Authors: Andrea Camilleri
—¿Quién coño será a estas horas?
En calzoncillos, tal como estaba, fue a abrir.
—Hola —dijo Anna.
Lo había olvidado por completo. La chica le había dicho que iría a su casa a aquella hora. Anna lo miró de arriba abajo.
—Veo que llevas el atuendo apropiado —dijo, entrando.
—Dime lo que tengas que decirme y lárgate a casa. Estoy muerto de cansancio.
Sinceramente molesto por aquella invasión, Montalbano se dirigió a su dormitorio, se puso unos pantalones y una camisa y regresó al comedor. Anna no estaba. Se encontraba en la cocina, había abierto el frigorífico y ya le estaba hincando el diente a un bocadillo de jamón.
—Tengo un hambre que no veas.
—Habla mientras comes.
Montalbano colocó la cafetera sobre el quemador de la cocina de gas.
—¿Te haces un café a estas horas? ¿Y después puedes volver a dormirte?
—Anna, por favor.
Montalbano no conseguía ser amable.
—Está bien. Esta tarde, después de vernos, he sabido por un compañero, que a su vez ha sido informado por un confidente, que desde ayer por la mañana un tipo ha estado visitando a todos los joyeros, compradores ilegales y casas de empeños, tanto clandestinas como legales, para advertirles de que lo avisen en caso de que se presente alguien para vender o empeñar una joya determinada. Se trata de un collar con una cadena de oro macizo y un colgante en forma de corazón cuajado de brillantes. Como uno de esos que se compran en los almacenes Standa por diez mil liras, sólo que auténtico.
—¿Y cómo lo tienen que avisar, con una llamada telefónica?
—No te lo tomes a broma. A cada uno les ha dicho que hagan una señal distinta: colocar en la ventana un trozo de tela de color verde, pegar en el portal un trozo de periódico y cosas por el estilo. Muy listo. De esta manera, él ve sin ser visto.
—De acuerdo, pero ¿a mí qué...?
—Déjame terminar. Por su manera de hablar y actuar, sus interlocutores han comprendido que era mejor hacer lo que él les decía. Después, hemos averiguado que, simultáneamente, otras personas han realizado un recorrido por las siete iglesias de los pueblos de la provincia, incluido Vigàta. O sea, que el que ha perdido el collar lo quiere recuperar.
—No veo nada de malo en ello. Pero ¿por qué razón, a tu juicio, este asunto debería interesarme a mí?
—Porque el hombre le ha dicho a un comprador ilegal de Montelusa que es posible que el collar se perdiera en el aprisco durante la noche del domingo al lunes. ¿Te interesa ahora el asunto?
—Hasta cierto punto.
—Ya lo sé, puede ser sólo una coincidencia y no tener nada que ver con la muerte de Luparello.
—De todos modos, te lo agradezco. Y ahora vuelve a casa, que ya es tarde.
El café ya estaba listo; Montalbano se llenó una taza y, naturalmente, Anna aprovechó la ocasión.
—¿Y yo qué?
Armándose de paciencia, el comisario llenó otra taza y se la ofreció. Anna le gustaba, pero ¿es que no se daba cuenta de que él tenía otra mujer?
—No —dijo de repente Anna, dejando el café.
—No, ¿qué?
—No quiero volver a casa. ¿Tanto te molesta que esta noche me quede aquí, contigo?
—Pues sí, me molesta.
—Pero ¿por qué?
—Soy demasiado amigo de tu padre. Tendría la sensación de que lo estoy traicionando.
—¡Menuda charrada!
—Será una charrada, pero es así. Y, además, olvidas que estoy enamorado, y muy en serio, de otra mujer.
—Que no está.
—No está, pero es como si estuviera. No seas boba y no digas tonterías. Has tenido mala suerte, Anna, has tropezado con un hombre honrado. Lo siento. Perdóname.
* * *
No conseguía conciliar el sueño. Anna había acertado al advertirle de que el café lo desvelaría. Pero había otra cosa que lo ponía nervioso: si aquel collar se había perdido en el aprisco, lo más probable era que Gegè hubiera sido informado. Pero Gegè se había guardado mucho de decírselo, y seguro que no lo había hecho porque lo considerara un dato insignificante.
A las cinco y media de la mañana, tras haberse pasado toda la noche levantándose y volviéndose a acostar, Montalbano decidió forjar un plan para hacerle pagar a Gegè su silencio sobre el collar extraviado y el cachondeo acerca de su visita al aprisco. Se dio una larga ducha, se bebió tres cafés seguidos y se dirigió en su automóvil al Rabato, el barrio más antiguo de Montelusa, que había quedado destruido treinta años atrás a causa de un desprendimiento de tierras. Entre sus ruinas, en destartaladas casuchas medio derruidas, vivían inmigrantes clandestinos, tunecinos y marroquíes. Montalbano se dirigió a través de estrechos y tortuosos callejones a la plaza Santa Croce, donde una iglesia se elevaba intacta entre las ruinas. Sacó del bolsillo la hoja de papel que le había entregado Gegè: Carmen, tunecina cuyo verdadero nombre era Fatma ben Gallud, vivía en el número 48. Se trataba de una miserable habitación situada en la planta baja. En la puerta había un ventanuco abierto para que circulara el aire. Llamó y no contestó nadie. Volvió a llamar más fuerte y esta vez una adormilada voz preguntó:
—¿Quién es?
