La excursión a Tindari (27 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

BOOK: La excursión a Tindari
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¿Era la puerta o el teléfono? Miró la hora: las once pasadas, demasiado pronto para Mimì.

—¿Oiga? Soy Sinagra.

El hilo de voz de Balduccio Sinagra, que siempre parecía que estuviera a punto de romperse como una telaraña al menor soplo de viento, era inconfundible.

—Sinagra, si tiene algo que decirme, llámeme a la comisaría.

—Espere. ¿Qué ocurre, tiene miedo? Este teléfono no está pinchado. A no ser que esté pinchado el suyo.

—¿Qué quiere?

—Quería decirle que me encuentro mal, muy mal.

—¿Porque no tiene noticias de su amadísimo nietecito Japichinu?

Era un disparo directo a los cojones. Y Balduccio Sinagra permaneció un instante en silencio, lo justo para encajar el golpe y recuperar el resuello.

—Estoy seguro de que mi nietecito, allí donde esté, se encuentra mejor que yo. Porque a mí los riñones ya no me funcionan. Necesito un trasplante, de lo contrario, me muero.

Montalbano no dijo nada. Dejó que el halcón volara en círculos concéntricos cada vez más cerrados.

—¿Sabe cuántos somos los enfermos que necesitamos esta operación? —añadió el viejo—. Más de diez mil, comisario. Mientras espera su turno, uno tiene tiempo de morirse.

El halcón había terminado de volar en círculo y ahora tenía que lanzarse en picado sobre la presa.

—Y después, tienes que estar seguro de que el que te haga la operación sea bueno y de confianza...

—¿Como el profesor Ingrò?

Él había alcanzado primero la presa, el halcón se lo había tomado con demasiada calma. Había conseguido desactivar la bomba que Sinagra sostenía en la mano. Y éste ya no podría decir que, por segunda vez, había manejado al comisario como una marioneta. La reacción del viejo fue sincera.

—Me quito el sombrero, comisario, de verdad. El profesor Ingrò es ciertamente la persona apropiada. Pero me dicen que ha tenido que cerrar el hospital que tenía aquí, en Montelusa. Porque él tampoco anda muy bien de salud, pobrecito.

—¿Qué dicen los médicos? ¿Es grave?

—Todavía no lo saben, quieren estar seguros antes de iniciar el tratamiento. ¡En fin, mi querido comisario, estamos todos en manos
d’o Signiruzzu
!

Y colgó el aparato.

Al final llamaron al timbre de la puerta. Estaba preparando el café.

—Nadie vigila la mansión —dijo Mimì nada más entrar—. Y, hasta hace media hora, el tiempo que he tardado en llegar aquí, estaba sola.

—Pero podría ser que entre tanto haya ido alguien.

—En tal caso, Fazio me llamará con su móvil. Pero tú me vas a decir ahora mismo por qué de repente te ha dado por el profesor Ingrò.

—Porque lo mantienen todavía en el limbo. No han decidido si seguir haciéndolo trabajar o liquidarlo como a los Griffo y a Nenè Sanfilippo.

—Entonces ¿el profesor tiene que ver con el asunto?

—Vaya si tiene —contestó Montalbano.

—Y a ti, ¿quién te lo ha dicho? —preguntó Augello, sorprendido.

Un árbol, un acebuche, hubiera sido la respuesta más apropiada. Pero Mimì lo habría tomado por loco.

—Ingrid ha llamado a Vanja, que está muy asustada porque hay cosas que no entiende. Por ejemplo, que Nenè conocía muy bien al profesor, pero jamás se lo dijo. Que su marido, cuando la sorprendió en la cama con su amante, no se enfadó ni se disgustó. Se preocupó, eso sí. Y después me lo ha confirmado esta noche Balduccio Sinagra.

—¡Dios mío! —exclamó Mimì—. ¿Qué tiene que ver Sinagra? ¿Y qué motivo habría tenido para hacer de espía?

