Read La evolución Calpurnia Tate Online
Authors: Jacqueline Kelly
Tags: #Aventuras, infantil y juvenil
—Abuelito, ¿siempre ha sido naturalista?
—¿Esto qué era? —dijo. Sostuvo un vaso con un líquido turbio y marrón bajo la luz caliente y ondulante, y se puso los anteojos para mirar el denso sedimento que se instalaba en el fondo como el fango de río—. Oh, no. No siempre.
—¿Su abuelo era naturalista, señor? —continué.
—No lo sé —respondió—. No puedo decir que le conociera: murió cuando yo era un crío. —Tomó un sorbo del líquido opaco y puso una cara rara. Destilar, sorber, hacer muecas; después solía maldecir. Éste era el patrón—. Diablos, esta cosa es repugnante —comentó.
Por lo visto, no había hecho ningún progreso.
—¿Qué edad tenía cuando él murió? —quise saber.
—Unos cinco años, diría yo. —Y entonces, adelantándose a mi siguiente pregunta, dijo—: Murió de las heridas que sufrió en una batalla contra los comanches en los territorios de Oklahoma.
—¿Y qué, le interesaba la ciencia?
—No, que yo sepa. Comerciaba con pieles de castor y gamuza, pero no creo que tuviera ningún otro interés aparte del puramente comercial. Fíltrame esto, ¿quieres? Luego lo pones en una de esas botellas y lo etiquetas con la fecha de hoy. Puede que mejore con el, tiempo; seguro que ya no puede ponerse peor.
Le cogí el vaso de precipitados y pasé su contenido a través de un tamiz de gasa a una botella vacía del Lydia Pinkham de mamá. A veces gastaba un montón de ese concentrado, en especial cuando mis hermanos le crispaban los nervios (que era gran parte del tiempo). Le puse el tapón a la botella y la marqué con un lápiz de grasa roja: 1 DE JULIO DE 1899. La coloqué en un estante junto a sus muchas compañeras fallidas.
—Entonces ¿cómo llegó a interesarse por la ciencia, señor? —le pregunté.
Dejó lo que estaba haciendo y pareció mirar por la ventana, aunque yo sabía que de noche no se puede ver a través de la arpillera, sólo hacia dentro. Al cabo de un buen rato, dijo:
—Ocurrió en el crepúsculo. 1865. Lo recuerdo como si fuese ayer. En realidad, lo recuerdo mejor que el día de ayer. La vejez es algo terrible, Calpurnia. —Me miró y añadió—: No dejes que te ocurra a ti.
—No, señor —contesté—. No lo haré.
—Yo era el oficial al mando de una tropa de chicos reclutados a la fuerza por todo Texas. Eran buenos jinetes: todos ellos habían crecido a lomos de un caballo. Pensaron que irían a caballería, pero resulta que los destinaron a infantería, a pasarse el día marchando. ¡Dios mío, cómo se quejaron al enterarse! Seguro que nunca has oído unas blasfemias tan creativas. Despreciaban el hecho de caminar, así que imagínate marchar. Pero, a pesar de sus protestas, eran los chicos más duros que hayas visto.
»El sol se estaba poniendo. Era abril en el río Sabine y habíamos montado un campamento sin fuego. Nuestro explorador ya regresaba y yo alcé el brazo en el aire para hacerle una seña en silencio cuando pasó algo increíble: algo iba volando y, ¡zas!, chocó contra mi mano. Con el susto, la cerré con fuerza alrededor de esa cosa y me sorprendió notar un pelaje cálido al tacto. Era un murciélago joven, muy pequeño y aturdido por el golpe.
—No —solté aire—. No.
—Sí —dijo el abuelito—. Yo estaba casi tan aturdido como el pobre animal.
—¿Y qué hizo?
—Nos quedamos mirando unos minutos. Tenía una mirada inteligente y amable y un pelaje delicado. Parecía un zorro en miniatura. Las alas eran correosas, sí, pero no frías ni repulsivas; más bien eran suaves y finas, como un guante de niño calentado por la mano de una dama.
