegada, siempre voy.
Y ahora Juan Campos, exaltado por su propia evocación del poema de Muñoz Rojas y seguramente por el recuerdo de su mujer y alentado por la atención de una mujer joven, su nuera, recita:
Siempre va, Matilda, siempre va, aunque suspiren árboles melancólicos y lloren
los ojos de los puentes ríos de llanto.
No pesa el corazón de los veloces.
Y repite Juan Campos, mirando de frente a Angélica y asiéndola por los hombros:
—No pesaba, Angélica, el corazón de los veloces. Así fue. Por eso me sentí, Angélica, tan solo al final, tan preterido, tan marginado al final. Porque el corazón de los veloces no pesaba, ni Matilda tampoco. Y en cambio era yo, sin duda alguna, un peso muerto.
A Angélica acaban de saltársele las lágrimas de los ojos y apoya la cabeza en el hombro derecho de su suegro. El amor es más discreto que el desamor. Sin duda alguna.
Mediodía soleado de diciembre. El comedor del Asubio tiene el tintineo discreto de un reservado en un restaurante de lujo. Ésta es la impresión de Antonio Vega. Es el viejo comedor familiar que en esta última etapa del Asubio, coincidiendo con la instalación definitiva de Juan Campos en la casa, ha cobrado un aire de lujo gracias a un par de bodegones de gansos y de patos y a una mano de pintura. También se han cambiado las antiguas cortinas de cretona floreada por otras muy parecidas pero nuevas. Sigue conservando su aire de residencia de campo. La austeridad decorativa, sin embargo, que Matilda imprimía a sus casas —su escasa afición a empapelar o pintar o repintar las paredes— ahora se ha visto sustituida por una cierta acumulación de objetos bellos: un nuevo aparador de caoba, una elegante pieza de caoba del XIX, y se han tapizado las sillas. Antonio recuerda este comedor de los primeros años como un lugar bullicioso, una prolongación del cuarto de jugar de los niños. Y es, quizá, sólo el contraste entre la falta de decoración de antes y la elegante presencia de detalles decorativos de ahora lo que le hace pensar en un lugar reservado, no del todo parte del Asubio. Este mismo sentimiento, a decir verdad, lo tiene también, o ha comenzado a tenerlo, Antonio Vega en relación con las habitaciones privadas de Juan Campos. El despacho y el dormitorio de Juan, que antes fuera el dormitorio conyugal, y que ocupan toda un ala orientada al mediodía de la planta baja, al haber sido redecorados y haberse construido amplias estanterías para instalar la copiosa biblioteca particular de Juan, ha cobrado un aspecto de casa inglesa, de decoración de
House & Garden.
Todo ello, sin duda, muy en la línea anglosajona del gusto de Matilda, sólo que ahora más cuidados los detalles, con mejores piezas traídas del piso de Madrid: en tiempos de Matilda todas las casas, incluido el piso de Madrid, tenían en común un cierto aire de provisionalidad. Eran casas bonitas pero un poco sin rematar bien del todo. Había una mezcla de muebles valiosos y mobiliario de uso común. Las cortinas y las tapicerías del mobiliario se renovaban rara vez, con lo cual cobraban pronto un aire gastado, destartalado: casas de buen gusto que daban la impresión de estar habitadas por personas que tenían siempre prisa, gente poco casera que preferían dejar las casas como estaban, en vez de tenerlas que cuidar. Ése fue el motivo, en el caso del Asubio, de que la casa conservara durante muchos años el mobiliario y la decoración un tanto provisional de los Turpin, una decoración veraniega que no contaba con ser utilizada en invierno: la austeridad del Asubio, que en los primeros años del matrimonio Campos fue un distintivo especial, un estilo propio, acabó convirtiéndose en una especialísima falta de estilo, una especie de deliberada incuria equivalente a pasarse el día en
tweeds
o con jersey. Sentarse en sillones desvencijados le parecía a Antonio Vega, al principio, el colmo de lo elegante. El comedor, pues, tan familiar, le resulta, este mediodía, a Antonio Vega, no del todo familiar: le parece convencionalmente elegante como el comedor reservado de un restaurante de lujo. Hay más: Antonio detecta esta última semana una como nueva vivacidad que corre a cargo de Angélica por una parte y que casa —al menos a ratos— con una nueva locuacidad de tonos apagados por parte de Juan. Fernandito a su vez acude más puntualmente a los almuerzos que al principio. Hace ya muchas semanas que el pretexto de la gripe dejó de funcionar. Y Fernandito no ha hecho el menor intento de reavivar el pretexto. Parece dar por sentado que por razones misteriosas, quizá simplemente por capricho, ha abandonado su empleo en Madrid y va a quedarse en el Asubio para los restos. Antonio tiene la impresión de que Fernandito planea una travesura. Parece rejuvenecido. Ahora habla frecuentemente con Antonio en el garaje y en el cobertizo del garaje. Parece reanimado, aunque su conversación es trivial, no tiene interés en hablar de nada y mucho menos de su padre o de su madre o del duelo.
