La fortuna de Matilda Turpin (16 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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—como Angélica— cree que algo tiene que pasar. A diferencia de Angélica, que se limita a regodearse en la posibilidad, de momento no confirmada de un desastre, Fernandito sospecha que algo grave ha sucedido ya, porque siente en su propio corazón que ya ha sucedido lo más grave y que por eso está él aquí, dispuesto a pedir cuentas a su padre. El asunto es que lo sucedido, sea lo que sea, no acaba de cobrar del todo un perfil inequívoco. No es sólo lo más grave que Fernandito no se sintiera amado. ¿O era eso lo más grave? Se sintió amado antes y desamado después. Hubo un antes y un después que Fernando Campos sitúa más o menos al acabarse el bachillerato: hasta los dieciséis él era el preferido de su padre. Fueron los años brillantes del amor paterno. En esta agobiante ronda circulatoria de Fernandito, el hámster, estos días, hay a ratos una melancolía ratonil que es verdadera y que apenaría sinceramente a Antonio Vega si Fernandito lo confesara: fueron los años gloriosos de la primera juventud de Fernandito y también de la colaboración pedagógica de Antonio Y Juan Campos. Se sentían integrados todos los niños, jóvenes ya, Andrea, Jacobo, Fernando, Emeterio, en un programa definido y alegre, en una gran ruta aventurera: se sentían bucaneros y aviadores y montañeros y lectores de libros y escritores de libros las tardes de lluvia. El pequeño núcleo de melancolía que es como una almendra y que Fernandito roe como un hámster deteniendo su noria, es aquel momento de adivinación, de intensa preparación, en el cual, cada uno de los cuatro, también Emeterio, tenía un destino confuso y brillante preparado al final de la adolescencia. Antonio Vega creía en ese destino y fue el estupendo
sherpa
de todos ellos. Y Juan Campos era el alto coronel del regimiento de los lanceros bengalíes, el impresionante jefe indio águila blanca, el novelado padre, el sabio padre. ¿Quién aflojó primero la atención necesaria que mantenía en pie toda la dulce atención juvenil que hubiera podido durar meses y meses, años y años, la vida entera de todos ellos? Hay algo inmortalmente dulce y fuerte en la imagen paterna. Ni siquiera es necesario que el padre haga grandes cosas. Basta con que esté ahí y sea accesible en su distancia encantada, en su profundidad narrada, novelada, poetizada. Una vez pasada la juventud, una vez adentrados en la madurez, un padre que ha tenido esas características para los hijos no se deshace nunca. Así que la almendra de melancolía que a ratos roe Fernandito en su noria es realmente conmovedora. Pero todo se vino abajo después, todo el antes se desplomó en el después súbitamente O al revés, todo el después se desplomó sobre el antes nihilizándolo, volviéndolo variable, discutible, modificable, interpretable. Andrea y Jacobo, que eran criaturas más sencillas, se divirtieron casándose, escalando puestos en el banco Jacobo, teniendo hijos Andrea... Pero Fernandito no podía seguirles por esa vía de la normalización, la igualación, la socialización. El gran orgullo de ser único, original, atrevido, descarado, pícaro, avispado, hábil, alegre, imagen de Matilda, todo eso funcionó a la vez como un inmenso logro brumoso, logrado ya antes de lograrse, obtenido como un premio mucho antes de obtenerse. Y este premio inmaduro, este logro irrealmente logrado, que, en esencia, consistía en volver a Fernandito intensamente consciente de sí mismo, como un Único resplandeciente a quien su padre amaba, aisló a Fernandito en un yo soy que aún no era, en un yo que, habiendo de ser en el futuro, se veía sometido al mismo coeficiente de adversidad de todos los mortales y muy en especial de la vida Contingente que se inicia pasada la primera juventud. Se trataba de guardar el germinal pasado como un manantial incesante que refluía del pasado al futuro y del futuro al pasado en una circulación venturosa Entonces Juan Campos abandonó a su hijo pequeño. ¿Fue Juan Campos Consciente de que abandonaba a su hijo? No hubo, ciertamente, escenas dramáticas No hubo ninguna ruptura visible. Sólo un aflojamiento de la atención, un adelgazamiento del gozo. Dejó Juan Campos, de pronto —quizá sin darse cuenta del todo—, de interesarse por su hijo. Una vez iniciada la facultad, pareció incluso que el propio Fernandito se alegraba de librarse un poco de la atención paterna, que tan cálida había sentido durante su niñez y primera juventud. Dio la impresión —tan característica de los estudiantes de primero y segundo de facultad— de saberlo todo y creerse autosuficiente. La relación con Antonio Vega continuó fluida, tanto o más que en los años de bachillerato. En cambio, entre Juan y su hijo pequeño surgieron discusiones que procedían en gran parte de esa, en última instancia, inocente autosuficiencia del joven universitario, pero que Campos no parecía en condiciones de asimilar del todo. En el verano que iba de segundo a tercero de carrera, de pronto se estableció una barrera extraña: agresiones, injurias: Fernando acusó a su padre de ser un cenizo desinteresado de la realidad. Le acusó de no importarle nada nadie. Juan Campos no quiso discutir nada, dio la impresión de haber desaparecido. Se convirtió en un padre desencantado, quizá acobardado. Intervino Antonio Vega del modo más sencillo que podía. Le dijo:

—Fernando, tienes que hablar con tu padre.

—Y de qué?, no se entera de nada—declaró Fernandito.

—Eso no lo sabes tú. Tu padre es un sabio y un hombre de gran sensibilidad, tienes que hablar con él porque te quiere.

La conversación con Antonio conmovió a Fernandito. ¿No era ésta, al fin y al cabo, una prueba, una nueva prueba, un examen que separaba la sosa juventud primera de la nueva juventud, donde la niñez poco a poco se sumía, borrándose? Recordó incluso un texto de san Pablo, el principio de un texto de san Pablo:
Cuando era niño jugaba a cosas de niño...
Sólo recordaba ese comienzo, pero ahora ya no era un niño, ni siquiera un bachiller. Era un hombre mayor: los juegos de ahora tenían un carácter más fuerte: la vida resplandecía adelgazada, fibrosa: un arco tendido hacia el futuro. Por eso la sugerencia de Antonio le pareció magnífica:
Hablaré con mi padre, le recuperaré,
se dijo Fernandito. Era el final del verano de aquel segundo verano de la facultad. Fernando, a última hora de la tarde, entró en el despacho de su padre, que leía ante la chimenea, encendida ya porque había sido un día lluvioso, invernizo. Su padre levantó la cabeza. Fernandito dijo:

—Hay una cosa de mí que no sabes. Si quieres te la digo. Si no quieres, no.

Le impresionó ver a su padre en su sillón de costumbre, con el jersey de cuello alto que se ponía al atardecer. Sintió que le amaba. Sintió que todas las peleas precedentes de ese verano o del curso anterior eran bobadas. Sintió sin embargo, en ese mismo momento, que era verdad que su padre se había desviado, había desviado la atención desde Fernandito hacia otras cosas, hacia sus libros. Ésta era la gran ocasión de recuperar la atención paterna. Juan Campos alzó dulcemente la cabeza y contempló a su hijo. Parecía cansado, como alguien que ha dado una cabezada muy ligera y que se despierta de pronto. De hecho se frotó los ojos con la mano izquierda y preguntó vagamente:

—Y qué es lo que quieres decirme?

—Antes de que te lo cuente, tienes que quererlo oír. Tienes que decir: Quiero oír lo que quieres contarme. ¿Quieres oírlo o no quieres oírlo?

—Claro, por qué no. Cuéntame lo que quieras.

—Yo soy maricón. ¿Qué te parece?

—¡Qué va, hombre, qué va! Qué vas a ser!

Fernandito no esperaba esta reacción. Era la única reacción que no esperaba: este tono ligero, como si hubiera declarado cualquier cosa insignificante: que quería ser torero o que acababa de enamorarse de una compañera del curso. La palabra
maricón
se le había apelotonado en la boca como un coágulo de sangre. No había otra palabra según Fernandito mejor para designar lo que quería que su padre supiera.
Homosexual
en comparación con
maricón
no valía un duro.
Maricón
era formidable, rotundo, peligroso, nuevo. Era un gran secreto revelado. Tenían que saltar chispas. Fernandito era un crío aún y, sin querer, una estética de
cómic
presidía su imaginación. De alguna manera esperaba que a su padre se le saltaran los ojos de las órbitas, que gritara un
¡Eso nunca!
O quizá un melodramático
¡Hijo mío!
Pero nunca ese
¡Qué va, hombre, qué va! ¡Qué vas a ser!

Matilda vivía aún cuando esto. Con Matilda no había problemas. Nunca tuvo problemas con su madre Fernandito, porque su madre le hacía sentirse vivo y guapo, lince y rápido como ella misma.

—No te quiero, mamá, no te quiero ni una pizca. Soy igual que tú, idénticos los dos. No te quiero ni una pizca ni tú a mí!

Y Matilda se echaba a reír y le revolvía el pelo y le decía que no sabía de qué hablaba. Y le decía que le quería con un amor electrizante y no con un amor vacuno.

—Nosotros somos veloces guepardos, Fernando. Nos queremos a ciento diez kilómetros por hora durante cincuenta metros consecutivos.

Y Fernandito luego preguntaba:

—Y luego qué?

—Luego nos vamos a comernos la joven cría de gacela al cubil, que hemos cazado entre los dos.

—Sí. Mami, sí. ¿Y qué nos pasa luego? A ver. Suponte que se nos escape la joven gacela, ¿entonces qué? Nos quedamos exhaustos tú y yo. Yo te he visto exhausta.

—Mentira, Fernandito, ¿cuándo me has visto tú a mí exhausta?

