Aquella mañana su mayordomo le había traído en la bandeja del desayuno un pequeño sobre con su nombre. Por remite sólo llevaba un extraño dibujo que parecía hecho al azar y que el anciano reconoció como la runa de la vida, símbolo del Instituto Ahnenerbe.
Dentro del sobre sólo había una llave. El lugar al que pertenecía ésta le había llegado por medio de una página web encriptada como era costumbre.
Ahora Pawlak dio vueltas con dificultad a las ruedecitas de la cerradura hasta colocar la secuencia que había memorizado. Con un chasquido, hizo saltar los pestillos y levantó la tapa. Dentro, un viejo estuche de violín estaba rodeado de trozos de poliestireno expandido para protegerlo de los golpes. El anciano renunció a su primer impulso de abrir el estuche allí mismo para examinar el contenido y volvió a cerrar los pestillos girando las ruedecitas.
Con el maletín en la mano, Pawlak se encaminó a la salida del aeropuerto, seguido por el rubio. Al acercarse, el Mercedes emitió un
bip
, señal de que se había abierto, pero sin que se encendieran las luces intermitentes como era lo normal. El puntilloso guardaespaldas se había encargado de que desactivaran esa función por seguridad.
Acomodado en el asiento posterior del vehículo, Pawlak ancló la bandeja fijada al respaldo delantero y colocó el maletín encima, volvió a hacer rodar las ruedecillas hasta dar con la clave e hizo saltar los pestillos. Sacó el estuche y retiró el maletín dejándolo descuidadamente a su lado.
Antes de abrir el estuche le dio un par de vueltas entre las manos, examinándolo. Luego, sintiendo que se le aceleraba el corazón, lo abrió. En el interior un violín rojo, por el que Nikolaos Tsaldharis y otros habían perdido la vida, indiferente a la expectación que levantaba, descansaba sobre su cama de fieltro azul.
El anciano, con reverencia, sacó del estuche el conocido como el Diamante rojo y se lo acercó al rostro. Sí, allí estaba la cruz de Malta con las iniciales A. S. encerradas en un doble círculo y la inscripción
Antonius Stradivarius Cremonensis
/
Faciebat Anno 1732
.
Aquello no quería decir nada. Los instrumentos de cuerda de Stradivarius tenían el dudoso honor de ser de los objetos más falsificados a lo largo de los siglos. Burdas imitaciones portaban las mismas etiquetas y grabados que los originales.
Pero éste no era una falsificación. Como un padre que reconoce cada uno de los rasgos de un hijo, Pawlak iba identificando las singularidades del instrumento: una pequeña cicatriz en el mástil; las imperceptibles huellas de unas manos cuidadosas que, con el máximo cuidado, habían restaurado el instrumento cuando un aguacero se lo había llevado, dejándolo tirado en una playa; una muesca con forma de paréntesis en el filete; la triple línea de madera de chopo y peral paralela al borde de la tapa; una imperceptible marca hecha por un antiguo propietario, Sascha Jacobsen, en el
tasto
, la pieza de ébano pegada al mástil por donde corren las cuerdas y los dedos las presionan.
Aún permaneció un buen rato Pawlak examinando el violín. Sabía que aquél era el instrumento que buscaba pero, en su manía perfeccionista, necesitaba comprobar cada uno de los detalles antes de darse por satisfecho.
—Hermann, al laboratorio —dijo el anciano sin levantar la mirada de su juguete.
El rubio, que hasta ese momento había estado conduciendo sin rumbo fijo, abandonó la glorieta que estaban rodeando en la primera salida y encaminó el vehículo hacia la autovía.
Acomodado en la parte trasera, el anciano rememoró, como le sucedía cada vez que llegaba a sus manos un nuevo instrumento, el rostro de alguien muy cercano y, a la vez, extremadamente lejano.
Cuando el seis de junio de 1944, 152.000 soldados, entre americanos, británicos y canadienses, en 2.500 barcos y auxiliados por 20.000 paracaidistas, tomaron las playas de Normandía, el atareado Pawlak, que por entonces aún no se había cambiado de apellido, ni se enteró de aquella conmoción histórica, enfrascado como estaba en sus investigaciones.
Sólo a finales de abril del año siguiente, al hacerse obvio que el fin de la guerra estaba a la vuelta de la esquina y con él las represalias de los ganadores, tomó la documentación falsa que le entregaron con el nombre de Alexander Pawlak y siguió a los hombres que habrían de sacarlo de Alemania.
Durante años, tras estar escondido en un convento italiano, vivió oculto en Olsztyn, una ciudad industrial del norte de Polonia, donde trabajó en un pequeño laboratorio farmacéutico. Sus conocimientos medios de química, en un territorio devastado por el conflicto bélico y necesitado de mano de obra hambrienta de medicinas con las que combatir las plagas que acompañan a toda guerra, fueron bien recibidos.