La nueva relación entre Juan y Angélica no podía escapársele a Fernandito. Que una inesperada intimidad se produjera entre estos dos, fue una posibilidad que consideró nada más ver cómo Angélica, en vez de irse con Andrea a Madrid, se quedaba en la casa. Nada mejor para una sensibilidad vengativa que asistir al comienzo de un cortejo bufo entre un suegro y su nuera. Todo el esquematismo burlesco de las comedias de enredo, combinándose con el pesimismo moralizante de la literatura satírica, puede hacerse, Sospecha Fernandito, presente en cualquier momento. Su padre se pondrá en ridículo casi con seguridad si la nueva relación amorosa se confirma De momento es interesante observar a Juan en su nueva amabilidad no-comprometida Si se tratara de una persona más joven, si Angélica tuviera veinte años y no los treinta y dos que tiene, cabría esperar algún desliz de bulto, por ejemplo que acariciara la mano de su presunto amante. Fernandito se relame pensando en este hacer manitas repentino. Pero confía que su padre guarde las apariencias aunque sólo sea por simple Cobardía. Por otra parte, aún le respeta lo suficiente, aún le ama lo bastante, como para no acabar de creerse del todo su propia malignidad: Fernandito confía, en el fondo de su corazón, que la comedia maligna de amor entre suegro y nuera no tenga lugar. Si tuviera lugar, Fernandito quizá no estaría en condiciones de disfrutar el crudo humor de la situación. ¿Se habrá dado cuenta Antonio de la comicidad del posible ligue de estos dos? Al darse cuenta Fernandito de la preocupación de Antonio por Emilia decide no comunicar jocosamente sus impresiones a Antonio.
Fernandito está un poco perdido estos días. Más perdido o confuso de lo que reconoce ante sí mismo. Sentirse perdido es una experiencia desazonadora porque es nueva. Por eso no quiere volver a Madrid. De pronto, su excelente empleo ha perdido todo valor. Ha telefoneado a su contacto de la oficina para decir que lo deja. Su amigo no le toma en serio, pero lleva un mes sin aparecer por allí y tendrá en breve que decidirse a volver o escribir una carta de dimisión. Sólo un chico de su posición económica puede permitirse ese lujo. Ahora no quiere saber nada de un empleo que cualquier chico de su edad consideraría el logro de su vida. Hay una cruel satisfacción en este despilfarro: mandarlo todo a la mierda es una satisfacción narcisística que Fernandito se permite sin remordimiento, sólo para descubrir que, una vez tomada la decisión de dejarlo todo, se encuentra de más. La intención inicial, la venganza, que la velocidad del Porsche pareció encarnar en el viaje al Asubio, se ha difuminado ahora. Juan es para su hijo un objeto iridiscente que a ratos inspira afecto y que inspira curiosidad incluso cuando inspira hostilidad: una hostilidad difractada. La pregunta de fondo sigue siendo: ¿qué pasó entre sus padres? ¿Qué fue lo que pasó? ¿Hubo un solo factor o muchos factores? Y, caso de hablar de culpa, cómo distribuirla: ¿cargarla toda sobre Juan o también sobre Matilda? ¿Y qué clase de culpa sería ésta? ¿Y por qué hablar de culpa y no más bien de destinos distintos, de proyectos distintos?