Fue terrible: una premonición desgarradora. Pocos años después Fernandito vio exhausta a su madre. Era una visión terrible: la intensa belleza mortal que acometió a Matilda a ojos de su hijo, cuando no podía levantarse ya, ni casi hablar, tumbada en el sofá sin querer ver a nadie, sólo a Emilia. Entonces supo que la amaba y, una vez más, sintió aquel electrizado amor, electrizante, que procedía de un sentimiento de identificación muy profundo. Era un sentimiento complejo, que Fernandito no logró analizar en vida de su madre y que, tras morir su madre, se le quedó ahí como una imagen congelada, un relampagueo inmóvil, una corazonada instantánea, un aliento divino y mortal. Y pensaba Fernandito, a la vez que se iba a su cuarto a llorar, porque Matilda no quería que nadie la viera, ni siquiera sus hijos, en aquel estado, que aquello no era amor maternal, materno-filial, era un amor descarnado, de guepardo, de criatura que existe en un fulgurante ahora y que desaparece dejando sólo la melancolía de su paso, su aceleración, su fracaso. Nunca tuvo ocasión, realmente, Fernandito, de hablar con calma de estas cosas con Matilda. Decirle que no la quería ni una pizca era tirarle de la lengua. Pero Matilda no caía en esa trampa: tendía a reírse y hacer reír a Fernando. La imagen del guepardo era sólo una de las imágenes que se le ocurrían. El amor maternal creyó Fernando encontrarlo en su padre y en Antonio Vega. El Fernandito niño y adolescente amó golosamente a su padre como los niños y los adolescentes aman la rutina de sus juegos y de su casa familiar. Por eso, cuando Fernandito, casi inocentemente, se distanció del amor paterno (casi parecía obligatorio, si uno era universitario, distanciarse de las amorosas rutinas familiares, fingir que le resultaban casi cargantes), se sintió abandonado y aislado como nunca se había sentido con ocasión de las ausencias de Matilda. Su madre y él se querían a gran velocidad, y Fernandito contaba con que, transcurridos los instantes de intenso afecto —que eran generalmente también instantes de gran comicidad y explosiva alegría entre los dos—, era natural que madre e hijo se distanciaran. La distancia física no les distanciaba. Al distanciarse de su padre, en cambio, y sobre todo al sentir que su padre le desatendía, se ensimismaba en sus libros, Fernandito sintió el distanciamiento como una herida mortal. Estaba, claro, Antonio Vega, pero Antonio Vega no era su padre. La amistad con Antonio era importante, pero el distanciamiento del padre, que creció al morir Matilda, hizo que Fernandito se sintiera menospreciado, abandonado. Deseó vengarse, por eso estaba ahora en el Asubio: para vengarse. Cuando, aún en vida de Matilda, declaró a su padre, como quien escupe o pega una patada o una bofetada, que era maricón, la intención de Fernando Campos fue rescatar la atención paterna, conmovido por las observaciones de Antonio Vega mencionadas más arriba. Creyó ingenuamente que, semejante declaración, la palabra gruesa, el escándalo, conmovería a su padre. Y no percibió ninguna reacción. El ¡qué vas a ser! no estaba pensado para tranquilizar, ni siquiera para oponerse a esa idea. Significaba que Juan Campos no tomaba a su hijo en serio, ni en eso ni en nada. La conversación prosiguió, como es natural, algo más, porque Fernandito preguntó:

—Qué pasa contigo? ¿No te sorprende? ¿Es que lo sospechabas? ¿Lo sabías ya?

—No me sorprende porque no me parece grave. Es una fase. Todos los jóvenes pasáis por una fase de inseguridad erótica. Es bastante natural. No tiene importancia.

Ése fue el momento en que, por primera vez, Fernandito sintió una intensa antipatía por su padre: la antipatía y el recuerdo del amor que había sentido por él se entrecruzaron en la conciencia de Fernandito. Y no lograba saber qué significaba aquel entrecruzamiento que determinaba una intensa reacción afectiva sin concepto. Se sintió desilusionado, se sintió furioso: sintió que había ofrecido su verdad más profunda, su alma, y en lugar de atraer al padre, fascinarle, todo seguía igual. Es curioso que ese momento determinase la primera herida narcisística que Fernando Campos experimentó en su vida. Estaba de pie frente a su padre, seguía de pie. Casi cualquier solución, cualquier iniciativa paterna hubiera sido suficiente, un simple: Siéntate y hablamos del asunto. Incluso una repetición de lo que acababa de decir, algo más detallado, expresado con una viveza mayor, hubiera bastado para prolongar la conversación, la convivencia. Fernando no tenía más expectativa en aquel momento que conmover o escandalizar a su padre, y lo que de hecho tenía ante los ojos era un hombre cómodamente instalado en su sillón, que miraba de vez en cuando el libro que tenía sobre las piernas, cerraba los ojos y daba la impresión de querer despedirle. Fernando Campos sintió que quería marcharse y a la vez que irse, sin añadir algo más, equivalía a una retirada vergonzante. Pensó: si me voy ahora, sin exigirle nada, sin sonsacarle nada, nunca jamás podremos hablar mi padre y yo. Así que dijo:

—Bueno. Me largo. Ya veo que te da igual. Te interesará quizá saber que me acuesto con Emeterio. Llevamos así mucho tiempo. Nos damos por el culo. Y esto te lo digo para tenerte informado. No volveré a hablar del asunto contigo nunca más.

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