Poco a poco sus temores a las represalias fueron desapareciendo. Se compró una pequeña casa y se casó a sus cincuenta y cuatro años con una insípida mujer llamada Marja, hija del jefe del laboratorio en el que trabajaba. En los escasos encuentros nocturnos que mantuvo con ella, Marja concibió a una preciosa niña y no el varón que Pawlak anhelaba para que continuara la agotadora tarea que se había impuesto.
Borrando de su mente la imagen de su hija, Pawlak miró distraídamente por la ventanilla del automóvil el paisaje que rápidamente quedaba atrás.
Media hora más tarde, conduciendo a más de doscientos cincuenta kilómetros por hora y ajeno a los golpes de claxon que en ocasiones le daban los aterrorizados conductores a los que adelantaban, el Mercedes llegó a la verja de entrada de la alambrada que rodeaba una construcción de acero y cristal.
En su garita, un vigilante leía indolente un periódico. Al ver llegar el automóvil se puso en pie de un salto, se estiró las puntas de la chaqueta del uniforme y abrió las puertas dobles de entrada. Su saludo fue ignorado por los dos ocupantes del vehículo.
Hermann dejó el Mercedes pegado al moderno edificio. Mientras el guarda cerraba la verja, el escolta ayudó a su señor, abriéndole la puerta y cogiendo el estuche.
Seguido de Hermann, Pawlak entró en el edificio y avanzó hasta el ascensor sin hacer caso a los saludos que le dedicaba la recepcionista. El silencioso aparato los llevó hasta el tercer piso. Un largo pasillo, con dos puertas a la derecha y una frente a éstas, se encontraba custodiado por un trajeado esbirro que, de inmediato, viendo el estuche que transportaba el escolta, abrió la solitaria y pesada puerta de la izquierda.
—Señores, les traigo trabajo —dijo a modo de saludo el anciano, señalando el estuche que traía su guardaespaldas—. Éste es el Diamante rojo.
Uno de los dos técnicos de laboratorio, que en esos momentos se encontraba mirando las pantallas de un microscopio electrónico, se levantó de su taburete para recoger el maletín.
El laboratorio no era grande, pero estaba admirablemente bien dotado de los últimos adelantos en tecnología: sondas, videoendoscopios, un aparato de rayos X fluorescentes portátil, y otro de rayos ultravioletas, minicámaras, espectrógrafo de infrarrojos, un escáner y otros similares. También había sámplers, amplificadores, limitadores digitales, grabadoras, altavoces y una mesa de mezclas, además de camillas, mesas, recipientes de todos los tamaños, herramientas y sustancias químicas. Dos de las cuatro paredes quedaban cubiertas por enormes pantallas planas, gráficos y pizarras.
En el tabique que separaba la estancia con la contigua, se abría una gruesa puerta insonorizada que daba acceso a una sala anecoica, cuyos muros estaban recubiertos por diedros de espuma para absorber las ondas sonoras y eliminar las reverberaciones.
Esta sala permitía aislar el sonido de cada instrumento y registrar con exactitud en los ordenadores toda su escala de frecuencias. Allí los técnicos estudiaban las características acústicas y los diferentes sistemas de afinado.
La cuarta pared del laboratorio era de cristal blindado. Como una enorme vitrina, exhibía la colección de valiosísimos instrumentos que hasta ese momento había logrado reunir el anciano, guardados en óptimas condiciones de humedad, temperatura, presión y composición atmosférica.
El técnico, con el maletín en las manos, se acercó a una de las mesas de acero y lo dejó encima con precaución. Extrajo de su interior el estuche y, como ya había hecho entre tanto su compañero, se puso unos guantes blancos para abrirlo. Dentro descansaba el violín causante de la muerte de su último dueño.
Sacaron el instrumento y lo depositaron con exquisito cuidado sobre la superficie metálica. Mediante un mando unido a ésta por un cable enrollado, levantaron el tablero hasta colocarlo a una altura que les permitiera observarlo sin tener que agacharse.
—Si le parece, doctor Pawlak, empezaremos por hacerle una endoscopia y una tomografía —dijo el segundo de los técnicos, preparando el instrumental necesario.
—Lo dejo en sus manos —repuso el anciano, sin dejar de observar el cálido colorido del instrumento objeto de tanto interés.
Pawlak, tras un último vistazo, se giró y abandonó el laboratorio, encaminándose hacia el ascensor. Cuando se abrieron las puertas, apareció ante él el director de la fundación, el señor Koerner, que hasta ese momento no se había enterado de la presencia en la escuela de su jefe.
—Doctor Pawlak —lo saludó con una sonrisa ensayada—. Disculpe que no me haya presentado antes. Lamentablemente, no he sido avisado de su llegada hasta hace un instante.
—Buenas tardes, señor Koerner —respondió el anciano—. Espero no llegar demasiado tarde.
—En absoluto, no se preocupe, doctor. Sígame, por favor. Está todo preparado, comenzaremos enseguida.
