—Yo tampoco sé mucho de arte —repuso Dreifuss, tomando asiento en una incómoda silla un tanto destartalada—. Tampoco es mi estilo, así que no he sabido apreciarlas. Me ha llamado. ¿Quiere eso decir que tienen algo nuevo?
Se encontraban los dos, solos, en la oficina de la comisaría. Herrero se había ocupado de buscar trabajo para sus ayudantes lejos de allí, mientras se entrevistaba con el suizo.
—Bueno, las investigaciones continúan. Como ya le dije, el técnico encargado de la instalación de alarma en la mansión apareció asesinado y pensamos que su muerte está relacionada con la de su tío, así que estamos buscando entre el entorno del operario. Seguimos comprobando las últimas operaciones bancarias e inmobiliarias de su tío, lo cual nos está costando un gran esfuerzo y continuamos con las indagaciones de rutina. No lo voy a aburrir con los detalles. Créame que estamos en ello. Si le he llamado es por otro motivo. Un tanto fantástico, diría yo.
Herrero se echó para atrás en su silla de plástico amarilla, entrelazando las manos sobre su regazo.
—He recibido la visita de un extraño personaje. Es un anciano rabino llegado desde Jerusalén. —El inspector se pasó descuidadamente una mano por la pernera del pantalón para quitar una pelusa y retomó la explicación—. Me ha contado una historia increíble. Según él, a su tío lo mataron para robarle un valioso y raro violín que Tsaldharis poseería de una manera un tanto irregular.
—Pero ustedes me han dicho que no robaron nada.
—Eso parece, pero este rabino insiste en que los asaltantes se han hecho con ese instrumento. En principio, tal y como comentamos, la existencia de ese violín podría explicar la inusitada violencia con la que se emplearon los asaltantes y el allanamiento de su casa y su consulta.
—Poca cosa me parece.
—Por supuesto, simplemente quería indicar que un desconocido objeto como ése pudo desencadenar la tragedia. Verá, me he informado sobre ese hombre. Aquí tiene su biografía. Impresionante, ¿verdad?
El policía dejó que Ludwig examinara el dossier y a continuación le relató la conversación mantenida con Menasés. Cuando terminó, después de un buen rato, los dos se quedaron en silencio.
—¿Usted cree todo eso? —preguntó, escéptico, Dreifuss.
Herrero se encogió de hombros levantando las cejas.
—He conocido muchos locos en mi vida y he escuchado historias aún más absurdas que ésa. Algunas han resultado ciertas. No sabría qué decirle.
—¿Cómo dijo ese hombre que se llamaba el proyecto alemán?
—Proyecto Bifrost —contestó Herrero—. Según he podido averiguar, es el nombre con el que los normandos conocían el arco iris, que para ellos era un puente a Asgard, el reino de los dioses, por donde los guerreros caídos en combate llegaban hasta el Valhalla.
—¿Qué me dice de los cuatro nazis sospechosos?
—Llamé a la oficina de la Internacional Criminal Police Organization. La Interpol. Según les consta a ellos los cuatro murieron hace años.
—Eso descarta la teoría del rabino, ¿no le parece?
—Debería. El caso es que, por si acaso, llamé a un antiguo capitán de la policía de cuando yo era joven. Le conté por encima el asunto. Quedó en hacer unas discretas indagaciones por su cuenta. He hablado hace un rato con él. Según me ha asegurado, uno de los alemanes ha estado viviendo en Marbella hasta hace un par de años, cuando murió a causa de un derrame cerebral.
—¿Y la Interpol no lo sabía?
—Verá, durante muchos años, después de muerto Hitler, aquí gobernó Franco y se dio asilo a algunos nazis. Oswald Dönitz, el matemático, salió de Alemania y tras unos años en Sudamérica se instaló en España con documentación falsa, a sabiendas de las autoridades. A la muerte de Franco, con la transición y la democracia, se pensó que era mejor no remover la herida y no se hizo nada.
—Así que al menos ése está muerto. ¿Y los otros?
—No sabemos nada. Friedrich Hielscher en todo caso sería centenario. La lógica dice que estará muerto, lo que reduciría los sospechosos a dos, pero no he podido averiguar nada sobre ellos, al margen de la información de la Interpol. Tampoco, en caso de dar crédito a esta historia, habría que descartar que el que esté detrás de todo esto no sea uno de los hombres que dice el rabino.
—Por lo que le he entendido, ese hombre le proporcionó una lista con los nombres de los instrumentos que, según él, buscan los asesinos de mi tío. ¿Ha podido averiguar algo de ellos?
Herrero rebuscó entre la montaña de carpetas e informes que tapizaban su mesa. Tras descartar varios, cogió una carpeta amarilla, no más gruesa que el resto, y rebuscó dentro hasta que sacó una hoja.
