Authors: Andrea Camilleri
Comieron hablando de comida, como suele ocurrir. Zito, tras haber recordado unas gambas de ensueño que había saboreado diez años atrás en Fiacca, criticó el grado de cocción y lamentó que no hubiera ni el más mínimo indicio de perejil.
—¿Cómo es que en Retelibera os habéis vuelto todos ingleses? —soltó Montalbano sin previo aviso, mientras bebían un blanco excelente que su padre había descubierto por la parte de Randazzo. Sólo hacía una semana que le había llevado seis botellas, un pretexto para estar un rato juntos.
—¿Ingleses, en qué sentido?
—En el sentido de que os habéis guardado mucho de poner de vuelta y media a Luparello, como habéis hecho sin dudar en otras ocasiones. O sea, que el ingeniero muere de un infarto en una especie de burdel al aire libre, entre putas, rufianes y maricas, con los pantalones bajados en una situación decididamente obscena, y vosotros, en lugar de aprovechar la ocasión, corréis un piadoso velo sobre la manera en que ha muerto.
—No tenemos por costumbre aprovecharnos —dijo Zito.
Montalbano se echó a reír.
—¿Me haces un favor, Nicolò? ¿Os queréis ir a la mierda tú y toda Retelibera?
Zito también se rió.
—Bueno, la verdad es que ha ocurrido lo siguiente. A las pocas horas del descubrimiento del cadáver, el abogado Rizzo se presentó en casa del barón Filo di Baucina, el barón rojo —millonario, pero comunista—, y le suplicó de rodillas que Retelibera no comentara las circunstancias de la muerte. Apeló al sentido de la caballerosidad que, por lo visto, tenían los antepasados del barón. Como sabes, el barón es propietario del ochenta por ciento de nuestra emisora.
Eso es todo.
—Eso es todo, una mierda. Y tú, Nicolò Zito, que te has ganado el aprecio de los adversarios por decir siempre lo que tienes que decir, ¿le contestas «sí, señor» al barón y te inclinas?
—¿De qué color tengo el pelo? —preguntó Zito, en lugar de responder.
—Pelirrojo.
—Montalbano, yo soy rojo por dentro y por fuera. Pertenezco al grupo de los comunistas malos y rencorosos, una especie en vías de extinción. Lo he aceptado con el convencimiento de que la persona que nos pedía que pasáramos por alto las circunstancias de la muerte del pobre desgraciado, para no manchar su memoria, lo quería mal y no bien, como trataba de aparentar.
—No lo entiendo.
—Yo te lo explico, inocente. Si tú quieres que un escándalo se olvide rápidamente, no tienes más que hablar todo lo que puedas de él en la radio y en la televisión. Venga y venga, dale que te pego; al poco tiempo, la gente empieza a cansarse: «¡Pero, bueno, ya está bien! ¿Por qué no lo dejan de una vez?» En cuestión de quince días, el efecto saturación hace que ya nadie quiera oír hablar del escándalo. ¿Lo entiendes?
—Creo que sí.
—Si, por el contrario, lo envuelves todo en el silencio, éste empieza a hablar, multiplica las voces incontroladas que no paran de crecer. ¿Quieres que te ponga un ejemplo? ¿Sabes cuántas llamadas hemos recibido en la redacción a propósito precisamente de nuestro silencio? Centenares. ¿Es verdad que el ingeniero se tiraba a dos mujeres a la vez en el coche? ¿Es cierto que al ingeniero le gustaba hacer de bocadillo y, mientras él follaba con una puta, un negro le trabajaba el trasero? Y la última, de esta noche: ¿es verdad que Luparello regalaba joyas fabulosas a sus putas? Dicen que han encontrado una en el aprisco. Por cierto, ¿tú sabes algo de esta historia?
—¿Yo? No, debe de ser un simple rumor —mintió descaradamente el comisario.