—Policía —disparó Montalbano.
Había decidido actuar con contundencia, sorprendiéndola en el aturdimiento de un repentino despertar. Además, Fatma, por su trabajo en el aprisco, debía de haber dormido mucho menos que él. Se abrió la puerta y la mujer apareció envuelta en una gran toalla de baño que sujetaba con una mano a la altura del pecho.
—¿Qué quieres?
—Hablar contigo.
La chica se apartó a un lado. En la mísera estancia había una cama de matrimonio medio deshecha, una mesita con dos sillas y un hornillo de gas; una cortina de plástico separaba el lavabo y la taza del excusado del resto de la estancia. Todo estaba en perfecto orden y brillaba como un espejo, pero el olor de la mujer y del barato perfume que usaba casi le cortaba a uno la respiración.
—Déjame ver tu permiso de residencia.
Como por efecto del miedo, la mujer soltó la toalla y se tapó los ojos con las manos. Largas piernas, fina cintura, vientre liso, senos altos y compactos, una real hembra como las que se veían en los anuncios de la televisión. Tras un instante, la inmóvil espera de Fatma le hizo comprender a Montalbano que no se trataba de miedo, sino de un intento de llegar al más obvio y habitual de los arreglos entre hombre y mujer.
—Vístete.
Había un alambre tendido de uno a otro extremo de la habitación. Fatma se acercó a él con sus anchos hombros, su espalda perfecta y sus pequeñas y redondas nalgas.
«Con este cuerpo —pensó Montalbano—, por la de situaciones que habrá tenido que pasar.»
Se imaginó la cautelosa cola en ciertos despachos, delante de la puerta cerrada, al otro lado de la cual Fatma esperaba para ganarse la «tolerancia de las autoridades», como a veces él había tenido ocasión de leer, una tolerancia, en efecto, de casa de tolerancia. Fatma se puso un vestido ligero de algodón sobre el cuerpo desnudo y permaneció de pie delante de Montalbano.
—Bueno ¿y dónde está la documentación?
La mujer negó con la cabeza y rompió silenciosamente a llorar.
—No tengas miedo —le dijo el comisario.
—Yo no miedo. Yo mucha mala suerte.
—¿Por qué?
—Porque, si tú esperar unos días, yo no estar aquí.
—¿Adónde querías ir?
—Hay un señor de Fela, querer a mí, yo gustar a él, domingo dijo casar conmigo. Yo creo a él.
—¿El que te viene a ver todos los sábados y domingos?
Fatma abrió unos ojos como platos.
—¿Cómo tú saber? —Rompió nuevamente a llorar—. Pero ahora todo terminado.
—Dime una cosa. ¿Gegè deja que te vayas con este señor de Fela?
—Señor hablado con señor Gegè, señor paga.
—Mira, Fatma, hazte cuenta de que no he venido. Sólo quiero preguntarte una cosa y, si me dices la verdad, doy media vuelta, me voy y puedes volver a la cama.
—¿Qué quieres saber?
—¿Te han preguntado en el aprisco si habías encontrado una cosa?
Los ojos de la mujer se iluminaron.
—¡Oh, sí! Vino señor Filippo, el hombre de señor Gegè. Dijo a todos nosotros si encontrábamos collar de oro con corazón de brillantes, dar enseguida a él. Si no encontrar, buscar.
—¿Y sabes si alguien lo ha encontrado?
—No. También esta noche todas buscar.
—Gracias —dijo Montalbano, encaminándose hacia la puerta. Una vez en el umbral, se detuvo y se volvió a mirar a Fatma—. Enhorabuena.
De esta manera, Montalbano se la había devuelto a Gegè, pues había conseguido averiguar lo que aquél le había ocultado. Y, de lo que Fatma acababa de decirle, el comisario extrajo una lógica consecuencia.
Llegó a la comisaría a las siete en punto. El agente que estaba de guardia lo miró, preocupado.
—¿Le ocurre algo,
dottore
?
—Nada —lo tranquilizó Montalbano—. Simplemente me he levantado temprano.
Había comprado los dos periódicos de la isla y empezó a leerlos. El primero de ellos anunciaba con todo lujo de detalles los solemnes funerales que el obispo celebraría al día siguiente en la catedral por el descanso eterno de Luparello. Dada la previsible afluencia de personalidades que acudirían para dar el pésame y rendir el último homenaje al difunto, se adoptarían medidas de seguridad extraordinarias. Se iba a contar con la presencia de dos ministros, cuatro subsecretarios, dieciocho diputados y senadores y una caterva de diputados regionales. De ahí la necesidad de recurrir a agentes de la policía, carabineros, agentes de la Policía Judicial y de la guardia urbana, sin contar los guardaespaldas personales y otros de carácter todavía más personal, acerca de los cuales el periódico no decía nada, formados por gente indudablemente relacionada con el orden público pero desde el otro lado de la ley. El segundo periódico repetía más o menos lo mismo, añadiendo que la capilla ardiente se había instalado en el vestíbulo de la residencia de los Luparello, y que una interminable cola de personas esperaba para expresar su gratitud por todo lo que el difunto, cuando todavía estaba vivo, claro, había hecho por ellas con imparcial diligencia.