Me pregunté qué haría yo si un murciélago chocara con mi mano. Seguramente, gritar y soltarlo; igual hasta me desmayaría. Reflexioné al respecto. No me había desmayado en mi vida, pero me pareció que sonaba a una experiencia interesante.
—Lo envolví con el último pañuelo que me quedaba y me lo guardé dentro de la camisa para mantenerlo en calor. Él no protestó ante ninguna de estas atenciones. Me lo llevé a mi tienda y, antes de prepararme para meterme en la cama, lo saqué de su envoltorio, lo puse bocabajo y toqué con sus pies un trozo de cuerda que había atado dentro de la tienda para secar la ropa. Aunque aún no parecía del todo consciente de su entorno, sus pies se agarraron al cordel, supongo que por un primitivo acto reflejo; se plegó de una forma singular y se quedó ahí colgado como si estuviera en la naturaleza: un bulto compacto, sorprendentemente pequeño y agradable de ver.
»Dejé la puerta de la tienda abierta. En algún momento de la larga y fría noche, desperté con el aire agitándose a mi alrededor, por así decirlo (no sé describirlo mejor), pues el murciélago volaba en torno a mi cabeza y después salió a la noche. Le deseé buena suerte.
Al escuchar al abuelito tuve una extraña sensación. No supe si aplaudir o llorar.
—Pero ahí no acaba la historia —continuó—. Pásame ese trozo de tubo de goma, por favor. Me desperté antes del amanecer. Como no teníamos fuego, mi ayudante me trajo una jofaina de agua fría para mi aseo de la mañana. Ya me había vestido y me disponía a dejar la tienda cuando el aire ronroneó a mi alrededor. Era mi amigo, que estaba de vuelta y venía a instalarse en la cuerda de la colada.
—¿Volvió? —grité.
—El mismo murciélago —dijo—, o eso debo suponer. Un murciélago se parece mucho a otro para un ojo humano poco instruido. Se quedó ahí colgado, me miró con placidez y se echó a dormir. Me refiero a él en masculino pero, por supuesto, no tenía ninguna base real para creer que lo era. Resulta que saber el sexo de un murciélago joven no es demasiado difícil, pero por entonces yo no lo sabía.
—¿Se lo quedó? —quise saber—. ¿Se lo quedó?
—Durmió en mi tienda como invitado durante todo el día. —El abuelito sonrió, iluminado por la titilante luz amarilla de las lámparas, sumido en un recuerdo delicioso. Pero entonces su rostro cambió—. Nunca olvidaré ese día. Los federales se nos echaron encima horas después de la aurora, y los tuvimos ahí hasta la puesta de sol. Se habían traído un par de cañones y nos estuvieron machacando hasta que ya no pudimos oír el ruido ni ver el humo. Las balas se cobraron un alto precio. Estábamos rodeados.
»Me pasé todo el día de un lado a otro del frente, exhortando a los chicos y dándoles todos los ánimos que podía. Primero envié a uno, y luego a otro, a llevarle un mensaje al comandante Duncan, río abajo. No volví a verlos a ninguno de los dos. —Se frotó la sien—. Cada vez que recorría el frente no podía evitar mirar en la tienda. Me preocupaba el murciélago, ya ves. Me preocupaba que se asustara con el ruido y el humo y se precipitara hacia el fuego cruzado. Para entonces ya era mi murciélago, ¿entiendes?
Asentí. Lo entendía.
—El humo de la pólvora llenó el aire hasta tapar el sol. No veías cinco metros más allá de tu propia mano.
»Al anochecer, el ataque cedió, supongo que para que los federales pudieran cenar algo. Mis chicos se quedaron en sus agujeros y comieron pan. Los que tenían lápiz y papel escribieron sus últimas cartas a sus familias y me las confiaron, y me rogaron que se las hiciera llegar si sobrevivían. Muchos me estrecharon la mano y me dijeron adiós, y me pidieron que rezara por sus almas y por las familias que les esperaban en casa. Pero un chico analfabeto me siguió de regreso a mi tienda y me pidió que escribiera su carta por él. Abrí la puerta con gran aprensión, convencido de que mi murciélago se habría ido asustado.
