Read La evolución Calpurnia Tate Online
Authors: Jacqueline Kelly
Tags: #Aventuras, infantil y juvenil
Las hormigas invadieron la cocina como nunca antes y se convirtieron en una tortura para Viola. Marchaban en formación militar por diminutas rendijas a lo largo de zócalos y ventanas, e iban directas al fregadero. Viola se alzó en armas contra ellas, pero fue en vano: estaban desesperadas por un poco de agua y nada las iba a detener. Nosotros considerábamos las luciérnagas un regalo y las hormigas una plaga, pero por primera vez se me ocurrió plantearme el porqué de esa distinción. Todas ellas eran criaturas que intentaban sobrevivir a la sequía, igual que nosotros. Pensé que Viola debía rendirse y dejarlas tranquilas, aunque lo reconsideré al descubrir que la pimienta negra en la ensalada de huevo no era precisamente pimienta.
Mientras que ciertos insectos nos invadían, otros pobladores habituales de nuestra propiedad, como las lombrices, desaparecieron. Mis hermanos se quejaban de la escasez de gusanos para pescar y de lo difícil que era encontrarlos cavando en la dura y reseca tierra. Quizás os preguntéis: ¿se puede adiestrar a las lombrices? Ya os digo yo que sí. La solución me pareció obvia: los gusanos siempre salían con la lluvia, y no era muy complicado hacerles creer que llovía. Me fui con un cubo de agua a una zona de sombra en las dos hectáreas de maleza y lo vertí en el suelo en el mismo sitio un par de veces al día. A los cinco días, sólo tuve que presentarme allí con mi cubo y los gusanos, atraídos por mis pasos y la promesa de agua, se arrastraron a la superficie. Los recogí y se los vendí a Lamar a un centavo la docena. Él me dio la lata para que le dijera dónde los había encontrado, pero no lo hice. En cambio, a Harry sí le confesé mi método, pues era mi favorito y a él no le ocultaba nada —bueno, casi nada.
—Callie Vee —dijo—, tengo algo para ti. —Fue a su escritorio y sacó un cuaderno tamaño bolsillo de piel de color rojo, con RECUERDO DE AUSTIN impreso en la cubierta—. Ya verás, no lo he usado nunca. Puedes usarlo tú para apuntar tus observaciones científicas. Eres toda una naturalista en ciernes.
¿Qué era exactamente una naturalista? No estaba segura, pero decidí dedicar el resto del verano a ello. Si lo único que había que hacer era escribir lo que uno viera a su alrededor, sabría hacerlo. Además, ahora que tenía mi propio espacio donde anotarlo todo, veía cosas que no había visto antes.
Mis primeros apuntes fueron sobre perros. Debido al calor, se tumbaban tan quietos en el suelo que parecían estar muertos. Ni siquiera se molestaban en alzar la cabeza cuando mis hermanos los incordiaban con palos por puro aburrimiento. Se incorporaban el tiempo necesario para beberse toda su agua y se dejaban caer otra vez, levantando ráfagas de polvo en sus poco profundos huecos. Ni un disparo de escopeta habría espabilado a
Áyax
, el perro de caza de mi padre, así que no digamos un pisotón enfrente de su hocico. Se tumbaba con la boca abierta y podías contarle los dientes. Así descubrí que el paladar de un perro está muy arqueado en su parte posterior, gaznate abajo, seguro que para facilitar el paso de una presa difícil en una sola dirección: la de la cena. Apunté eso en mi cuaderno.
Observé que la expresión facial de un perro se refleja sobre todo en el movimiento de sus cejas. Escribí: «¿Por qué tienen cejas los perros? ¿Para qué las necesitan?». Se lo pregunté a Harry, pero no lo sabía. Dijo:
—Pregúntale al abuelo. Él sabe estas cosas.
Pero no lo hice. El viejo tenía unas cejas tupidas como las de un dragón, y en conjunto su aspecto era demasiado imponente para que una niña lo pasara por alto. Nunca me había hablado directamente, que yo recordara, y no estaba convencida de que supiera mi nombre.