Entretanto, ya había llegado el sargento Fazio, con quien Montalbano se pasó un buen rato comentando algunas investigaciones pendientes. De Montelusa no se recibió ninguna llamada. Al mediodía, el comisario abrió una carpeta que contenía la declaración de los basureros acerca del descubrimiento del cadáver. Copió sus direcciones, saludó al sargento y a los agentes y dijo que se dejaría caer por allí por la tarde.
Si los hombres de Gegè habían hablado con las putas por la cuestión del collar, lo más seguro era que también hubieran intercambiado unas palabras con los basureros.
Bajada de Gravet, 28, una casa de tres pisos con portero automático. Contestó la voz de una mujer madura.
—Soy un amigo de Pino.
—Mi hijo no está.
—Pero ¿no ha terminado en la Splendor?
—Ha terminado, pero se ha ido a otro sitio.
—¿Me puede abrir, señora? Sólo quiero dejarle un sobre. ¿Qué piso es?
—El último.
Una digna pobreza, dos habitaciones, una cocina en la que se podía estar y el retrete. Se podía calcular con precisión la superficie nada más entrar. La señora, una mujer de cincuenta años humildemente vestida, lo acompañó.
—La habitación de Pino está por aquí.
Una pequeña estancia llena de libros y revistas, y una mesita de jugar a las cartas bajo la ventana.
—¿Adónde ha ido Pino?
—A Raccadali, está probando un papel de Martoglio, ése que habla de San Juan Decapitado. A mi hijo le gusta hacer teatro.
Montalbano se acercó a la mesita. Pino debía de estar escribiendo una pieza teatral, pues en una hoja de papel había anotado una serie de frases. Sin embargo, al ver un nombre, el comisario experimentó una sacudida.
—Señora, ¿sería tan amable de darme un vaso de agua?
En cuanto la mujer se retiró, Montalbano dobló la hoja de papel y se la guardó en el bolsillo.
—El sobre —le recordó la mujer, que acababa de regresar y le estaba ofreciendo el vaso de agua.
Montalbano realizó una interpretación que, de haber estado presente, Pino habría admirado sin la menor duda: rebuscó en los bolsillos de los pantalones y, después, con más prisa, en los de la chaqueta. Puso cara de asombro y, finalmente, se dio una fuerte palmada en la frente.
—¡Seré imbécil! ¡Me he dejado el sobre en el despacho! Sólo cinco minutos, señora, voy por él y vuelvo enseguida.
Subió al coche, sacó la hoja de papel que acababa de robar y lo que leyó en ella lo enfureció. Puso el motor en marcha y se fue. Via Lincoln, 102. En su declaración, Saro había indicado incluso la puerta. El comisario calculó que el arquitecto técnico debía de vivir en el sexto piso. El portal estaba abierto, pero el ascensor no funcionaba. Subió a pie los seis pisos, pero tuvo la satisfacción de comprobar que había acertado en sus cálculos: una reluciente placa decía «BALDASSARE MONT APERTO». Le abrió una joven menuda con un niño en brazos cuyos ojos miraban con expresión inquieta.
—¿Está Saro?
—Ha ido a la farmacia a comprarle las medicinas a nuestro hijo, pero vuelve enseguida.
—¿Por qué, está enfermo?
Sin contestar, la mujer extendió el brazo para enseñárselo. El chiquillo estaba enfermo, vaya si lo estaba: tez amarillenta, mejillas hundidas, grandes ojos de adulto que lo miraban con irritación. Montalbano se compadeció de él. No soportaba ver sufrir a los niños.
—¿Qué le ocurre?
—Los médicos no lo saben explicar. ¿Pero quién es usted?
—Me llamo Virduzzo y trabajo como contable en la Splendor.
—Pase.
La mujer ya estaba más tranquila. El apartamento estaba muy desordenado, y era evidente que el hecho de tener que permanecer siempre al lado del pequeño le impedía dedicarse a las tareas domésticas.
—¿Qué quiere de Saro?
—Me parece que me he equivocado en las cuentas de la última paga y le he dado de menos, y quisiera ver su sobre.
—Si es por eso no hace falta que espere a Saro. —Dijo la mujer—. Yo puedo enseñarle el sobre. Acompáñeme.
Montalbano la siguió. Ya se había inventado otro pretexto para aguardar la llegada del marido. El dormitorio olía mal, como a leche agria. La mujer trató de abrir el cajón superior de una cómoda, pero no podía, pues sujetaba al chiquillo con un brazo y sólo tenía una mano libre.