—¿Lo ves? Estoy seguro de que, dentro de unos meses, habrá algún cabrón que vendrá a preguntarme si es verdad que el ingeniero se tiraba a niños de cuatro años y después se los comía rellenos de castañas. Su denigración será eterna y adquirirá proporciones legendarias. Y ahora, espero que hayas comprendido por qué le he contestado que sí a la persona que me ha pedido que lo ocultara.
—¿Y cuál es la postura de Cardamone?
—Cualquiera sabe. Su elección ha sido muy rara, porque resulta que todos los hombres de la secretaría provincial eran de Luparello, exceptuando dos, que son de Cardamone, y estaban allí por pura fachada, para demostrar que son todos muy demócratas. Estaba claro que el nuevo secretario podía y debía ser un seguidor del ingeniero. Pero, en su lugar, se produce un golpe de efecto: se levanta Rizzo y propone a Cardamone. Los demás miembros del clan se quedan pasmados, pero no se atreven a oponerse. Si Rizzo lo propone, quiere decir que debajo hay algún peligro, y conviene seguir el camino que ha trazado el abogado. Votan a favor. Llaman a Cardamone, y éste, tras aceptar el cargo, decide contar con la ayuda de Rizzo, para gran decepción de los dos representantes que tenía en la secretaría. Pero yo a Cardamone lo entiendo muy bien: mejor atraerlo, habrá pensado, que dejado suelto por ahí como una mina errante.
Después Zito empezó a contarle a Montalbano el tema de una novela que tenía intención de escribir y les dieron las cuatro.
Mientras examinaba el estado de salud de una planta que le había regalado Livia y que tenía en el alféizar de la ventana de su despacho, Montalbano vio acercarse un automóvil oficial de color azul, con teléfono, chofer y un guardaespaldas, que bajó en primer lugar para abrirle la puerta a un hombre bajito y calvo, vestido con un traje del mismo color que el del coche.
—Ahí fuera hay alguien que quiere hablar conmigo, hazlo pasar enseguida —le dijo al guardia de la puerta.
Cuando entró Rizzo, el comisario observó que llevaba en la parte superior de la manga izquierda un brazalete negro de un palmo de ancho: el abogado ya se había puesto de luto para asistir al funeral.
—¿Qué puedo hacer para que me perdone?
—¿Por qué?
—Por haberlo molestado de noche y en su casa.
—Pero usted me dijo que la cuestión era impos...
—Impostergable, en efecto.
¡Pero qué hábil era el abogado Pietro Rizzo!
—Voy al grano. La noche del domingo pasado, una pareja de jóvenes, por otra parte respetabilísimos, tras haber bebido un poquito más de la cuenta, se entrega a una desmadrada extravagancia. La mujer convence al marido para que la lleve al aprisco. Siente curiosidad por aquel lugar y por lo que allí ocurre. Una curiosidad reprobable, estoy de acuerdo, pero nada más. La pareja llega a los confines del aprisco y la mujer baja. Pero casi inmediatamente, molesta por las vulgares proposiciones que se le hacen, vuelve a subir al automóvil y se van. Al llegar a casa, se da cuenta de que ha perdido un valioso objeto que llevaba colgado alrededor del cuello.
—Qué casualidad tan extraña —dijo Montalbano casi hablando solo.
—¿Cómo dice?
—Estaba reflexionando sobre el hecho de que, casi a la misma hora y en el mismo lugar, moría el ingeniero Luparello.
El abogado Rizzo no se inmutó y puso una cara muy seria.
—Yo también lo he pensado, ¿sabe? Bromas del destino.
—¿El objeto del que usted me habla es un collar de oro macizo con un corazón incrustado de piedras preciosas?
—Ése es. Y ahora yo le pido que lo devuelva a sus propietarios con la misma discreción de que hizo gala en ocasión del hallazgo de mi pobre ingeniero.