Luego centré mi atención en los pájaros. No sé por qué, aquel año rondaban por ahí un montón de cardenales. Me hacía gracia Harry cuando decía que teníamos una buena cosecha de ellos, como si tuviéramos algo que ver con su número, como si nos hubiéramos trabajado esos cuerpos brillantes y alegres y los hubiéramos colocado en árboles a lo largo de nuestro camino de grava como adornos de Navidad. Pero como había tantos y la sequía había recortado su dieta habitual de semillas y bayas, los machos se peleaban con furia para dominar cada almez. Encontré a un macho muerto y mutilado entre los matojos; fue una visión alarmante y triste. Después, una mañana una hembra vino a posarse en el respaldo de la silla de mimbre que había a mi lado, en el porche. Me quedé inmóvil; si extendía la mano, podía tocarla con el dedo. Del pico albaricoque claro le colgaba un bulto de materia entre gris y marrón. Parecía un ratoncito muy pequeño, del tamaño de un dedal, muerto o moribundo. Cuando lo conté durante la cena, papá dijo:
—Calpurnia, los cardenales no comen ratones: viven de vegetales. Sam Houston, pásame las patatas, por favor.
—Ya, bueno, yo sólo lo digo, papá —contesté sin convicción, y luego me enfadé conmigo misma por no defender lo que había visto con mis propios ojos.
La idea de que los cardenales tuvieran una conducta tan antinatural me repelía: el paso siguiente sería el canibalismo. Antes de acostarme esa noche, llené en el establo una lata de avena y la esparcí por el camino de grava. Apunté en mi cuaderno: «¿Cuántos cardenales habrá el año que viene si no tienen suficiente para comer? Acordarme de contarlos».
Lo siguiente que escribí en la libreta fue que aquel verano teníamos dos clases diferentes de saltamontes. Teníamos esos pequeños y rápidos de siempre, de color esmeralda con motitas negras. Y había otros enormes, amarillo brillante, el doble de grandes y aletargados, tan gordos que doblaban la hierba al aterrizar en ella. Nunca los había visto antes. Interrogué a todos los de la casa, excepto al abuelo, para averiguar de dónde salían esos ejemplares amarillos tan raros, pero nadie supo decírmelo. Tampoco les interesaba lo más mínimo.
Como último recurso, hice acopio de coraje y fui al laboratorio de mi abuelo. Aparté el trozo de arpillera que hacía de puerta y me quedé temblando en el umbral. Él, sorprendido, alzó la vista de la mesa en la que estaba vertiendo un líquido marrón de aspecto horrible en distintos crisoles y probetas. No me invitó a entrar. Yo tartamudeé mi enigma sobre los saltamontes mientras él me observaba como si le costara ubicarme.
—Oh —dijo, lacónico—, sospecho que una chica lista como tú lo sabrá resolver. Ven a contármelo cuando lo hayas hecho.
Apartó la vista de mí y se puso a escribir en un libro.
Y eso fue todo; así fue mi audiencia con el dragón. Decidí que había quedado en tablas: por un lado no me había escupido fuego, pero por el otro no me había ayudado en nada. A lo mejor le dio rabia que interrumpiera su trabajo, aunque me había hablado en un tono educado. Tal vez si me hubiera traído a Harry conmigo, el abuelo me habría hecho más caso. Yo sabía en qué estaba trabajando: por algún motivo, se le había metido en la cabeza encontrar la manera de destilar pacanas para hacer whisky. Por lo visto, su teoría era que, si se pueden hacer buenos licores con el maíz común y la humilde patata, ¿por qué no con la magnífica pacana? Y Dios sabe que nosotros nadábamos en ellas: teníamos hasta veinticuatro hectáreas de esos árboles.
Regresé a mi cuarto y medité sobre el misterio de los saltamontes. Tenía uno de los verdes y pequeños en un tarro sobre el tocador, y lo observé para inspirarme. Había sido incapaz de atrapar uno amarillo, a pesar de que eran mucho más lentos.
—¿Por qué sois diferentes? —pregunté, pero él se negó a contestarme.
