Read La evolución Calpurnia Tate Online
Authors: Jacqueline Kelly
Tags: #Aventuras, infantil y juvenil
Entonces lo entendí: no había ninguna especie nueva, sino que todos eran el mismo tipo de saltamontes. Los que habían nacido algo más amarillos podían vivir mucho en tiempos de sequía, porque los pájaros no los veían en la hierba reseca. A los verdes los pillaban las aves y no duraban lo bastante como para crecer. Sólo sobrevivían los amarillos porque estaban en mejores condiciones de sobrevivir al tórrido clima. El señor Charles Darwin tenía razón, y la prueba estaba en mi propio jardín.
Me quedé estupefacta en el agua, pensando en ello y observando el cielo, en busca de algún fallo en mi razonamiento, de alguna grieta en mi conclusión. Pero no encontré ninguna. Así que chapoteé hasta la orilla, me alcé agarrándome a unas hojas de alocasia que vi a mano, me sequé con el delantal, me vestí lo más rápido que pude y corrí a casa.
Al llegar, encontré a toda la familia apiñada alrededor de una caja abierta en el recibidor. Entre virutas de madera asomaba una máquina achaparrada de metal negro, con cuatro palas delante y un depósito de vidrio detrás en el que mi padre echaba queroseno. En el centro de las palas, un tachón redondo de bronce anunciaba, con letras de filigrana: MÁQUINAS DE VIENTO CHICAGO.
Papá dijo:
—Atrás.
Prendió una cerilla y encendió el cacharro. La habitación se llenó de un olor mineral y una gran bocanada de aire. Todos mis hermanos gritaron con entusiasmo. Yo también, aunque por otro motivo.
La vida en casa fue un poco más fácil después de eso. Mamá se retiraba a mediodía con su máquina de viento y todas nuestras vidas mejoraron, en especial la de papá, al que ella invitaba a veces a retirarse con ella.
Tardé una semana en superar los nervios de ir a ver otra vez al abuelo. Estaba sentado en su laboratorio, en un desvencijado sillón con el relleno salido y roído por los ratones. Dije:
—Ya sé por qué los saltamontes amarillos son grandes y los pequeños, verdes.
Le conté mi descubrimiento y cómo lo había resuelto. Me movía inquieta mientras él me miraba y escuchaba en silencio. Al cabo de un rato, contestó:
—¿Se te ha ocurrido a ti sola? ¿Sin ayuda?
Le dije que sí y entonces le hablé de mi humillante viaje a la biblioteca de Lockhart. Me observó un instante con una expresión extraña —tal vez fuera sorpresa o tal vez consternación—, como si yo fuese una especie a la que nunca había visto antes. Dijo:
—Ven conmigo.
No pronunció una palabra mientras nos dirigíamos a la casa. Oh, cielos. Había hecho algo inconcebible, y no una vez, sino dos: interrumpirle en su trabajo. ¿Pensaba llevarme con mamá para una nueva lección sobre buenos modales? Me condujo a la biblioteca, donde los niños no debíamos entrar. Pensaba darme la lección él mismo. A lo mejor me reñía por mi absurda teoría, o quizá me diera en las manos con una vara. Mi terror aumentó. ¿Quién me creía yo, Callie Vee Tate de Fentress, Texas, para considerar siquiera semejantes asuntos? Mira que era tonta.
A pesar del miedo, eché un buen vistazo a la sala, pues sabía que no volvería a tener la oportunidad de hacerlo. La biblioteca estaba poco iluminada, aun con las pesadas cortinas de terciopelo verde botella retiradas de las dobles ventanas altas. Al lado de una de ellas había un sillón inmenso de cuero agrietado y un carrete como mesa, con una lámpara encima para leer. Había libros en el suelo, junto al sillón, y otros colocados en estantes altos hechos con madera de nuestras pacanas malogradas (no podíamos evitar la presencia constante de las pacanas en nuestras vidas). El gran escritorio de roble estaba lleno de enigmáticas rarezas: un huevo vaciado de avestruz sobre una base de madera labrada, un microscopio dentro de una caja de piel de zapa, un diente de ballena tallado en forma de mujer pechugona con un corsé tirando a insuficiente... La Biblia familiar y un grueso diccionario con una lupa propia descansaban una al lado del otro junto a un álbum de felpa roja, lleno de apretados retratos formales de mis antepasados. Vaya. ¿Me iba a caer el sermón de la Biblia o el de no estar a la altura de mis ancestros? Aguardé mientras él se lo pensaba. Observé las paredes, que estaban cubiertas de vitrinas con inquietantes insectos de palo y mariposas de mil colores brillantes. Debajo de cada alegre ejemplar había un nombre científico escrito con la esmerada caligrafía de mi abuelo. Perdí la compostura y me acerqué a echar un vistazo.
—El oso —dijo el abuelo. «¿Eh?», pensé yo—. Cuidado con el oso —repitió, justo cuando tropecé con la boca abierta y burlona de una piel de oso negro que hacía de alfombra. Con esa penumbra, sus colmillos eran como una trampa para incautos.
—Claro, el oso. Señor.
El abuelo abrió la cadena de su reloj para sacar una llave minúscula. Con ella abrió un armario alto de vidrio repleto de más libros, aves disecadas, animales en botellas y demás curiosidades. Me acerqué sigilosa para ver mejor tan irresistible exposición. Mi mirada se cruzó con la de un armadillo deforme, retorcido, combado y con bultos, sin duda disecado por un aficionado inepto. ¿Por qué tenía eso? Yo lo habría hecho mejor. Al lado había una botella de vidrio grueso de 20 litros que contenía el bicho más extraño que jamás había visto: una masa gruesa y fofa con múltiples brazos y dos grandes ojos fijos que el vidrio distorsionaba y hacía más enormes; ni salido de una pesadilla. ¿Qué cuernos sería? Me aproximé más.
