Read La fortuna de Matilda Turpin Online
Authors: Álvaro Pombo
Algunos días claros al atardecer, Emilia sale al jardín del Asubio y acompañada de Antonio, o con frecuencia ella sola, se queda mirando las estelas tornasoladas de los increíbles reactores de aluminio. Ésta es su imagen de Matilda. Es imposible esas tardes, al regresar a casa, al acogerse a la ternura de Antonio, a la veracidad de Antonio, a su nueva encalmada existencia de ahora tras la muerte de Matilda, recobrar el júbilo. O recobrar, más humildemente, la tranquilidad la rutina, la pequeña paz hecha de olvido. Algo de la destructiva rebeldía de Matilda moribunda se le ha quedado incrustada en la conciencia a Emilia, como un herpes labial que reaparece y desaparece y reaparece y no puede ser disuadido. Esta rebeldía que adopta la forma de la melancolía y del secreto no empaña la eficacia de Emilia a la hora de ocuparse de la casa, las compras, la administración. Ahora toda brillantez se ha disuelto. Sólo los detalles domésticos de la reducida familia congregada ahora en el Asubio dependen de la habilidad de Emilia, de la heredada energía práctica de Matilda Turpin que, como un fantasma sensato, aceita los rodamientos de la vida cotidiana. Pero Matilda es también otro fantasma, un alma en pena (como en los versos de un poeta cuyo nombre Emilia ignora: luego el alma resbalará sin ruido o huerto o dueño / ternura en la entereza de un lamento que nadie...). ¡Qué absurda esta noción, alma en pena, qué profunda! No hay pena ya, ni alegría ya para Matilda que no existe. La pena es toda entera ahora de Emilia y no puede ser pronunciada sin injuria, no puede ser consolada sin herida, no puede ser aliviada sin sentimiento de culpabilidad. Tan sólo la muerte alivia la muerte. Pero la noción de alivio (¡ese ridículo concepto burgués del
alivio del luto!)
era ajena a la entereza de Matilda. Los asuntos se solventaban, los problemas se disolvían si no podían resolverse. ¿Y la pena? Emilia ahora, sin Matilda, no sabe qué hacer con la pena que, sin embargo, sabe que no puede consentirse sentir sin faltar a la verdad de Matilda, a la entereza maravillosa del arcángel afirmativo. Y el recurso de todos los recursos, el truco de todos los trucos, se ha vuelto impracticable ahora: Emilia ahora, sin Matilda, ha perdido el sentido del humor. Y se siente deforme. Y se siente, sobre todo, malvada cada vez que, dulcemente, Antonio la acaricia. No porque no le quiera, no porque no valore de todo corazón esas caricias, no porque no esté resuelta a continuar la vida de los dos, no, incluso, porque no esté dispuesta a olvidar y a enterrar y a deshacer el espectro sagrado de Matilda: ¿por qué entonces? Éste es el asunto: que Emilia no puede decir —no lo puede saber, con independencia de que lo diga o no— porque no puede ya con tentarse con la continuación de la vida y del amor de quien ama y siempre, también durante el tiempo de Matilda, amaba sin reservas.