—No ha hecho de espía. Me ha dicho que necesita un trasplante de riñón y se mostró de acuerdo conmigo cuando yo le mencioné al profesor Ingrò. También me ha dicho que el profesor no anda muy bien de salud. Eso ya me lo habías dicho tú, ¿recuerdas? Salvo que tú y Balduccio atribuís un significado distinto a la palabra «salud».

El café ya estaba listo. Se lo bebieron.

—Verás, Nenè Sanfilippo escribió toda la historia con absoluta claridad —añadió el comisario.

—¿Dónde?

—En la novela. Empieza copiando las páginas de un libro famoso, después cuenta la historia, añade otro fragmento de la novela y así sucesivamente. Es una historia de robots.

—Es de ciencia ficción, por eso me pareció que...

—Caíste en la trampa que Sanfilippo había urdido. Sus robots, que él llama Alpha 715 u Omega 37, están hechos de metal y de circuitos, pero razonan como nosotros, tienen nuestros mismos sentimientos. El mundo de los robots de Sanfilippo es un fiel reflejo del nuestro.

—¿Y qué cuenta la novela?

—Es la historia de un joven robot, Delta 32, que se enamora de la robot Gamma 1024, que es la mujer de un robot, Beta 5, famoso mundialmente porque es capaz de sustituir las piezas rotas de los robots por otras nuevas. El robot cirujano, vamos a llamarlo así, es un hombre, perdón, un robot, que siempre necesita dinero porque tiene la manía de comprar cuadros de mucho valor. Un día se hunde en una deuda que no puede pagar. Entonces, un robot delincuente, al frente de una banda, le hace una proposición. A saber: ellos le darán todo el dinero que quiera, siempre y cuando realice clandestinamente trasplantes a clientes que ellos le proporcionarán, clientes de relevancia mundial, ricos y poderosos que no tienen tiempo ni ganas de esperar su turno. El robot profesor pregunta entonces cómo se podrán obtener piezas de recambio apropiadas y recibirlas en el momento necesario. Le explican que eso para ellos no es un problema: ellos están en condiciones de encontrar la pieza de recambio. ¿Cómo? Desguazando un robot que responda a los requisitos y cogiendo la pieza que interesa. El robot desguazado se arroja al mar o se coloca bajo tierra. «Podemos atender a cualquier cliente», dice el jefe, que se llama Omicron 1. «En todos los lugares del mundo —explica—, hay gente encerrada en las cárceles, en campos apropiados. Y, en cada uno de estos campos, hay un robot nuestro. Y, en las inmediaciones de estos lugares, hay una pista de aterrizaje. Nosotros, aquí —añade Omicron 1—, somos sólo una mínima parte, nuestra organización actúa en todo el mundo, se ha globalizado.» Y Beta 5 acepta. Las peticiones de Beta 5 se transmitirán a Omicron 1, quien las transmitirá a su vez a Delta 32, el cual, sirviéndose de un sistema de Internet muy avanzado, las comunicará a unos servicios, digamos, operativos. Y aquí termina la novela. Nenè Sanfilippo no pudo escribir el final. El final lo escribió en su nombre Omicron 1.

Augello se pasó un buen rato pensando; por lo visto, aún no lograba entender con claridad todos los significados de lo que le había contado Montalbano. Al final, lo comprendió, palideció intensamente y preguntó en voz baja:

—A lo mejor, incluso robots pequeñitos.

—Naturalmente —le confirmó el comisario.

—¿Y cómo continúa la historia, a tu juicio?

—Tienes que partir de la premisa de que los que han organizado todo eso asumen una responsabilidad tremenda.

—Claro, la muerte de...

—No sólo la muerte, Mimì. También la vida.

—¿La vida?

