Pero estaba claro que aquel idiota no tenía el más mínimo interés. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Sería posible hablar con algún superior de aquella nulidad? No podía ser que un tipo como Estévez estuviera al frente de una investigación como ésa. ¿O sí?
Meditando sobre su siguiente paso. Menasés se alejó de la comisaría. Sumido en sus pensamientos chocó al doblar la esquina con un hombre de mediana edad. La diferencia de corpulencia y reflejos terminó con Menasés en el suelo en una caída ridícula. Enseguida el hombre se inclinó para ayudarlo a levantar.
—Discúlpeme, no tenía intención —dijo el preocupado hombre mientras le tendía el sombrero recogido del suelo—. ¿Está usted bien?
—Sí, sí. Ha sido culpa mía, no se preocupe. Venía despistado.
Por un momento la mirada de los dos se cruzó. El rabino vio a un buen hombre, sensato y sinceramente interesado por su estado.
—No se preocupe, de verdad. Estoy bien y no, no necesito que me atienda una ambulancia, muchas gracias.
—Estupendo entonces. De todas maneras tenga mi tarjeta. Si necesitara algo, no dude en llamarme.
De manera descuidada, Menasés guardó la tarjeta en un bolsillo y se despidió con un sentido apretón de manos. Mientras se alejaba no pudo evitar comparar la amabilidad de aquel hombre con la impertinencia del policía que lo había atendido en la comisaría.
Ludwig se despertó tarde y con hambre. Había dormido de un tirón doce horas. Las últimas dos semanas habían resultado muy intensas y su cuerpo precisaba descanso. Tomó el mando que tenía sobre la mesilla de noche y, pulsando un botón, descorrió las cortinas, permitiendo que la luz inundara la habitación. Tras estirarse a fondo se levantó para tumbarse en el suelo, sobre la espesa alfombra artesanal.
Primero una tanda de veinticinco abdominales, seguida por otra igual de flexiones y vuelta a empezar. Después de las cuatro series de ejercicios, realizó varias
asanas
estirando suavemente los distintos músculos y terminó sentándose sobre sus talones, controlando la respiración y tratando de aislarse de lo que le rodeaba volviendo su mente hacia su interior.
Quince minutos después Ludwig se incorporó y entró en el baño. El afeitado y la ducha posterior se vieron amenizadas por los sones de saxofón de Charlie Parker en el ipod. Concluida la higiene personal, bajó al restaurante, donde pidió un abundante desayuno, del que dio cuenta mientras leía el
New York Times
.
La entrevista concertada con el inspector Herrero estaba acordada para primera hora de la tarde, o lo que a juicio de la voz con la que había hablado Ludwig era primera hora. Para Ludwig las cuatro era más bien media tarde, pero se abstuvo de comentarlo. Había apuntado la dirección y luego la había buscado en su plano. La comisaría se hallaba prácticamente al lado de la plaza de España. Calculó que andando tardaría poco más de media hora en llegar, así que si salía para allí a las tres y cuarto sería puntual.
Aún quedaban casi dos horas para las tres y cuarto, había terminado de almorzar y el sol lucía. Ludwig llegó a la conclusión de que alargar el trayecto dando un paseo por el parque del Retiro podía ser una buena idea.
A esas horas el parque no tenía muchos visitantes. Para las costumbres españolas se acercaba la hora de la comida, y los madrileños se dirigían a sus mesas. Ludwig lo prefería así. Los únicos ocupantes del parque eran algunas parejas, pocas, de ancianos sentados en los bancos más próximos a las entradas del parque, que se calentaban con los tibios rayos de sol, al igual que sucedía a los pies del lago Léman, cerca de su hospital, y en todos los parques del mundo. Todos en silencio, se dijo Ludwig. Sin duda tantos años de convivencia habían acabado con los temas de conversación.
También se encontró personas solitarias paseando perros que, gracias a sus animales, confraternizaban entre ellos. En el estanque del Palacio de Cristal una mujer madura trataba de plasmar el paisaje en un óleo, con más voluntad que acierto según Ludwig, y otra anciana daba de comer a las palomas, que se alborotaban tratando de conseguir su parte de migas de pan.
Pasando al costado del Palacio de Cristal, ante la mirada interesada de la mortalmente aburrida vigilante, continuó el paseo hacia el gran estanque, donde se detuvo. Miró su reloj e hizo unos cálculos rápidos. Aún le daba tiempo para sentarse en uno de los chiringuitos y tomarse tranquilamente un café.
Ya instalado en la terraza al sol fue calibrado por un par de subsaharianos. A pesar de la ropa informal que Ludwig llevaba —botas altas Timberland, vaqueros ajados a la piedra, una camiseta azul y una cazadora de cuero de aviador—, el corte de las prendas hablaba de una buena cantidad de dinero, no lo que solían vestir los maderos de paisano que a veces patrullaban el parque para tratar de pillar
in fraganti
a los vendedores de droga. Al final uno de ellos se le acercó y en un mal inglés le ofreció su mercancía mostrándosela en una inmensa mano semicerrada: marihuana y hachís. El proveedor también podía proporcionarle cocaína, heroína y
speed
, si Ludwig así lo prefería.