A la mañana siguiente me despertó, como siempre, un correteo en la pared junto a mi cama. Era una zarigüeya, que volvía a su guarida a la hora habitual. Poco después, oí los golpes y porrazos de las pesadas guillotinas cuando SanJuanna abrió las ventanas del salón, debajo de mi dormitorio. Me senté en mi alta cama de latón y, de repente, se me ocurrió que los saltamontes amarillos tenían que ser una especie completamente nueva, separada y aparte de la de los verdes, y que yo, Calpurnia Virginia Tate, la había descubierto. ¿Y acaso el descubridor de una nueva especie no le ponía su nombre? ¡Me iba a hacer famosa! Mi apellido se anunciaría por el mundo entero, el gobernador me estrecharía la mano y la universidad me aseguraría un diploma.
Pero ¿qué hacía ahora? ¿Cómo reclamaba mis derechos en el mundo natural? Tenía una vaga idea de que debía escribirle a alguien para registrar mi hallazgo, a algún funcionario de Washington.
Había oído discusiones durante la cena entre mi abuelo y nuestro pastor, el señor Barker, referentes al libro del señor Charles Darwin
El origen de las especies
y los dinosaurios que estaban desenterrando en Colorado, y lo que eso significaba para el libro del Génesis. Hablaban de cómo la naturaleza descartaba a los débiles y dejaba a los fuertes para que siguieran adelante. Nuestra maestra, la señorita Harbottle, había hablado de Darwin muy por encima, con cara de desconcierto mientras lo hacía. Seguro que un libro como ése, que trataba sobre el origen de las especies, me diría qué hacer. Pero ¿cómo diablos iba a echarle la mano encima si en nuestro rincón del mundo aún estaba al rojo vivo la polémica sobre tales temas? Hasta había una facción activa de la Sociedad de la Tierra Plana en San Antonio.
Entonces me acordé de que Harry tenía que ir a Lockhart a por víveres con el carromato largo. Lockhart era la sede del condado de Caldwell, y allí estaba la biblioteca. Allí se encontraban los libros. Sólo tenía que pedirle a Harry que me llevase, el único hermano que no me negaba nada.
En Lockhart, después de hacer nuestros recados, Harry merodeó en una esquina para poder admirar la figura de las damas que pasaban exhibiendo los últimos modelos adquiridos en la sombrerería. Yo farfullé alguna excusa y me escabullí por el patio del juzgado. La biblioteca estaba fresca y oscura; fui hasta el mostrador, donde la anciana bibliotecaria le entregaba unos libros a un señor gordo con un traje blanco de lino. Después llegó mi turno, pero justo en ese momento apareció una joven madre con un niño pequeño; eran la señora Ogletree y su hijo Georgie, de seis años. Georgie y yo teníamos la misma profesora de piano y su madre conocía a la mía. Oh, no; lo último que quería era un testigo.
—Buenas tardes, Callie —dijo ella—. ¿Está aquí tu madre?
—Está en casa, señora Ogletree. Hola, Georgie.
—Hola, Callie —contestó el niño—. ¿Qué estás haciendo?
—Pues... miro libros. Pero vosotros ya tenéis los vuestros, pasad delante, por favor.
Retrocedí un paso y les hice un ademán exagerado para que pasaran.
—Vaya, gracias, Callie —respondió ella—. Qué modales tan encantadores. Se lo comentaré a tu madre la próxima vez que la vea.
Al cabo de una eternidad, se fueron. Yo no dejaba de mirar a mi alrededor, por si acaso aparecía alguien más. La bibliotecaria me frunció el ceño. Me acerqué al mostrador y murmuré:
—Por favor, señora, ¿tiene un ejemplar del libro del señor Darwin?
Ella se inclinó hacia mí y dijo:
—¿El qué?
—El libro del señor Darwin. Ya sabe,
El origen de las especies
.
Volvió a fruncir el ceño y ahuecó una mano detrás de su oreja:
—Tienes que hablar más alto.
Lo hice, con voz temblorosa.
—El libro del señor Darwin, por favor.
Me clavó una agria mirada y respondió:
—Desde luego que no. Jamás tendría tal cosa en mi biblioteca. Hay una copia en la biblioteca de Austin, pero habría que encargarla por correo. Son cincuenta centavos. ¿Tienes cincuenta centavos?
—No, señora.
Noté que me estaba poniendo roja. Jamás en mi vida había tenido cincuenta centavos.