—Por supuesto, la vida de los que se han sometido a la operación. Han pagado un precio tremendamente alto, y no me refiero al dinero: la muerte de otro ser humano. Si los hechos se descubrieran, se hundirían dondequiera que estuvieran, al frente de un gobierno, de un imperio económico o de un coloso bancario. Por consiguiente, a mi juicio los hechos se desarrollaron de la siguiente manera: un día, alguien descubre la relación entre Sanfilippo y Vanja, la mujer del profesor. A partir de aquel momento, Vanja constituye un peligro para toda la organización. Representa el posible nexo entre el cirujano y la organización mafiosa. Ambas cosas tienen que estar absolutamente desligadas. ¿Qué hacer? ¿Matar a Vanja? No, el profesor se vería situado en el centro de una investigación y se convertiría en protagonista de las páginas de sucesos de toda la prensa... Lo mejor es liquidar la central de Vigàta. Pero antes le revelan al profesor la traición de Vanja: a través de las reacciones de su mujer, deberá averiguar si ella está al corriente de algo. Pero Vanja no sabe nada. Se decreta su repatriación. La organización corta todas las posibles pistas que puedan conducir hasta ella: los Griffo, Sanfilippo...

—¿Y por qué no matan también al profesor?

—Porque todavía les puede ser útil. Su nombre es, tal como se dice en la publicidad, una garantía para los clientes. Quieren esperar a ver qué ocurre. Si todo se arregla, lo volverán a utilizar; en caso contrario, lo matarán.

—Y tú, ¿qué quieres hacer?

—¿Qué puedo hacer? Nada, de momento. Vete a casa, Mimì. Y gracias. ¿Fazio aún está en Santolì?

—Sí. Espera mi llamada.

—Llámalo. Dile que ya se puede ir a dormir. Mañana por la mañana, decidiremos la manera de continuar la vigilancia.

Augello habló con Fazio y después dijo:

—Se va a casa. No ha habido ninguna novedad. El profesor está solo. Mirando la televisión.

* * *

A las tres de la madrugada, tras haberse abrigado con una chaqueta porque fuera debía de hacer fresco, subió al coche y se puso en marcha. Fingiendo simple curiosidad, había conseguido que Augello le explicara dónde estaba situada exactamente la mansión de Ingrò. Durante el trayecto, volvió a pensar en la reacción de Mimì tras haberle revelado el asunto de los trasplantes. Su propia reacción había sido tan fuerte que poco había faltado para que le diera un ataque, mientras que Augello había palidecido, pero no había dado la sensación de impresionarse demasiado. ¿Autocontrol? ¿Falta de sensibilidad? No, la razón era mucho más sencilla: la diferencia de edad. Él era un cincuentón y Mimì un treintañero. Augello ya estaba preparado para el 2000, mientras que él jamás lo estaría. Eso era todo. Augello sabía que estaba entrando en una era de delitos despiadados cometidos por gente anónima que tenía un sitio, una dirección en Internet o lo que fuera, pero jamás un rostro, un par de ojos, una expresión. No, ya era demasiado viejo.

Se detuvo a unos veinte metros de la mansión, apagó los faros y permaneció inmóvil. A través de las ventanas no se filtraba ni un solo rayo de luz. El profesor Ingrò se habría ido a dormir. Bajó del coche y se acercó, apurando el paso, a la verja de la casa. Permaneció inmóvil otros diez minutos. Nadie se adelantó, nadie le preguntó desde la sombra qué deseaba. Con una minúscula linterna de bolsillo examinó la cerradura de la verja. No había ningún sistema de alarma. ¿Cómo era posible? Después se le ocurrió pensar que el profesor Ingrò no necesitaba sistemas de seguridad. Con las amistades que tenía, sólo a un pobre loco se le hubiera ocurrido la idea de ir a desvalijarle la mansión. Tardó un instante en abrir. Había un ancho camino de entrada, bordeado de árboles. El jardín debía de estar muy bien cuidado. No había perros, pues a aquella hora ya lo habrían atacado. Abrió también sin la menor dificultad la puerta principal con la ayuda de la ganzúa. Un amplio vestíbulo daba acceso a un salón de grandes ventanales y a otras habitaciones. Los dormitorios estaban en el piso de arriba. Subió por una lujosa escalinata cubierta por una mullida moqueta. En el primer dormitorio no había nadie. En el de al lado, en cambio, sí, alguien respiraba ruidosamente. Con la mano izquierda buscó a tientas el interruptor, pues en la derecha empuñaba la pistola. No le dio tiempo. La lámpara de una de las mesitas de noche se encendió.