Bajaron hasta el segundo piso, respetando Koerner el silencio de su jefe y sintiendo en su espalda la mirada acerada del guardaespaldas.
Franz Koerner, austriaco de nacimiento y amante de la más absoluta de las puntualidades, había proferido un exabrupto al recibir una llamada del rubio guardaespaldas para que retrasasen el comienzo de la clase, ya que el anciano mecenas quería estar presente. Pero era demasiado inteligente para poner en peligro su fabuloso sueldo, que doblaba el anterior, ya de por sí respetable, como director de una central de gas en una remota región de la antigua Unión Soviética.
En la escuela que Pawlak le había confiado para su dirección, estudiaban cincuenta alumnos, elegidos entre los más prometedores violinistas del mundo. Ninguno abonaba cantidad alguna. Aquel que era elegido para ingresar en la prestigiosa Escuela Superior de Violín Antonius Stradivarius recibía una espléndida beca, que incluía el internado en el mismo centro, los gastos pagados para que una vez al mes visitaran a su familia, aunque ésta viviera en la otra punta del planeta, y una educación integral, incluso con los estudios religiosos que sus progenitores estimaran oportunos.
Obtenían, además, la más sobresaliente formación musical que era posible conseguir. Pawlak no había escatimado en gastos. Los mejores maestros del mundo eran reclutados a golpe de talonario para la escuela, a pesar de que no necesitaban ese reclamo. Aun manteniéndose en el anonimato, entre los profesionales del gremio ser seleccionado como profesor para la escuela suponía un prestigio tal que muchos no hubiesen dudado en prestar sus servicios de forma gratuita durante unos años, sabiendo que, después, los más afamados conservatorios de Europa y América se darían de tortas por incorporarlos a sus claustros.
Cuando los alumnos terminaban la carrera, durante un período más o menos largo en función de su edad y preparación, eran contratados de forma automática por las principales orquestas del mundo. Un joven violinista que se matriculara en esa escuela no necesitaba preocuparse por su futuro económico y laboral.
Claro que, como en todo, existía un precio. Los alumnos aprendían pronto que había normas. Máxima aplicación, obediencia y sacrificio. Los ratos de ocio y distracción estaban severamente racionados. Más de un alumno no había podido adaptarse a esa vida monacal, habiendo sido expulsados algunos de la escuela.
Franz Koerner había sido el artífice implacable de todo aquello, siguiendo las instrucciones del visionario Pawlak. Era el abad de aquel monasterio musical. Temido por alumnos y profesores, y respetado por el anciano nazi, en la mente calculadora de Koerner estaba el permanecer sólo un par de años más en el centro, algo que, desde luego, se había cuidado mucho de explicar a Pawlak.
Lo que no sabía el director de la escuela era que a ésta le quedaban unos pocos meses de vida, algo que el nazi, a su vez, había olvidado mencionar.
—Creo que le va a encantar el programa escogido para hoy —señaló Koerner cuando entraron en la espaciosa sala dotada de la mejor acústica que la tecnología del momento podía permitir.
—No lo dudo, señor Koerner —contestó el anciano sin hacer caso de las lisonjas de éste y tomando asiento en una cómoda butaca situada en una posición privilegiada.
—Maestro Heifetz —le dijo el director al nieto del famoso maestro Jascha Heifetz—, puede comenzar cuando guste.
El director tomó asiento en otra butaca de respaldo alto, cerca de Pawlak, en un segundo término. A sus espaldas, sentados en las gradas, el resto del claustro de profesores y los alumnos de la escuela guardaban un sepulcral silencio.
Koerner siguió con atención el concierto echando subrepticios vistazos al rostro del viejo, que lograba ver de refilón, para tratar de adivinar si lo que escuchaba era de su agrado. Koerner era sordo, musicalmente hablando, y le resultaba casi imposible distinguir la música salida de unas manos virtuosas de la que procedía de un violinista callejero.
Se guiaba por las expresiones en las caras de los profesores y en la de Pawlak. Por el momento no le cabía duda de que el recital estaba siendo un éxito.
Cada dos meses se llevaba a cabo un pequeño concierto en el que participaban los doce alumnos elegidos por el claustro, lo cual suponía un acicate para los estudiantes. Por qué el número de estos debía ser doce suponía un misterio para el director.
Entre los concertistas, de todas las edades hasta los diecisiete años, había chicos y chicas de todos los continentes y colores. Pawlak aparcaba sus manías racistas a la hora de escoger a sus alumnos. Para él un virtuoso judío o negro resultaba igual de útil que uno ario.
Durante las dos horas que duró el concierto, con una breve pausa para que descansaran los concertistas, Pawlak no se movió ni un ápice de su butaca, siguiendo las evoluciones de sus muchachos. Era un repertorio muy variado, con piezas de Giuseppe Valentin y Niccolò Paganini, algunas de gran complejidad técnica, y ejecutadas magistralmente. Cuando terminó el recital, Pawlak y el resto de los presentes premiaron a los esforzados violinistas con un largo aplauso.