¿Puede saberlo, o no puede saberlo? Caso de que Emilia pudiera por introspección o, con más naturalidad, hablándolo con Antonio, entenderse a sí misma, entender en qué sentido este su duelo por Matilda va a consumirla, sin ser por eso mejor duelo, ni tampoco quizá, el duelo que Matilda, hipotéticamente, hubiera esperado ¿qué tendría que hacer? Tendría que dejarse ir y quizá sobre todo dejarla irse a Matilda hacia la nada, esa calcomanía blanca de la nada durmiente que es la muerte final, la blanca, la dulce, la sin duelo y sin regreso y sin voz y sin ser. Pero, ¿no es ésta la fórmula de la infidelidad? No, no lo es. Emilia se debe al amor de Antonio, su amor compartido y también todavía, durante muchos años, a sí misma, a su bienestar, a su felicidad doméstica, a su progreso espiritual... ¿o es que ya no queda nada por hacer, por aprender por sentir? ¿No hay ya ninguna ciudad por visitar, ningún museo, ningún libro que leer? ¿Cómo no va a haber unos tulipanes cuyos bulbos hay que sembrar y que cuidar de octubre a marzo, para a mediados de marzo verlos florecer, rígidos, morados, amarillos, claros, con su elegancia formal de alzacuellos, con su presencia floral, académica, celeste, en los macizos de los jardines en las jardineras de las azoteas? ¿Es que no puede Emilia sobreponerse? ¿O es que, de poder comufli carse con Emilia, no le pediría aquella Matilda anterior a la Matilda enferma y moribunda que se sobrepusiera y recobrara y sustituyera el duelo por la vida verdadera?
Emilia es capaz de ocuparSe de unas cosas y de otras. Prefiere de hecho, ahora, ocuparSe de las actividades más sencillas, organizar la casa, las comidas, contratar a las asistentas que vienen de Lobreña, hacer la compra ella misma en Lobreñao encargar a Balbafluz que haga la compra para una semana. Ha transcurrido año y pico desde que falleció Matilda. En este tiempo, Emilia se ha plegado a una cotidianidad sin júbilo con ayuda de Antonio. En el último año ha organizado, con ayuda de Antonio, la remodelación del Asubio, donde ha querido instalarse permanentemente Juan Campos. Emilia, durante este tiempo, apenas ha observado a las personas que tiene alrededor: a Juan Campos en primer lugar, cuyo duelo no se diferencia en principio demasiado de su ensimismamiento habitual.Juan Campos parece ahora más ensimismado si cabe que antes de morir su mujer: pero no más triste, no desorientado, como se halla la propia Emilia. En realidad Juan Campos se ha acomodado bien al retiro, se acomodará a la vida en el campo, a la falta de entretenimientos o de amistades. A diferencia de Antonio, que vive el progresivo aislamiento de Juan con inquietud, Emilia no siente la menor inquietud por Juan, ni tampoco por Antonio. Sigue siendo callada, eficaz, amable, y, en último término, distante. Su marido no logra entablar ahora con ella ninguna conversación de importancia: comentan los incidentes cotidianos o ven la televisión juntos por las noches. El recuerdo que Emilia tiene de Matilda es muy preciso, pero no se apoya en objetos exteriores, en recuerdos materiales, en los trajes de la difunta o en sus libros. Apenas quedan rastros materiales de Matilda. Siempre tuvo a gala no poseer nada especial: nijoyas, ni libros, ni discos, ni fotografias, ni papeles ni cartas: lo retenía todo de memoria y, hoy en día, con los ordenadores, todos los asuntos que tuvieron entre manos están organizados en carpetas virtuales: una vez terminados, los negocios tenían que ser archivados. Matilda no guardaba notas personales de las —en ocasiones muy complicadas— relaciones de negocios que mantenían: no hubiera podido escribir por ejemplo ninguna especie de relato memorialístico, ningún historial autobiográfico de lo que iba resolviendo. Este despojamiento de Matilda, que podía confundirse con, y que quizá era, una voluntad ascética (como si vivir-actuar consumiera todas sus energías), sorprendió mucho a Emilia al principio. Era incluso sorprendente en los viajes el escaso equipaje que llevaba, y era admirable, sin embargo, cómo se las apañaba para resplandecer siempre con sus trajes sobrios, a la última moda, tan bien cortados. Y en esta falta de referencias personales coincidió Matilda desde un principio también con Emilia (tampoco Emilia tenía nada detrás, su insignificante familia pequeño-burguesa de la que conservaba tan pocos recuerdos. Toda su energía se había concentrado en meterse en el banco como fuese, de temporera hasta que apareció Matilda). Ni siquiera el matrimonio con Antonio tuvo al principio para Emilia una connotación de profundidad era más bien una camaradería alegre, sensual. Era estupendo encontrarse con Antonio a la vuelta de los viajes y que éste no se mostrara nunca molesto o celoso o hiciera preguntas excesivas. Todo esto le pareció a Emilia sinónimo de riqueza de purezas de santidad. No era para Emilia este desapego una señal de desamor, sino al contrario, una mezcla de agilidad y libertad. Amaba a Antonio tanto más cuanto más libre la dejaba, más a su aire. Así que ahora Emilia recuerda a Matilda como quien recuerda un gran impulso, una aceleración química, una Fargedrifla. El uso del propio cuerpo para Emilia, las compresas, las menstruaciones, el olor corporal se resolvía ágilmente como Matilda lo resolvía: como trámites limpiamente resueltos. Ahora Emilia, sin embargo, se siente cansada con frecuencia y ha dado en pasear sola por la finca los pocos ratos que tiene libres. Fuma un poco demasiado ahora, casi una cajetilla diaria. Con Matilda se acostumbró a no fumar, a tomar un Martini seco y unas almendras. Todo se resolvía sin peso,
No pesa el corazón de los veloces.