—Tendrá que perdonarme —dijo el comisario—, pero no tengo ni la más mínima idea de lo que hay que hacer en un caso como éste. De todos modos, supongo que todo habría sido distinto si se hubiera presentado la propietaria.
—¡Pero yo tengo poderes legales!
—Ah, ¿sí? Enséñeme el documento.
—No hay problema, señor comisario. Como usted comprenderá, antes de revelar el nombre de mis clientes, quería asegurarme de que se trataba del mismo objeto que ellos estaban buscando.
Se metió una mano en el bolsillo, sacó una hoja de papel y se la entregó a Montalbano. El comisario la leyó con atención.
—¿Quién es Giacomo Cardamone, el que firma el otorgamiento de poderes?
—Es el hijo del profesor Cardamone, nuestro nuevo secretario provincial.
Montalbano decidió que había llegado el momento de repetir el teatro.
—¡Pero qué raro! —exclamó en un susurro, adoptando un aire de profunda meditación.
—Perdone, ¿cómo dice?
—Estaba pensando que en esta historia el destino, como dice usted, se está pasando un poco de la raya con sus bromas.
—Disculpe, pero ¿en qué sentido?
—En el sentido de que el hijo del nuevo secretario político se encuentra a la misma hora y en el mismo lugar en el que muere el antiguo secretario. ¿No le parece curioso?
—Pues, ahora que usted lo dice, sí. Pero descarto categóricamente que pueda haber la más mínima relación entre ambos hechos.
—Yo también lo descarto —dijo Montalbano, y añadió—: No entiendo la firma que figura al lado de la de Cardamone.
—Es la firma de su mujer, una sueca. Una mujer de comportamiento un poco licencioso que no sabe adaptarse a nuestras costumbres.
—A su juicio, ¿cuánto puede valer la joya?
—Yo de eso no entiendo. Los propietarios me han dicho que sobre los ochenta millones de liras.
—Pues entonces, vamos a hacer una cosa. Luego llamaré a mi compañero Jacomuzzi, que es el que la tiene, y le pediré que me la envíe. Mañana por la mañana se la haré llegar a su estudio por medio de uno de mis agentes.
—La verdad es que no sé cómo darle las gracias...
Montalbano lo interrumpió.
—Y usted le entregará a mi agente un recibo en toda regla.
—¡Por supuesto que sí!
—Y un cheque por valor de diez millones, me he permitido redondear el valor del collar, que sería el porcentaje que le corresponde a la persona que encuentra objetos de valor o dinero.
Rizzo encajó el golpe casi con elegancia.
—Me parece muy justo. ¿A nombre de quién lo tengo que extender?
—De Baldassare Montaperto, uno de los dos basureros que encontraron el cuerpo del ingeniero.
El abogado tomó cuidadosamente nota del nombre.
Aún no había terminado Rizzo de cerrar la puerta, cuando Montalbano empezó a marcar el número del domicilio particular de Nicolò Zito. Lo que acababa de decirle el abogado le había puesto en marcha un mecanismo mental que exteriormente se traducía en un desmedido afán de entrar en acción. Le contestó la mujer de Zito.
—Mi marido acaba de salir, se va a Palermo. —De golpe, una recelosa pregunta—: Pero ¿no estuvo con usted anoche?
—Sí que estuvo conmigo, señora, pero esta mañana he recordado un detalle importante.
—Espere, a lo mejor consigo alcanzarlo, voy a llamarlo por el interfono.
Poco después, Montalbano oyó primero la jadeante respiración y después la voz de su amigo.
—Pero ¿qué quieres ahora? ¿No tienes bastante con lo de anoche?
—Necesito una información.
—Si es breve...
—Lo quiero saber todo, pero todo, incluso los chismorreos más raros, acerca de Giacomo Cardamone y de su mujer, que, al parecer, es sueca.
—¿Cómo que al parecer? ¡Una vara de un metro ochenta, con unas piernas y unas tetas que no veas! Si quieres saberlo todo, lo que se dice todo, hace falta un tiempo del que yo no dispongo. Mira, vamos a hacer una cosa: yo me voy, durante el viaje lo pienso y, en cuanto llegue, te envío un fax.
—¿Y adónde lo envías? ¿A la comisaría? Pero si aquí todavía estamos con el tam-tam y las señales de humo.
—Pues entonces lo envío a mi redacción de Montelusa. Puedes pasarte por allí hoy mismo a la hora del almuerzo.
Necesitaba moverse un poco, así que salió de su despacho y entró en el cuarto de los sargentos.
—¿Cómo está Tortorella?
Fazio contempló el escritorio vacío de su compañero.
—Ayer fui a verlo. Por lo visto, sale el lunes del hospital.
—¿Tú sabes cómo se entra en la vieja fábrica?
—Cuando construyeron el muro después del cierre, pusieron una puerta de hierro, tan pequeña que hay que agacharse para entrar.
—¿Quién tiene la llave?
—No lo sé, pero me puedo enterar.
—No sólo te vas a enterar, sino que mañana por la mañana me la traes.
Volvió a su despacho y llamó a Jacomuzzi. Éste, después de hacerlo esperar, decidió contestar.
—¿Qué tienes, diarrea?
—Vamos, Montalbano, ¿qué quieres?
—¿Qué encontraste en el collar?
—¿Qué quieres que encontrara? Nada. Bueno, sí, huellas digitales, pero había tantas y tan confusas que no se podían descifrar. ¿Qué hago con él?
—Me lo mandas hoy mismo. Hoy mismo, ¿está claro?
Desde el despacho de al lado le llegó la alterada voz de Fazio.
—Pero bueno, ¿nadie sabe a quién pertenecía esta Sicilchim? ¡Tiene que haber un gerente, un administrador! —En cuanto vio aparecer a Montalbano, el sargento añadió—: Por lo visto, es más fácil conseguir las llaves de San Pedro.
El comisario le dijo que salía y que estaría de vuelta en dos horas, como máximo. A su regreso quería ver la llave encima de su escritorio.
En cuanto lo vio en el umbral, la mujer de Montaperto palideció y se llevó la mano al corazón.
—¡Oh, Señor! ¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado?
—Nada por lo que usted tenga que preocuparse. Es más, le traigo buenas noticias, puede creerme. ¿Está su marido en casa?
—Sí, señor, hoy ha terminado muy pronto. La mujer lo hizo pasar a la cocina y fue a llamar a Saro, que se había tendido en el dormitorio al lado de su hijo y trataba de conseguir que cerrara los ojos, aunque sólo fuera un ratito.
—Sentaos —dijo el comisario— y escuchadme bien. ¿Adónde pensabais llevar a vuestro hijo con el dinero del empeño del collar?
—A Bélgica —contestó inmediatamente Saro—. Allí vive mi hermano y está dispuesto a acogernos en su casa durante algún tiempo.
—¿El dinero para el viaje, lo tenéis?
—Ahorrando como fieras hemos conseguido reunir un dinerillo —contestó la mujer sin poder disimular una pizca de orgullo.
—Pero sólo alcanzará para el viaje —puntualizó Saro.
—Muy bien. Pues entonces hoy mismo vas a la estación y sacas los billetes. Mejor aún, coge el autobús y ve a Raccadali, allí hay una agencia.
—Sí, señor. Pero ¿por qué ir hasta Raccadali?
—No quiero que en Vigàta se enteren de lo que pensáis hacer. Mientras tanto, la señora preparará las cosas que os tengáis que llevar. No le digáis a nadie adónde vais, ni siquiera a personas de la familia. ¿Está claro?
—Clarísimo. Pero perdone, señor comisario, ¿qué tiene de malo ir a Bélgica para que curen a nuestro hijo? Usted me pide que lo haga todo a escondidas, como si fuera ilegal.