La terrible muerte de su madre hizo que Fernando sintiera que el mundo entero se venía abajo: que la energía, el orden del mundo, se derrumbara sin más explicaciones. E instintivamente, injustamente, con un egotismo todavía infantil, decidió Fernando reclamar al superviviente una explicación (de modo no muy distinto, aunque menos profundo), como Emilia. Por otra parte, había la sensación de abandono, de la cual, no obstante ser responsables ambos padres, sólo se presentó con agudeza ante Fernando al morir la madre. Mientras Matilda vivía, e iba y venía, el abandono tenía un corte deportivo, un enérgico estilo anglosajón de quererse y entenderse a distancia, o de cerca en vacaciones o con ocasión de las fiestas. Todo esto unido, y por así decirlo embrollado o apelotonado en un único conjunto sentimental, hace que Fernandito, ni quiera irse de la casa, ni sepa del todo qué quiere hacer en la casa. Y ahora ha surgido esta ocurrencia maligna de que Angélica y su padre se entienden. El otro asunto que retiene a Fernandito en el Asubio es Emeterio. ¿Está Fernando enamorado de Emeterio? Lo cierto es que siente que Emeterio es propiedad suya. Y Fernando es además consciente de que Emeterio le quiere: saberse querido es también una propiedad que Fernandito aprecia. Pero sucede que Emeterio tiene una novia, una novia paleta y desangelada —en opinión de Fernandito— con quien Emeterio según parece se acuesta los fines de semana. Este mundo de la novia de Emeterio empieza a resultarle insoportable a Femando Campos. ¿Y si el quererle de Emeterio fuese sólo una fase, un amor adolescente, un residuo del tiempo de los juegos y de la camaradería infantil y juvenil, que se va apagando hasta ser sólo un recuerdo? No se decide a dejar en paz a su padre y no se siente capaz ahora de dejar en paz a Emeterio. Quiere saber si de verdad Emeterio le quiere tanto como sospecha. Podría tratarse de una sospecha infundada. Si me quisieras dejarías a esa guarra —ha dicho Fernandito hace días—. Y Emeterio le ha contemplado boquiabierto. ¿Qué tienes que ver tú con ella? —ha preguntado—. Ella es ella y tú eres tú. Y de ahí no ha podido sacarle. Esto, pues, se suma a todo lo anterior y le hace sentirse confuso y perdido. Y tiene también la sensación de que Antonio, preocupado cada vez más por Emilia, no es ya del todo el que era, o no está ya tan disponible como estaba, aunque Fernandito sabe de sobra que el afecto entre los dos no ha cambiado. Se siente Fernando solo en el mundo, necesitado de ternura: sintiendo que la ternura se le debe, aunque él mismo no la siente, no la dé, o no la demuestre.
—La curiosidad es sin duda un condimento,
like pepper and salt.
¿No te parece, Angélica? —ha declarado Fernandito dirigiéndose expresamente a Angélica.
—En eso sí que estoy de acuerdo yo también —sigue Angélica la onda.
—Claro que estás de acuerdo —comenta Fernandito—. Se ve a ojos vistas que lo estás. Y lo que pica la curiosidad, ¡Dios! ¿Te pica la curiosidad a ti, Angélica?
—A mí sí —declara Angélica—. Siempre desde niña he sentido una inmensa curiosidad por todo, por la vida, por el mundo, por las personas. Siento una gran curiosidad por todo.
—¿Ves, papá, cómo a diferencia de ti, siente Angélica una gran curiosidad por todo? Tú, en cambio, ya no sientes gran curiosidad por nada, ¿a que no?
—Tu padre es la persona más curiosa, mira, en esto te equivocas, todo le interesa, todo todo.
—Nada humano le es ajeno a mi papá -comenta Fernandito—. Anímate, Angélica, y tómate una patatita más, salteada.
—Ah, no. Estoy comiendo demasiado, no y no.
—Es el campo, Angélica, es el campo. Que te revitaliza el paleocortex, donde residen los profundos sentimientos que compartimos con las ratas y las boas constrictor. La curiosidad, Angélica, y el apetito son, mi amor, uno y lo mismo. Una hambruna liliput que el sistema límbico te empapa totalmente, Angélica, hasta entonarte y darte un aire nuevo: un
ballet ruse
de la neurona, Angélica, mi vida, que te impronta, que te impregna, una no-nada que lo es todo. Esa última soba y pulimento neuronal que lo es todo y no es nada. ¡La curiosidad y el apetito que da el campo!