—Aquí está —dijo satisfecho el policía—. Veamos. El rabino Liebnitz me dio una lista con veinte nombres de instrumentos fabricados por Antonius Stradivarius. Varios de ellos están en paradero desconocido, por haber sido robados o por no haber salido a la luz. Algunos han sido comprados y revendidos, en ocasiones en subastas clandestinas o adquiridos por compradores anónimos, por lo que se han perdido sus pistas.
—¿Hay algo que pueda descartar o dar crédito a esa historia?
—Todo es muy vago y muy difícil de comprobar. Aun en el caso de que realmente el violín haya sido robado o adquirido de manera fraudulenta, no necesariamente queda probada la tesis del señor Liebnitz.
Herrero se echó hacia delante en la silla, apoyando los codos sobre la carpeta abierta.
—Tiene que prometerme que lo que le voy a decir quedará entre nosotros dos. En todo caso, yo negaría tajantemente haber dicho lo que le voy a contar.
El policía relató la conversación mantenida con su colega británico, sin dar el nombre ni la posición de su contacto. Contó también que aquella misma noche, tras haber visitado a su antiguo capitán en casa de éste —debiendo tomar el espantoso biscuit que la mujer de su ex jefe preparaba y tras ponerle al día de cómo andaban las cosas por comisaría, coincidiendo en que los tiempos pasados eran mejores, cuando el cuerpo de policía era respetado en los juzgados y en los despachos y temido en la calle, no como ahora, válgame el Cielo, con todos esos inmigrantes que atacaban a la gente decente—, Herrero había vuelto a su casa con la promesa por parte del jubilado capitán de averiguar qué había sido de los otros dos nazis fugados.
—¿Cómo vas, Pablo? —había dicho Rendell, con un tono de voz no tan jovial como en la conversación anterior.
—Vaya, ya me había olvidado de ti —contestó el policía español—. ¿Estabas muy ocupado antes?
—Algo así —respondió el británico—. ¿Puedes decirme a qué viene tu interés por el Mesías?
—Tengo un caso de asesinato —repuso con cautela Herrero, alarmado por el tono de su, en otras ocasiones, jovial amigo—. A lo largo de la investigación ha salido de forma tangencial el violín ese. ¿Por qué? ¿Sucede algo?
—¿Hasta qué punto es importante lo del violín en ese caso tuyo?
—No lo sé —contestó con sinceridad Herrero—. Todo lo más que te puedo decir es que espero que no tenga ninguna importancia.
—Mira, Pablo, lo que te voy a contar es de carácter extremadamente reservado y oficioso. Se guarda en el mayor de los secretos. ¿Tengo tu palabra?
—Tienes mi palabra de que sólo lo usaré excepcionalmente.
—Vale. Confío en ti. No sé cómo te has enterado pero tienes razón. El Mesías ha desaparecido. No sabemos cuándo con exactitud pero en los seis últimos meses alguien ha dado el cambiazo, colocando en su lugar una buenísima imitación. Sólo al llevarlo al laboratorio para su limpieza los conservadores se han percatado del cambio. Ahora dime, ¿hay algo que yo debería saber sobre ese robo?
—Yo le expliqué lo que sabía —le dijo Herrero a Ludwig, que se hallaba inmerso en el relato—. Cuando colgué me prometió estar atento por si se enteraba de algo más y yo hice lo mismo.
—Así que el judío tenía razón. El violín había sido sustituido por otro —repuso el médico, impresionado—. Pero usted me ha dicho que la Interpol no sabía nada de ello ¿Cómo puede ser?
—Lo mismo me he preguntado yo. Llamé directamente a la secretaría general, en Lyon, donde tengo un conocido con el que estuve hablando. Lo sondeé en el transcurso de una conversación amigable. No parecía saber nada y me pareció sincero. O mentía muy bien, algo que no tiene sentido, o son muy pocos los que tienen acceso a esa información, o sencillamente no tienen ni idea.
—¿Eso es posible? ¿No tienen obligación de comunicar estos asuntos?
—La policía de cada país es muy celosa de sus asuntos internos. Técnicamente la cooperación es total, pero a veces se ocultan datos. Hay una cuarta posibilidad que me asusta más.
—¿El que alguien esté tapando el asunto?
—Sí. La Interpol está en permanente contacto con el FBI. Tampoco ellos saben nada de este tema. Si hay alguien tapando esto es muy poderoso.
—¿Cree usted que éste es el caso? —preguntó muy interesado Ludwig, al que la trama le estaba absorbiendo.
Herrero tardó un tiempo en contestar, durante el cual se volvió a reclinar, para contemplar la moldura de escayola del techo, las manos sobre el regazo, como si estuviera solo.
—Pienso que hay algo raro —dijo sin dejar de contemplar la moldura—. Como le dije, el rabino afirmó que ya habían intentado robar un violonchelo llamado Piatti pero el ladrón tuvo que abandonarlo mientras huía. Bien, el caso es que nadie sabe nada de ese intento de robo. Curioso, ¿verdad? El propietario del instrumento presentó denuncia, pero ésta no aparece por ningún lado.
—¿Le explicó ese rabino qué iba a hacer el ladrón si reunía todos los instrumentos?