—Además —añadió—, necesitaría una carta de tu madre en la que te diera permiso para leer ese libro en concreto. ¿Tienes una carta así?
—No, señora —respondí, avergonzada.
Empezaba a picarme el cuello, lo que anunciaba un brote de urticaria. La bibliotecaria resopló.
—Me lo imaginaba. Y ahora, tengo libros que ordenar.
Me entraron ganas de llorar de rabia y humillación, pero me negaba a hacerlo delante de esa vieja bruja. Salí de la biblioteca echando humo y encontré a Harry holgazaneando frente al colmado. Me miró con cara de preocupación. Yo me rasqué las ronchas que me habían salido en el cuello y chillé:
—¡¿De qué sirve una biblioteca si no te dan un libro?!
Harry echó un vistazo alrededor.
—¿De qué estás hablando?
—Hay gente que no debería ser bibliotecaria —afirmé—. Quiero irme a casa.
Durante el largo, cálido y silencioso trayecto de vuelta en el carromato atiborrado de cosas, Harry me miró:
—¿Qué te pasa, bicho?
—Nada —le solté.
No, absolutamente nada, salvo que me ahogaban la rabia y el resentimiento, y no estaba de humor para hablar de ello. Por una vez me alegré de la privacidad de ese gorro tan hondo que mamá me hacía llevar para que no me salieran pecas con el sol.
—¿Sabes lo que hay en esa caja? —me preguntó Harry—. ¿La que tienes justo detrás? —No me molesté en contestar. Ni lo sabía, ni me importaba. Odiaba el universo—. Una máquina de viento, para mamá.
Si se hubiera tratado de cualquier otro de mis hermanos, le habría gruñido: «No seas ridículo. Eso no existe».
—De verdad que sí —insistió él—. Ya lo verás.
Al llegar a casa se me hicieron insoportables el barullo y la agitación de descargar el carromato y me fui corriendo al río. Me quité gorro, delantal y vestido, y me tiré al agua, sembrando el terror entre los renacuajos y las tortugas del lugar. Perfecto. Esa bibliotecaria me había estropeado el día y yo estaba decidida a hacer lo mismo con el de alguien (o algo) más. Metí la cabeza debajo del agua y lancé un fuerte y largo grito, cuyo sonido borboteó en mis oídos. Salí a por aire y lo repetí. Y lo volví a repetir una vez más, para hacer las cosas bien. El agua fresca me calmó poco a poco. Al fin y al cabo, ¿qué era un libro para mí? En el fondo daba igual. Algún día iba a tener todos los libros del mundo, estantes y estantes llenos. Viviría en una torre hecha de libros; me pasaría el día leyendo y comiendo melocotones. Y si algún caballero con armadura se atrevía a acercarse en su blanco corcel y a rogarme que le lanzara mi trenza, lo acribillaría con huesos de melocotón hasta que se marchara.
Me puse de espaldas y contemplé a una pareja de golondrinas que sobrevolaban el río de un lado a otro. Pese a mis horas de libertad, el verano no marchaba como había previsto. A nadie le interesaban las preguntas que anotaba en mi cuaderno. A nadie le interesaba ayudarme a obtener las respuestas. El calor chupaba la energía a todos y a todo. Pensé en nuestra querida, gran y vieja casa, y en lo triste que estaba en medio de ese pasto amarillo y seco. La hierba solía ser suave, fresca y verde, y daba ganas de quitarse las botas, correr descalzo y tumbarse en el suelo, pero ahora era de un dorado brillante y chamuscado, y tan peligrosa para los pies como la paja o el rastrojo. La hierba amarilla hacía más complicado ver mi flamante especie de saltamontes: no los encontrabas hasta que prácticamente los estabas pisando. Entonces se alzaban silbando, volaban pesadamente unos metros mientras hacían tabletear las alas y desaparecían. Costaba atraparlos, aunque fueran gordos y lentos. En cambio a los de color esmeralda, más pequeños y veloces, estaba tirado cogerlos. Y es que eran demasiado fáciles de detectar. Los pájaros se los zampaban todo el tiempo, mientras los amarillos se escondían por ahí cerca y se burlaban de sus primos menos afortunados.