Contuve el aliento y permanecí como una estatua.
—Pero ahí estaba. Dormidísimo. Al parecer no se había movido de su posición boca abajo en todo el día. No sé si el chico se percató del pequeño bulto marrón que colgaba del cordel, pero no hizo ningún comentario: sus pensamientos estaban lejos de allí, con su familia.
»Escribí para él una carta a su madre y hermanas en Elgin. Les pedía que no llorasen por él demasiado tiempo y que se asegurasen de recoger el maíz para junio. Me contó que no quedaba ningún hombre con ellas, y no creía que pudieran arreglárselas sin él. Al hablar de la situación de su familia, se le saltaron las lágrimas. No pensaba para nada en sí mismo. Le cogí la mano y le prometí que haría todo lo posible por que estuvieran bien. Él me abrazó y me llamó capitán. Me dio las gracias, y dijo que había aliviado su mente y que ya podía morir tranquilo. Entonces se fue para volver a su lugar en la línea del frente.
El abuelito se sacó su gran pañuelo blanco del bolsillo y se secó la frente.
—Miré a mi murciélago —dijo—. Acerqué mi silla y lo estudié a pocos centímetros de distancia. Era perfecto en todos los sentidos. Perfecto. Debió de sentir mi presencia, porque abrió los ojos y parpadeó. Estaba extremadamente sereno: el ruido y las vibraciones del exterior no parecían molestarle en absoluto. Estiró las alas un instante y bostezó, y entonces se replegó y se durmió otra vez. Yo no quería salir nunca de esa tienda.
»Pero el fuego se reanudó. Me quedé allí, estudiando al animal, hasta que me mandaron a buscar. No quería ir.
Los dos guardamos silencio. Luego le pregunté:
—¿Murió? —El abuelito me miró—. Ese chico. El de Elgin.
—No. No aquel día. —Al cabo de un momento, continuó—: Una bala le dio en la rodilla. Yacía en un campo de muertos y moribundos que gritaban pidiendo agua, llamando a su madre o suplicando el perdón. Nosotros oímos sus horribles gritos, cada vez más débiles, hasta la mitad de la noche, cuando fue seguro asomarse fuera y traerlos a rastras. Nuestro cirujano le operó durante horas mientras nosotros le sujetábamos velas de sebo. Si un soldado no estaba malherido, tenía que esperar. Si uno lo estaba demasiado, lo dejaban a un lado y le daban una cantimplora y uno o dos granos de morfina y el consuelo que pudiera obtener del capellán. Los que tenían los brazos o las piernas destrozados requerían una amputación urgente antes de que se desangraran, o de que aparecieran la gangrena o el pus.
»Entonces, al salir el sol, le tocó el turno al chico de Elgin. Estaba lastimosamente débil. Lo subimos a la mesa: estaba llena de sangre caliente. Yo le di el cloroformo. Cuando le puse el embudo en la cara, me miró a los ojos, sonrió y dijo: "No se preocupe por mí, capitán. Estoy bien".
»Después tiré de su pierna todo lo que pude mientras el cirujano serraba y le cubría la herida con su propia carne. De pronto, me quedé con la pierna en los brazos y permanecí así, sosteniéndola como si fuera un bebé. Es sorprendente lo que llega a pesar la pierna de un hombre, ¿sabes? Ahí me quedé, aguantándola. No quería arrojarla a la pila con todas las demás, pero al final es lo que hice.
—Se salvó —dije—. ¿Verdad?
Al cabo de un rato, el abuelito respondió:
—No se despertó. —Fijó la vista largo rato en un rincón y continuó—: Dos días después, supimos que la guerra había terminado. Nos dijeron que nos fuéramos a casa, que cogiéramos todas las provisiones y el equipo que pudiéramos cargar, pero quedaba muy poca cosa. Un puñado de cartuchos, un par de latas de alubias, una manta mohosa... no habría más pensión que eso. Sabía que podía hacerme muchísima falta la tienda, pero mi murciélago seguía ahí y yo no sabía si dejarlo o llevármelo. Finalmente fui a la tienda del cirujano y robé la Yellow Jack de su baúl. ¿Sabes qué es la Yellow Jack?