El mediodía benévolo de diciembre tiene ahora un corazón dormido, dormitivo: en el comedor del Asubio hay un reposo ahora como una mala hierba, unas ortigas tiernas aún que si rozan la piel —que casi no la rozan— apenas ni la ampollan, porque son muy jóvenes, como las verdes lagartijas o los grillos más chicos que aún no han dado ni un cri-crí: una situación que Fernandito domina bien —en su inconsciencia maliciada— porque tiene un tono últimamente de
nursery rhyme
yde inocencia. Emilia ha levantado los ojos, se ha enderezado en su asiento, ha sonreído. Viéndola sonreír se entristece Antonio: ha visto sonreír poco a Emilia en estos meses. Emilia sonríe porque el fraseo agresivo y guasón de Fernandito le ha recordado la viveza de Matilda cuando Matilda, ágil y fuerte, les hacía reír a todos. Y Emilia sonreía, derecha en su asiento, atenta a los detalles de la reunión, recordándolo todo.
¿Es posible —piensa Antonio— que Angélica no registre toda esta carga de agresividad? Antiguamente, cuando Fernandito tiraba puntadas a sus hermanos, a sus padres, Antonio estaba al quite. Entonces era fácil, porque Matilda vivía. Su ausencia y sus llamadas telefónicas producían más impresión de proximidad que la constante proximidad de Juan Campos. Al menos para Femando, la ausencia materna nunca significó lejanía: sólo como una promesa aventurera, situada en el futuro: la promesa de un viaje exótico, nuevas anécdotas... Matilda casi nunca traía regalos a casa, rara vez compraba nada. Antonio no recuerda ahora que Fernando, a diferencia de sus dos hermanos, echara nunca en falta regalos de su madre. Su madre contaba historias de gente que había conocido, y—más importante aún—: se dejaba contar historias: animaba a su hijo pequeño a que contara historias del colegio, invenciones muchas veces, e incluso mentiras. Era un mundo de agudeza verbal, de ingenio narrativo. Este mediodía, sin embargo, Antonio ha detectado una agresividad desacostumbrada. Y le sorprende que Angélica no haya advertido, ni siquiera en parte, el tono zumbón. Antonio Vega se ha dado cuenta por supuesto de que el humor de Juan Campos está cambiando. Y es obvio que Angélica se encuentra a las mil maravillas. Antonio ha advertido también que se ha ido estableciendo una nueva relación entre el suegro y la nuera. Que esta relación sea incluso difusamente erótica le resulta tan inverosímil que Antonio la ha desechado por principio. Sin embargo, el obvio doble filo de las frases de Fernandito le lleva a sospechar de nuevo: ¿cómo se produce el tránsito de la inverosimilitud a la verosimilitud? Resulta inverosímil para Antonio que un hombre de la edad de Juan —por quien tantos años ha sentido admiración y respeto, y a quien debe una parte importante de su educación, y que desde la muerte de Matilda parece tan ensimismado— vaya a entregarse ahora a un coqueteo insulso con su nuera: es una ocurrencia ofensiva, y el serlo, añade inverosimilitud a la inverosimilitud: Antonio está muy lejos de cualquier intención censoria de Juan. Esto no obstante, a raíz de la fallida apelación que Emilia hizo a Juan hace días, con su secuela de la conversación entre Antonio Y Juan, hay en la conciencia de Antonio un germen de inquietud: no hay reproches, no hay censura explícita, pero hay inquietud: una sensación de hallarse ante un Juan Campos menos familiar que de costumbre: demasiado ensimismado para resultar, curiosamente, verosímil del todo. Hay en el ensimismamiento de Juan Campos, en opinión de Antonio, un grado de inverosimilitud que, de pronto, paradójicamente, da la impresión de casar y de ajustarse con esa otra inverosimilitud que supondría el más ligero coqueteo con su nuera. No puede Antonio aceptar ni siquiera una sombra de sospecha con respecto a Juan. Por lo tanto, apunta la malicia de Fernandito en la lista de las cualidades positivas y negativas del chico: