Authors: Andrea Camilleri
La gasolina había formado un charco enorme y las emanaciones le produjeron a Montalbano una sensación de mareo y un ligero aturdimiento. En la gasolinera había un automóvil con matrícula de Palermo y el parabrisas roto.
—Ha habido un herido, el que iba al volante —dijo el sargento—. Se lo ha llevado la ambulancia.
—¿Grave?
—No, nada importante. Pero se ha pegado un susto tremendo.
—¿Qué ha ocurrido exactamente?
—Si quiere, puede hablar usted mismo con el empleado...
A las preguntas del comisario, el hombre contestó con una voz de registro tan agudo que ejerció en Montalbano el mismo efecto que una uña rascando un cristal. Los hechos se habían producido aproximadamente de la siguiente manera: se había detenido un coche; la única persona que viajaba en él había pedido que le llenaran el depósito; el empleado introdujo la manguera en el depósito y la dejó en funcionamiento mientras atendía a otro coche que acababa de llegar, cuyo conductor había pedido treinta mil liras de gasolina y que le echara un vistazo al nivel de aceite. En el momento en que el empleado estaba a punto de atender al segundo cliente, un coche había disparado desde la carretera una ráfaga de ametralladora y había acelerado; perdiéndose entre el tráfico. El hombre que se encontraba al volante del primer coche se había lanzado de inmediato en su persecución, quedando en el suelo la manguera, de la que seguía manando carburante. Mientras, el conductor del segundo automóvil, que había sido alcanzado de refilón por una bala, gritaba como un loco. Una vez superado el primer momento de pánico y al darse cuenta de que ya no había peligro, el empleado de la gasolinera fue a auxiliar al herido, mientras la manguera del surtidor seguía derramando gasolina por el suelo.
—¿Le has visto la cara al hombre del primer coche, el que se ha lanzado en persecución del otro?
—No, señor.
—¿Estás completamente seguro?
—Como que hay Dios.
Entretanto, habían llegado los bomberos, avisados por Fazio.
—Vamos a hacer una cosa —dijo Montalbano al sargento—, en cuanto terminen los bomberos, coges al empleado, que no me convence para nada, y te lo llevas a la comisaría. Ejerce toda la presión que puedas, pues ése sabe muy bien quién era el hombre contra quien querían disparar.
—Yo también lo creo.
—¿Qué te apuestas a que es uno de la familia de los Cuffaro? Este mes me parece que le toca a uno de ellos.
—¿Es que quiere quitarme el dinero del bolsillo? —preguntó entre risas el sargento—. Usted la apuesta ya la tiene ganada.
—Hasta luego.
—¿Adónde va? ¿Quiere que lo acompañe con el vehículo de servicio?
—Voy a casa a cambiarme. Desde aquí, a pie, tardaré unos veinte minutos. Respirar un poco me sentará bien.
Se alejó. No quería presentarse ante Ingrid Sjostrom vestido como un figurín.
Nada más salir de la ducha, todavía desnudo y chorreando agua, se plantó delante del televisor. Las imágenes correspondían al funeral de Luparello, celebrado aquella mañana. El cámara sabía que las únicas personas capaces de conferir un cierto dramatismo a la ceremonia —que, por otra parte, era similar a cualquier otra de las muchas y aburridas manifestaciones oficiales que solían celebrarse— eran las que integraban el trío viuda, hijo Stefano y sobrino Giorgio. De vez en cuando y sin darse cuenta, la señora echaba nerviosamente la cabeza hacia atrás, como diciendo repetidamente que no. Con voz baja y compungida, el comentarista interpretaba aquel no como el gesto evidente de una criatura que, ante la certeza de la muerte, se negaba a aceptarla. Pero, mientras el cámara concentraba en ella el teleobjetivo hasta conseguir captar su mirada, Montalbano vio confirmado en ella lo que la viuda le había confesado: en sus ojos sólo había desprecio y aburrimiento. A su lado se sentaba el hijo, «petrificado por el dolor», decía el comentarista, pero la petrificación se debía tan sólo a que el joven ingeniero estaba haciendo gala de una compostura rayana en la indiferencia. En cambio, Giorgio se movía como un árbol azotado por el viento, oscilaba con lívido semblante y estrujaba incesantemente entre sus manos un pañuelo empapado de lágrimas.
Sonó el teléfono y, sin apartar los ojos de la pantalla, fue a contestar.
—Comisario, soy Germanà. Todo arreglado. El abogado Rizzo le da las gracias y dice que ya encontrará la manera de pagar la deuda.
Se decía por ahí que más de un acreedor hubiera preferido no cobrar, considerando las maneras que el abogado utilizaba a veces para pagar sus deudas.
—Luego he ido a ver a Saro y le he entregado el cheque. Los he tenido que convencer; no se lo creían, pensaban que era una broma. Después, han empezado a besarme las manos. Excusaré contarle todo lo que el Señor, según ellos, debería hacer por usted. El coche está en la comisaría. ¿Qué hago, se lo llevo a casa?
El comisario consultó el reloj. Faltaba algo más de una hora para su cita con Ingrid.
—Bueno, pero con calma. Basta con que estés aquí sobre las nueve y media. Después, te acompaño al pueblo.
* * *
No quería perderse el momento del falso desmayo. Se sentía como un espectador al que un prestidigitador hubiera revelado el truco y ya no disfruta de la sorpresa, aunque sí de la habilidad. Pero el que se perdió fue el cámara, que, en aquel preciso instante, no consiguió captar al grupo de familiares, ni siquiera pasando rápidamente desde el primer plano del ministro a una panorámica, pues Stefano y dos voluntarios ya estaban acompañando fuera a la señora, mientras Giorgio permanecía en su sitio sin dejar de oscilar hacia delante y hacia atrás.
En lugar de dejar a Germanà en la puerta de la comisaría y marcharse, Montalbano bajó con él. Encontró a Fazio, que ya había regresado de Montelusa; había estado hablando con el herido, y finalmente había conseguido tranquilizarlo. Se trataba, le explicó el sargento, de un vendedor de electrodomésticos milanés que, una vez cada tres meses, cogía el avión, desembarcaba en Palermo, alquilaba un coche y realizaba su recorrido. En la gasolinera, estaba echando un vistazo a un papel para comprobar la dirección del siguiente cliente cuando, de repente, oyó unos disparos y notó un agudo dolor en la espalda. Fazio se creía la historia.
—
Dotto
, ése, cuando vuelva a Milán, se apunta a esta Liga Lombarda que quiere que Sicilia se separe del norte.
—¿Y el empleado de la gasolinera?
—El empleado es otra cosa. Giallombardo está hablando con él. Ya sabe usted cómo es; uno puede pasarse dos horas charlando con él como si lo conociera de toda la vida y, de pronto, se da cuenta de que le ha contado secretos que no revelaría ni a un cura en confesión.
Las luces estaban apagadas y la puerta de cristal cerrada. Montalbano había elegido expresamente el día de cierre semanal del bar Marinella. Aparcó el coche y esperó. Minutos después apareció un cupé rojo, plano como un lenguado. Ingrid abrió la portezuela y bajó. A pesar de la débil luz de la farola, el comisario vio que estaba mucho mejor de lo que se había imaginado: con unos ajustados vaqueros que envolvían unas piernas larguísimas, una blusa blanca escotada con las mangas remangadas, sandalias y el cabello recogido en un moño, era la auténtica mujer de portada de revista. Ingrid miró a su alrededor. Vio las luces apagadas, y con paso indolente pero seguro se dirigió hacia el automóvil del comisario. Se inclinó para hablarle a través de la ventanilla abierta.
—¿Ves como yo tenía razón? Y ahora, ¿adónde vamos, a tu casa?
—No —contestó enfurecido Montalbano—. Suba.
La mujer obedeció, e inmediatamente el automóvil se impregnó del perfume que el comisario ya conocía.
—¿Adónde vamos? —repitió la mujer.
Ahora ya no bromeaba. Era una mujer, y había percibido el nerviosismo del hombre.
—¿Tiene tiempo?
— Todo el que yo quiera.
—Vamos a un sitio en el que se sentirá a gusto porque ya ha estado allí, ya verá.
—¿Y mi coche?
—Pasaremos después a recogerlo.
Se pusieron en marcha y, tras unos minutos de silencio, Ingrid hizo la pregunta que tendría que haber hecho al principio.
—¿Por qué quieres verme?
El comisario estaba pensando en que lo que se le había ocurrido al decirle que subiera con él al coche era una idea de auténtico lince, pero es que él era siempre un lince.
—Quería verla porque tengo que hacerle unas cuantas preguntas.
—Mira, comisario, yo le hablo de tú a todo el mundo. Si me hablas de usted, haces que me sienta incómoda. ¿Cuál es tu nombre de pila?
—Salvo. ¿El abogado Rizzo te ha dicho que hemos encontrado el collar?
—¿Cuál?
—¿Cómo que cuál? El del corazón de brillantes.
—No, no me lo ha dicho. Además, no tengo trato con él. Seguramente se lo habrá dicho a mi marido.
—Tengo una curiosidad. ¿Acaso estás acostumbrada a perder y encontrar joyas?
—¿Por qué?
—Pero ¿cómo? Te digo que hemos encontrado un collar que es tuyo y que vale cien millones de liras, ¿y ni siquiera parpadeas?
Ingrid soltó una suave carcajada gutural.
—La verdad es que no me gustan. ¿Lo ves?
Le mostró las manos.
—No llevo anillos, ni siquiera una alianza.
—¿Dónde lo perdiste?
Ingrid no contestó de inmediato.
«Está repasando la lección», pensó Montalbano. Pero, de pronto, la mujer empezó a hablar mecánicamente. El hecho de ser extranjera no la ayudaba a mentir.
—Tenía curiosidad por ver este apresco...
—Aprisco —la corrigió Montalbano.
—... del que tanto había oído hablar. Convencí a mi marido para que me llevara. Bajé del coche, di unos pasos y estuvieron a punto de atacarme. Me pegué un susto de muerte. Nos fuimos enseguida, tenía miedo de que mi marido empezara a discutir. Al llegar a casa, me di cuenta de que no llevaba el collar.
—¿Y por qué te lo habías puesto aquella noche, si no te gustan las joyas?
Ingrid titubeó.
—Lo llevaba porque aquella tarde había estado con una amiga que lo quería ver.
—Oye —dijo Montalbano—, tengo que aclararte una cosa. Estoy hablando contigo como comisario, pero de manera oficiosa, ¿me explico?
—No. ¿Qué significa «oficiosa»? No conozco la palabra.
—Significa que todo lo que me digas quedará entre tú y yo. ¿Cómo es posible que tu marido haya elegido precisamente a Rizzo como abogado?
—¿No tendría que haberlo hecho?
—No. Por lo menos, en buena lógica. Rizzo era el brazo derecho del ingeniero Luparello, es decir, el adversario político más importante de tu suegro. Por cierto, ¿tú conocías a Luparello?
—De vista. Rizzo es el abogado de Giacomo desde siempre. Y yo no entiendo una mierda de política. —Se desperezó, arqueando los brazos—. Me estoy aburriendo. Lástima. Pensaba que el encuentro con un policía sería más emocionante. ¿Puedo saber adónde vamos? ¿Falta mucho todavía?
—Ya estamos llegando —contestó Montalbano. En cuanto dejaron atrás la curva Sanfilippo, la mujer se puso ostensiblemente nerviosa, miró dos o tres veces al comisario por el rabillo del ojo y le dijo en voz baja:
—No parece que por aquí haya ningún bar.
—Ya lo sé —contestó Montalbano y, aminorando la marcha, cogió el bolso bandolera que había dejado detrás del asiento del copiloto que ahora ocupaba Ingrid—. Quiero que veas una cosa.
Lo depositó sobre sus rodillas. La mujer lo miró y pareció sorprenderse en serio.
—¿Y cómo lo tienes tú?
—¿Es tuyo?
—Claro que es mío. Mira, aquí están mis iniciales.
Al ver que no estaban las dos letras, se quedó todavía más perpleja.
—Se habrán caído —dijo en voz baja, pero no parecía muy convencida.
Se estaba perdiendo en un laberinto de preguntas sin respuesta, y ahora era evidente que algo la estaba empezando a preocupar.
—Tus iniciales aún están ahí. No puedes verlas porque estamos a oscuras. Las han arrancado, pero ha quedado la huella en el cuero.
—Pero ¿por qué las han quitado? ¿Y quién?
Ahora en su voz se advertía una nota de angustia. El comisario no le contestó, pero sabía muy bien por qué lo habían hecho, precisamente para hacerle creer a él que Ingrid había tratado de conferir un carácter anónimo a su bolso. Habían llegado a la altura del sendero por el que se accedía a Capo Massaria, y Montalbano, que había acelerado como si quisiera seguir todo recto, viró bruscamente y lo enfiló. De repente, sin mediar palabra, Ingrid abrió la puerta, saltó ágilmente del vehículo en marcha y echó a correr entre los árboles. Soltando maldiciones, el comisario frenó, bajó y corrió tras ella. A los pocos segundos se dio cuenta de que jamás conseguiría darle alcance y se detuvo, indeciso: justo en aquel momento, la vio caer. Cuando llegó a su lado, Ingrid, que aún no había conseguido levantarse, interrumpió un monólogo en sueco, con el que claramente estaba expresando todo el miedo y la rabia que sentía.
—¡Vete a tomar por saco! —dijo sin dejar de frotarse el tobillo derecho.
—Levántate y no hagas más tonterías.
La mujer obedeció con gran esfuerzo y se apoyó en Montalbano, que había permanecido inmóvil sin ayudarla.
La verja se abrió sin dificultad, pero la puerta principal de la casa opuso resistencia.
—Dame a mí —dijo Ingrid.
Lo había seguido sin un gesto, casi resignada.
Pero ya había organizado su plan defensivo.
—De todos modos, dentro no vas a encontrar nada —dijo en el umbral, en tono desafiante.
Encendió la luz, muy segura de sí misma, pero al ver los muebles, las cintas de vídeo y la estancia perfectamente amueblada, no pudo evitar una expresión de asombro mientras una arruga se dibujaba en su frente.
—Me habían dicho...
Pero inmediatamente se dominó y dejó la frase sin terminar. Se encogió de hombros y miró a Montalbano, esperando que éste hiciera algo.
—Al dormitorio —dijo el comisario.
Ingrid abrió la boca para soltar una frase ingeniosa, pero se desanimó; dio media vuelta, se dirigió renqueando a la otra habitación y encendió la luz, esta vez sin sorprenderse, pues ya esperaba que todo estuviera en orden. Se sentó a los pies de la cama. Montalbano abrió la puerta de la izquierda del armario.
—¿Sabes a quién pertenecen estos vestidos?
—Tengo que suponer que son de Silvio, el ingeniero Luparello.
El comisario abrió la puerta del centro.