Pero hay una presencia de Matilda en Emilia que ahora pesa sin peso, una presencia hecha de ausencia, un no poder olvidarla. Por eso sale al jardín a fumar cigarrillos y a mirar el cielo o se acerca a los acantilados a oír el mar: el retumbo sin tregua, la violencia suicida que evocan los acantilados cortados a pico, la imagen de un cuerpo que se desploma sobre el mar, contagiado de vehemencia asesina, imágenes de vehemencia sin cuerpo en el viento racheado, en los saltos del viento de un cuadrante a otro, y la lejanía donde se pierden los gigantescos petroleros y que evocan un viaje sin retomo, el viaje de la muerte (como en el Faro de Cabo Mayor). Lo peor son las noches. Ahora no duerme. Se levanta muy cuidadosamente para no despertar a Antonio. Toda la casa se cierra confortable en tomo a Emilia como una tenaza, con sus lujosas estancias arregladas, con los muebles traídos de Madrid y donde Matilda no está de ningún modo. La violencia de Matilda al final, quedándose en los huesos, odiando (si es que era odio) a Juan Campos, insultándole, y también a Antonio Vega, a quien aterraba ver a Matilda en ese estado. Emilia era la única compañía que toleraba. Todo el dolor del recuerdo se concentra en esos meses finales.
Ésta es la tarde en que Antonio ha subido a hablar con Fernando Campos. Ésta es la tarde lluviosa, entrecortada, penitencial afuera, en el jardín encharcado, en los batidos árboles y laureles del jardín del Asubio. Se oye el mar, el treno del mar que no se ve desde la casa. Es ya de noche y las gaviotas se han retirado a sus nidos, a sus empinados nidos de la isla del faro. Se hunden en la tierra las toperas y los laberínticos refugios de los ratones de campo. Hay un silencio anélido y larvario que niega todo lo ígneo del corazón roído, agusanado, exaltado. Todos los sofocados sentimientos de los mortales confirman ahora la mortalidad irreprimible, la disolución inverosímil, la muerte pelada de los osarios. Por fortuna —piensa Emilia esta noche— libramos a Matilda de este destino terrenal y la volvimos celeste. La sabiduría del fuego la transformó en fuego. De la tierra al cielo en compañía de los inmortales. Pero, como es natural, esto es una manera de hablar que traduce un pensamiento que Emilia, propiamente, no piensa, porque Emilia es una chica bancaria, práctica no muy imaginativa y muy poco cultivada. No ha oído hablar del
inmortal seguro
y sin embargo vive esta clara imagen de fray Luis de León: el inmortal seguro. Emilia no puede pensar aquello que no puede ser pensado —ni por Emilia ni por nadie— sin las andaderas de las interpretaciones y los códigos que nos ayudan a vivir en este mundo interpretado. Para pensarlo tendría que pensar lo que no sabe: ¿cómo puede pensar esas imágenes ígneas de los cuerpos gloriosos que se han vuelto todo alma y por eso vuelan y se mueven sin cansancio en la transfiguración:
in der Verklärung?