El profesor Ingrò estaba tumbado en la cama completamente vestido, incluidos los zapatos. Y no pareció sorprenderse de la presencia en su dormitorio de un hombre desconocido y, por si fuera poco, armado. Estaba claro que ya lo esperaba. Se olía a cerrado, a sudor y a rancio. El profesor Ingrò ya no era el hombre que el comisario recordaba de las dos o tres veces que lo había visto en la televisión: llevaba barba de varios días, y tenía los ojos enrojecidos y el cabello desgreñado.

—¿Habéis decidido matarme? —preguntó en voz baja.

Montalbano no contestó. Permanecía todavía de pie en la puerta, con el brazo de la mano que empuñaba la pistola colgando a lo largo del costado, pero con el arma bien a la vista.

—Estáis cometiendo un error —añadió Ingrò.

Alargó la mano hacia la mesita de noche (Montalbano la reconoció, la había visto en la filmación de Vanja desnuda), cogió el vaso que había sobre la misma y se bebió un buen sorbo de agua. Se la echó parcialmente encima, de tanto como le temblaba la mano. Posó el vaso y habló de nuevo.

—Todavía os puedo ser útil. —Apoyó los pies en el suelo—. ¿Dónde encontraréis a otro tan bueno como yo?

«Mejor puede que no, pero más honrado, sí», pensó el comisario, pero no dijo nada. Prefería dejar que el otro se fuera liando él solito. Pero quizá fuera mejor darle un empujoncito. El profesor se había levantado, por lo que Montalbano levantó muy despacio la pistola y apuntó a su cabeza.

Entonces ocurrió. Como si alguien hubiera cortado el cable invisible que lo sostenía, el hombre cayó de rodillas y juntó las manos en actitud de oración.

—¡Por compasión! ¡Por compasión!

¿Compasión? ¿La misma que él había tenido con aquellos a quienes había hecho degollar, exactamente así, degollar?

El profesor estaba llorando. Las lágrimas y la saliva le hacían brillar la barba del mentón. ¿Y aquél era el personaje conradiano que él se había imaginado?

—Te puedo pagar si me ayudas a escapar —musitó.

Se introdujo la mano en el bolsillo, sacó un manojo de llaves y lo ofreció a Montalbano, que no se movió.

—Estas llaves... te puedes quedar con todos mis cuadros... una fortuna... te harás muy rico...

Montalbano no pudo contenerse por más tiempo. Se adelantó dos pasos, levantó el pie y golpeó en pleno rostro al profesor, el cual cayó hacia atrás y esta vez consiguió gritar.

—¡No! ¡No! ¡Esto no!

Se sostenía el rostro entre las manos y la sangre que manaba de la nariz rota le resbalaba entre los dedos. Montalbano levantó el otro pie.

—Ya basta —dijo una voz a su espalda.

Se volvió de golpe. Vio en la puerta a Augello y Fazio, armados con sendas pistolas. Se miraron a los ojos, se entendieron y empezó el teatro.

—Policía —dijo Mimì.

—¡Te hemos visto entrar, miserable! —dijo Fazio.

—Lo querías matar, ¿eh? —preguntó Mimì.

—Arroja la pistola —ordenó Fazio.

—¡No! —gritó el comisario. Agarró por el cabello a Ingrò, lo obligó a levantarse y le apuntó a la sien con la pistola—. Si no os vais, lo mato.

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