—No, señor —murmuré.
—Es la bandera que indica fiebre amarilla: una señal para que nadie se acerque. La fiebre amarilla se llevaba a regimientos enteros, quizá tanto como el fuego de los federales. Até la bandera a mi tienda con un cordón de piel. Luego rajé el techo para hacer un agujero; así, mi murciélago estaría a salvo y tranquilo por un tiempo. No podía hacer más.
»Cuando me despedí de él, me abrumaba la pena. En cambio, antes había tocado el cuerpo sin vida del chico de Elgin y no sentí nada al arrojarle a una zanja con todos los demás. No sentí nada cuando prendimos fuego a esa pila de miembros heterogéneos.
»Tardé dieciocho días en llegar a Elgin. Les di la noticia a su madre y hermanas en el salón. Les dije que el muchacho había muerto como un héroe; no mencioné que al fin y al cabo su muerte no sirvió para nada. Me dijeron que se sentían honradas por mi visita. Me quedé tres meses con ellas para recoger el maíz y que marchara todo bien. Le conté por carta a tu abuela que tardaría en llegar a casa, y creo que ella nunca me perdonó que no volviera directamente. Pero recogimos el maíz haciendo turnos con la mula, incluso la hermana más joven.
Mi abuelo me miró con sorpresa.
—Caray, si era de la misma edad que tú.
Me vi detrás de la mula como nuestros peones del campo. Eran hombres adultos, de brazos gruesos y manos inmensas y agrietadas; según la estación, iban cubiertos de polvo gris o de barro negro. No me lo podía imaginar.
—No debería contarte todo esto. —Se secó el rostro, y parecía tan viejo que me asusté—. Eres demasiado joven para oírlo.
Me levanté y me apoyé en él, y él me rodeó con su brazo. Permanecimos así un minuto. Después me besó en la frente. Al cabo de un rato, dijo:
—¿Dónde estábamos? Ah, sí. Tráeme ese filtro, ¿quieres?
Le pasé el filtro y seguimos trabajando, ya sin hablar.
Pensé en unos cuantos vejestorios, unos veteranos de guerra, que siempre se sentaban en la galería frente a la limpiadora de algodón, escupiendo tabaco y aburriendo a todo el mundo con las mismas historias que llevaban décadas contando. Sus nietos habían dejado de escucharles hacía años. Yo pasaba cada día por delante de ellos.
Polillas frenéticas de distintos tamaños chocaban con nosotros antes de lanzarse contra las lámparas una y otra vez. Hubo una peluda que se enredó con mi flequillo y me hizo unas cos quillas insoportables. Me la arranqué del pelo, aparté la cortina de arpillera y la lancé a la noche. Pero ella voló otra vez a mi cara con rapidez y entusiasmo, como atrapada por una ráfaga de viento. Suspiré. Si algo había aprendido es que no puedes ganar cuando te enfrentas a la clase Insecta, orden Lepidoptera.
Mi abuelo y yo tendríamos que hacer un estudio al respecto.
Viola
Podemos concluir [...] que cualquier cambio en la proporción numérica de algún habitante,independientemente del cambio del clima mismo,afectará gravemente a muchos otros.
S
i me hubiera fijado un poco, habría notado que Viola me miraba raro siempre que me iba por la puerta de atrás al laboratorio del abuelito. Viola llevaba con nosotros desde siempre —desde antes incluso de que naciera Harry—, tocando la campanilla de atrás para llamar a la mesa a los que trabajaban fuera y golpeando luego un pequeño gong de bronce (que a mamá le parecía más elegante para el interior) a los pies de la escalera, para llamar a los que estábamos arriba, en nuestras habitaciones. A mamá le hubiera gustado que también utilizara el gong afuera, pero como mis hermanos y yo corríamos de la limpiadora al río, no lo habríamos oído. Y se nos esperaba puntuales para la cena, limpios y cepillados o lo que hiciera falta.