Curiosamente, estas imágenes estos mitos no son fruto de la sofisticación teológica sino del ardiente deseo de los mortales. De aquí que es verosímil que Emilia —sin dar en ello, sin saberlos usar, sin conocerlos— los viva como anhelos de su corazón, y verosímil también que pueda entenderlos rápidamente quizá con torceduras, si alguien se lo explica. Así transcurre la noche, el duermevela de los roedores punteado por el lamento del cárabo, hay una apelación desconsolada al padre de la luz, a la luminosidad de la luz, a la incorruptibilidad de quienes fuimos, de quienes fueron, de quienes amábamos, cuya pérdida irremisible, irrecuperable atenaza el corazón con la tenaza terca de la sensatez, del conocimiento empírico y de la imposibilidad de probar y de creer que
volveremos a Vivir vestidos de la carne y la piel que nos cubría.
Por eso, tras la impura noche húmeda y arrasada por el viento de lluvia, azotada por el desconsuelo, Emilia, al día siguiente después de almorzar, como un alma en pena, con los movimientos un poco rígidos de quien está bajo los efectos de un somnífero o quizá de la hipnosis se adentra en el reducto donde se esconde Juan Campos, su despacho del Asubio y declara:
—No puede ser que Matilda no exista ya de ninguna manera, eso no puede ser, Juan.
Juan Campos, al ver a Emilia de pronto ante él (Emilia ha llamado a la puerta con una cierta viveza y ha entrado sin esperar a la invitación a entrar, cosa frecuente por lo demás en la familia Campos), ha pensado que Emilia viene, como tantas otras veces en estos últimos tiempos, a consultar algún asunto doméstico. Hace tiempo que Juan Campos no se sienta ya a su mesa de trabajo, sino en un sillón de orejas frente al fuego. Ahí pasa largas horas leyendo o dormitando, como si sufriera una hipersomnia por rechazo del entorno, aun cuando el entorno le sea familiar y sea un entorno elegido por él mismo con todo lujo de detalles (de aquí que hasta en lo físico la actitud de Juan Campos es contradictoria o es ambigua: se ha acomodado a su cómodo entorno y a la vez se amodorra con facilidad porque desea rehuirse a sí mismo. El dolor indoloro de Juan Campos lo presintió con toda claridad Kierkegaard en
El concepto de la angustia:
le angustia su falta de angustia, le duele su falta de dolor: a la vez lo busca y lo rechaza en un mismo acto de su sensibilidad). Como cuenta con que Emilia se ha plegado ya por completo a su papel de ama de llaves, descuenta cualquier profundidad o dolor en Emilia: Emilia de pie, ante él, ha pronunciado su frase, Juan Campos se ha quedado sólo con el final de la frase, con el Eso no puede ser Juan. Por eso pregunta:
—¿Qué es lo que no puede ser, Emilia?
—No puede ser que Matilda se haya muerto.
El punzante absurdo de esta frase de Emilia saca a Juan de su ensimismamiento. De pronto se da cuenta de que la muerte de Matilda significa para Emilia y para él cosas distintas: la muerte misma de la persona amada es lo único que ambos tienen en común. El referente común es la ausencia de Matilda: su muerte. Y ante esto, Juan Campos se pone a la defensiva al principio: ¿qué puede decir que no sea insípido e inútil? No se ve en el papel de un viudo que consuela a los amigos de su difunta mujer con palabras de comprensión y de cariño. No se ve, de hecho, desempeñando ningún papel distinto de este papel ensimismado, huidizo.
—Desgraciadamente sí se ha muerto, Emilia. Entiendo lo que quieres decir: que parece imposible. A mí también me parece imposible a veces. Pero se ha muerto.