Sin dignarse a mirar a la cara a su interlocutor, Ludwig se desentendió de éste con un gesto y esperó a que se marchara. Un nuevo vistazo al reloj le indicó que ya era la hora de seguir la marcha. En la esquina del estanque cogió el camino diagonal hacia la Puerta de Alcalá y salió del parque. A esa hora la circulación todavía era más o menos fluida y los vehículos pasaban a toda velocidad.
Desde la plaza de la Cibeles, la misma cuya historia tratara de contarle el taxista el día anterior, llegó hasta la Gran Vía. En la otra punta de la calle estaba la comisaría.
—Buenas tardes. ¿Qué deseaba? —preguntó solícito un agente de la policía en el recibidor.
—Buenas tardes —contestó Ludwig—. Tengo una cita con el inspector jefe Herrero.
—¿Le importaría decirme su nombre?
—Dreifuss. Ludwig Dreifuss.
El agente, al que parecían quedarle pocos días para su jubilación, se caló unas anticuadas gafas bifocales que le colgaban de una cadenita en el cuello y miró atentamente el monitor del ordenador, mientras con mano inexperta movía el ratón.
—Sí, aquí está. Ludwig Dreifuss ¿verdad? —dijo el policía, satisfecho de haber conseguido encontrar lo que buscaba—. Avisaré al inspector. Casualmente hace un rato que ha llegado. Estará en su despacho.
Mientras hablaba, tomó el teléfono y examinó una lista pegada con celo en el canto del mostrador donde recibía a las visitas. Tuvo que revisarla un par de veces antes de dar con el número. Una vez lo vio, marcó cuidadosamente cuatro cifras y aguardó a que le cogieran.
—El señor Dreifuss pregunta por el inspector jefe Herrero… sí, acaba de llegar… Un segundo, inspector. —Y dirigiéndose a Ludwig preguntó—: Disculpe, señor Dreifuss, ¿desea un intérprete? ¿No? Muy bien. —Volviendo al teléfono continuó—: No, no necesita intérprete… de acuerdo, ahora mismo.
—Lo están esperando, señor Dreifuss —dijo el agente cuando colgó el aparato—. Ahora vendrán a buscarlo. ¿Me permite su documentación, por favor?
Ludwig le extendió su pasaporte, que el policía guardó en un casillero. A cambio le entregó una tarjeta plastificada, en la que se podía leer, en grandes letras azules, la palabra visitante, con una pinza metálica para que se la colgara de la cazadora.
—¿El señor Dreifuss? —dijo a su espalda una voz que Ludwig reconoció como aquella con la que había hablado por teléfono para concertar la cita—. Soy el inspector Estévez, ¿qué tal el viaje?
Ludwig trató en un primer momento de hacer como que no veía la mano tendida, pero finalmente se vio obligado a estrecharla cuando se hizo evidente que el policía vestido de paisano no iba a retirarla. El apretón que recibió fue blando. El policía tenía la mano fría y húmeda. Era como darle la mano a un pez.
Ludwig siguió al policía por el edificio sin entrar en la conversación que éste mantenía solo. No se le escapó que los saludos recibidos por su anfitrión por parte del resto del personal eran puro formulismo. Había quien, descaradamente, miraba a otro lado cuando se cruzaban o quien después de saludar ponía una mueca de desagrado.
Al parecer el policía no se daba cuenta de nada de esto. O estaba ya acostumbrado, se dijo Ludwig. A él le resultó particularmente desagradable. No le hacía ninguna gracia tener que tratar con un tipo así.
—Inspector jefe Herrero —dijo el policía después de abrir una puerta en la maraña de pasillos de la comisaría—. El señor Dreifuss.
—¿Qué tal está, doctor Dreifuss? —le dijo el inspector jefe—. Me alegra tenerlo aquí, ¿quiere sentarse, por favor?
A Ludwig le sorprendió el tono de voz cálido y sereno que tenía el inspector jefe. Sentado en el otro lado del escritorio en una silla de plástico amarillo, el policía, algo mayor y con cierta barriga, vestía una usada camisa blanca con finas rayas verticales de color azul y una ancha corbata, también azul, con un estampado antiguo.
Lo que más llamó la atención de Ludwig fue su rostro. Parecía el de un apacible San Bernardo. Mejillas flojas, nariz bulbosa bajo la que aparecía un recortado mostacho entrecano, la parte superior de la cabeza calva y los costados de pelo blanco protegiendo unas enormes orejas peludas.
Pero sus ojos, entrecerrados por unas profundas ojeras, tenían una húmeda mirada que desmentía lo anterior. Era una mirada curiosa y a la vez respetuosa. Una mirada que había visto muchas cosas; unas terribles y otras tiernas. Una mirada que ofrecía confianza y sinceridad. Era la mirada de un hombre que hacía mucho tiempo había aceptado el mundo tal y como es y que vivía en paz consigo mismo. Ludwig pensó que mucha gente se había rendido a esa mirada.
El inspector Herrero permanecía en silencio, dando tiempo a su visitante para que se encontrara cómodo, mientras Estévez acercaba una silla y se acomodaba a un lado de la desvencijada mesa.