—No. El señor Liebnitz no tiene la menor idea de cuál es la clave que esconden esos instrumentos.
—Perdone, inspector —dijo el suizo tras reflexionar un rato—. No puedo creer que usted dé crédito a una historia tan extravagante. Un complot ideado por un anciano nazi para reunir una colección de violines fabricados hace más de dos siglos, con el fin de alcanzar el reino de los vikingos. Ese rabino tiene que estar loco y todas las pruebas sobre las que basa su quimera son circunstanciales.
—No está loco, señor Dreifuss —dijo el policía bajando la vista—. Lo miré a los ojos. Ese hombre cree de verdad lo que dice. El asunto es: ¿es cierto lo que cree? Espero con toda mi alma que no.
—¿Por qué? ¿Le asusta que se abran las puertas del Cielo? —preguntó socarrón Ludwig.
—No —contestó el policía, inmune al cinismo del médico—. Me asustan las muertes que estén por venir. Aún les faltarían algunos instrumentos y tienen prisa.
Ludwig abandonó la comisaría con la cabeza dándole vueltas. La sacudió y se restregó los ojos. No daba crédito a lo que había escuchado. Pero aún lo sorprendía más la disposición que él mismo había mostrado para tener en consideración aquel cúmulo de disparates.
A pesar de hacer un día desapacible, Ludwig optó por ir caminando hasta su hotel. Era media tarde y la luz escaseaba. Bajando por la Gran Vía fue pensando en los siguientes pasos. Aún debía pensar qué hacer con la mansión de su tío y las obras de arte. El resto de la enorme herencia tendría que esperar. Lo mejor sería empezar por llevar a la finca un perito especializado en arte que tasara las obras y le aconsejara qué hacer. También habría que tasar la mansión.
Ludwig entró en una elegante cafetería, pidió un cortado y las páginas amarillas. Mientras le servían el café, revisó el listín apuntando en una servilleta los números de teléfono de aquellos gabinetes de arquitectura que mejor impresión le daban. Cuando terminó, comparó las direcciones con el plano de Madrid que llevaba. Estaba de suerte. Una de las direcciones que más lo habían convencido estaba en la calle del Arenal, a un par de manzanas de la cafetería.
Con el móvil, confirmó el horario del gabinete y terminó el café. Media hora más tarde salía del estudio de los arquitectos, después de haber concertado una cita para la mañana del día siguiente con uno de los socios. Ahora sólo faltaba encontrar al perito de arte. Pero, dada la hora, lo dejaría para mañana. Quizá el administrador inglés de su tío pudiera encontrar uno.
Dejando de lado estos asuntos, se concentró en buscar un buen restaurante donde regalarse con una exquisita y temprana cena. Después iría a ver algún espectáculo.
A la mañana siguiente Ludwig se levantó con resaca. La noche anterior durante la cena se había bebido media botella de un Borgoña. Un Romanée-Conti de precio desorbitado. Tras el café, el
maître
le había aconsejado un espectáculo de variedades un poco picante, donde se había bebido un par de copas de genuino champán en compañía de un par de coristas. Aburrido por las risas de las chicas y un tanto achispado, se había acercado al barrio de Salamanca, siguiendo a un grupo de jóvenes que parecía que estaban de fiesta.
Allí había perdido la cuenta de los cubalibres trasegados, de la hora y casi hasta la cartera cuando unos golfos habían pensado que se encontraba más borracho de lo que en realidad estaba.
Incapaz de encontrar por sí solo el camino de vuelta al hotel, había cogido un taxi, donde se quedó dormido nada más montarse. Al llegar no se había extrañado de la abultada cantidad que marcaba el taxímetro y le dio al sorprendido conductor las vueltas, el doble de lo que le había estafado por la carrera.
Incorporándose en la cama, Ludwig tomó el auricular del teléfono y encargó el desayuno. Un café solo, doble, con un par de comprimidos de paracetamol y un zumo de naranja. Mientras esperaba a que llegara el pedido, se metió en la bañera y dejó que el agua, muy caliente, eliminara los rastros superficiales de la juerga.
Aún estaba desnudo en el neblinoso cuarto de baño cuando llamaron a la puerta. Ludwig se puso una bata y abrió. El olor del café recién hecho inundó la habitación. Con un trago del zumo ayudó a las pastillas en su descenso por la garganta y comenzó con el café. Tenía que darse prisa. Le quedaba menos de una hora para llegar a la gasolinera de Mario, donde había quedado con el arquitecto para que no se perdiera.
—Buenos días —saludó Ludwig a Pedro Espinosa, el arquitecto—. ¿Lleva mucho tiempo esperando? Lamento el retraso. Aún no me aclaro con los trayectos.
—No se preocupe —contestó Espinosa—. Acabo de llegar y he aprovechado para echar gasolina. ¿Le parece que empecemos?
—Claro. Sígame. Ya he hablado con el administrador, el señor Aldrich. Nos está esperando con los planos de la propiedad. ¿Voy delante y usted me sigue?