—¿Le apetece un café, doctor Dreifuss? —preguntó Herrero sin apartar la mirada—. ¿Sí? ¿Quizá un cortado, o un café con leche? Estupendo. —Y sin mirar a su subordinado añadió—: Estévez, ¿sería tan amable de traer un café solo para el señor Dreifuss y un chocolate para mí? Gracias.
No se le escapó que Herrero se estaba deshaciendo sin demasiadas ceremonias de su segundo. Una breve sonrisa afloró a los labios de Ludwig. Sin duda el inspector jefe había intuido que Estévez no era del agrado del visitante, como tampoco parecía serlo del suyo.
Para su propia sorpresa Ludwig se sentía cómodo. El inspector parecía una persona con la que se podía hablar, agradable, intuitivo, y había comprendido enseguida que a Ludwig no le gustaba ir estrechando la mano de desconocidos y lo había respetado.
—Mientras esperamos los cafés —dijo el policía—, ¿qué le parece si hablamos un poco de lo que le ha traído hasta aquí? Imagino que es usted un hombre ocupado y no me gustaría hacerle perder el tiempo.
—Gracias, inspector. La verdad es que me gustaría terminar con esto cuanto antes. Es una situación insólita y bastante desagradable. Han allanado mi casa, asesinado a mi empleada del hogar y después me he enterado de que soy el heredero de un millonario tío materno de quien no tenía la menor idea que existiera. Todo esto es demasiado confuso.
—Lo entiendo perfectamente, doctor Dreifuss, ¿le parece bien que lo llame doctor? Estupendo. Efectivamente, como usted bien dice, la situación es insólita. He hablado con mis colegas de Ginebra, con la Interpol y, no lo voy a engañar, he investigado acerca de su persona al igual que lo ha hecho la policía suiza, aunque ellos lo nieguen, por supuesto. Sólo algunas multas de tráfico por conducir a velocidad excesiva. Es un Porsche 911, ¿verdad? Magnífico coche. Siempre he soñado con tener uno.
Ludwig sintió que el policía hablaba con sinceridad, incluso el comentario acerca de su vehículo no era para agradar. Le estaba cayendo bien aquel inspector.
—¿Tienen idea ustedes de quién ha podido hacer esto?
—La verdad es que estamos a oscuras. El crimen ha sido de una planificación y ejecución perfectas. Él o los asesinos son excelentes profesionales. No hemos encontrado huellas, ni testigos, ninguna pista. A pesar de las medidas de seguridad de la casa, alarmas, cámaras, cerraduras, etcétera, han entrado limpiamente y actuado con absoluta impunidad. Seguimos buscando pero me temo que no vamos a encontrar nada por ese lado. Por ahora nos estamos concentrando en el móvil. Es posible que por ahí podamos avanzar más.
—Creo —señaló Ludwig—, y la policía de Ginebra coincide en ello, que el allanamiento de mi casa y el asesinato de mi desconocido tío están relacionados.
—Es lo que parece, ¿verdad? —asintió el inspector—. Ahora. ¿Por qué cree usted que se cometieron ambos delitos?
—No lo sé. He estado pensando sobre ello. La única conclusión a la que llego es que alguien quería algo que pensaba que podía tener mi tío. Al no encontrarlo, de alguna manera supo de nuestro parentesco y pensó que lo podía tener yo.
—¿Y es así?
—Estoy seguro de que no. No se me ocurre nada que pueda poseer y que alguien desee. Carezco de joyas o de obras de arte valiosas. En cuanto a mi tío, como sabe, me he enterado de su existencia hace sólo unos días.
—Cierto. Así me han informado. En resumen: tenemos una persona o personas en pos de algo que puede estar en poder de un anciano millonario. La casa de éste es un fortín y para acceder hay que conocer al detalle las medidas de seguridad, algo muy difícil de conseguir, por lo que los asaltantes, digamos que son varios, no actúan a la ligera. Es de suponer que, antes de tomar al asalto la casa, se han asegurado de que su tío, el señor Tsaldharis, no tiene lo que buscan en otro lugar. Así que entran, matan a la enfermera y torturan a Tsaldharis para que éste les diga dónde tiene escondido lo que sea que quieren, ¿le parece que hasta aquí podríamos ir bien?
Tras un gesto de asentimiento de Ludwig el inspector continuó:
—Estupendo. Entonces, el anciano, en cuya casa los asaltantes no encuentran nada, atormentado de manera salvaje, lo involucra a usted. Los asaltantes se ponen en contacto con alguien en Ginebra para que den con su casa y la registren a fondo. Sin duda los autores son unos tipos con recursos para poder improvisar de semejante manera.
—Quizá ya conocían de antes la relación de parentesco —aventuró Ludwig.
—Buena puntualización —aplaudió el inspector—. Sin embargo, pienso que de haberlo sabido, primero hubiesen registrado su domicilio. Es más fácil y si, como parece, son excelentes profesionales, usted no se hubiese dado cuenta. No hubiera hecho falta montar semejante espectáculo ni matar a la empleada de hogar, algo que, estoy convencido, hubiesen preferido no hacer.