El abuelo fue a por la pila de libros. Vi el Infierno de Dante junto a la Ciencia del globo de aire caliente. Había un Estudio de la reproducción de los mamíferos y un Tratado sobre el di bujo del desnudo femenino. Eligió un volumen forrado de suntuoso tafilete verde con hermosos adornos dorados. Lo limpió con la manga, aunque yo no vi que tuviera polvo. Con aire ceremonioso, se inclinó y me lo entregó. Lo miré:
El origen de las especies
. Ahí, en mi propia casa. Lo acogí con ambas manos. Él sonrió.
Así comenzó mi relación con el abuelito.
El compás de la mañana
Las leyes que rigen la herencia son muy poco conocidas; nadie sabe por qué [...] el niño, a menudo, remite en ciertos aspectos al abuelo [...].
T
res días después, bajé las escaleras en silencio y salí al porche delantero muy temprano, antes de que la avalancha diaria de mis hermanos quebrara la paz matutina. Esparcí un puñado de semillas de girasol treinta pasos más allá del camino de grava para atraer a los pájaros; después me senté en las escaleras sobre un cojín viejo y raído que había rescatado de un baúl. Hice una lista en mi cuaderno de piel roja de todo lo que se movía. ¿No era eso lo que hacían los naturalistas?
Una de las semillas de girasol saltó sobre las losas de pizarra del camino principal. Qué raro. Tras una inspección, resultó ser un sapo diminuto, de medio centímetro de largo, que brincaba vigorosamente persiguiendo a un ciempiés fugitivo, el cual a su vez no era mayor que un trozo de hilo; ambos se afanaron como desesperados hasta desaparecer en la hierba. Después, una tarántula, de tamaño y vellosidad asombrosos, surcó la grava a la caza de algo más pequeño o bien perseguida por algo mayor, no habría sabido decirlo. Me di cuenta de que existían millones de pequeños dramas desarrollándose sin cesar, aunque no tenían nada de pequeños para el cazador y la presa que luchaban en la frontera entre la vida y la muerte. Yo era una simple holgazana que pasaba por allí, pero ellos se jugaban su sustento.
Entonces un colibrí dobló a toda pastilla una esquina de la casa y se sumergió en la trompeta del lirio más cercano, mustio por el calor. Al no encontrarlo de su agrado, retrocedió bruscamente y exploró el siguiente. Yo me senté a unos cuantos metros, embelesada, lo bastante cerca para oír el furioso y grave zumbido de sus alas, tan desacorde con su aspecto de joya y su actitud desenvuelta. Después de detenerse en el borde de una flor, se volvió y me vio. Planeó un segundo en el aire y se abalanzó sobre mí. Me quedé quieta; se detuvo a diez centímetros escasos de mi rostro y allí se quedó, lo juro. Sentí la minúscula ráfaga de viento de sus alas contra mi frente y, en un acto reflejo, mis ojos se cerraron con fuerza por un impulso propio. Ojalá hubiera sido capaz de mantenerlos abiertos, pero fue una reacción natural que no pude evitar. En el instante de abrirlos, el pájaro voló; era del tamaño de una pacana. Si me hubieran movido la rabia o la curiosidad —quién las podría distinguir—, lo habría aplastado perfectamente de un simple manotazo.
Una vez vi a
Áyax
, el mejor perro de papá, meterse en una pelea con un colibrí y salir perdiendo. El pájaro se le lanzó en picado y lo espantó, hasta que él retrocedió hacia el porche con aspecto avergonzado. (Un perro puede tener aspecto avergonzado, ¿sabéis? Éste se puso a dar vueltas y a lamerse sus partes, signo evidente de que un perro intenta ocultar sus verdaderos sentimientos.)
Se abrió la puerta y el abuelito apareció en el porche con una antigua cartera de piel colgada del hombro, una red para cazar mariposas en una mano y un bastón de madera de rota en la otra.
—Buenos días, Calpurnia —dijo. Así que sabía mi nombre.
—Buenos días, abuelito.
—¿Puedo preguntarte qué tienes ahí?
Me puse en pie de un salto.
—Es mi cuaderno científico —contesté, presuntuosa—. Me lo dio Harry. Apunto todo lo que observo. Mire la lista de esta mañana.
«Observar» no era una palabra que usara mucho en mis conversaciones, pero quería demostrarle que iba en serio. Él dejó la cartera en el suelo e hizo unos interesantes ruiditos. Sacó sus anteojos y miró mi lista. Decía:
cardenales, macho y hembra
un colibrí y otros pájaros (¿?)
conejos, unos cuantos
gatos, alguno
lagarto, verde
insectos, varios
saltamontes C.V. Tate, grandes-amarillos
y pequeños-verdes (que son de la misma especie)
Se sacó los anteojos y dio unos golpecitos en la página.
—Un buen principio —afirmó.
—¿Principio? —dije, dolida—. Pensaba que ya estaba.
—¿Cuántos años tienes, Calpurnia?
—Doce —contesté. Se me quedó mirando—. Once y tres cuartos solté. Prácticamente doce, de verdad. Apenas se nota la diferencia.
—¿Y cómo te va con el señor Darwin a bordo del
Beagle
?
—Oh, es maravilloso. Sí, maravilloso. Por supuesto, aún no lo he leído entero. Me estoy tomando mi tiempo.
A decir verdad, había leído varias veces el primer capítulo y me parecía muy complicado. Así que había pasado directamente a la parte sobre «selección natural», pero me seguía peleando con el lenguaje. El abuelito me miró muy serio.
—El señor Darwin no escribió para un público de once años y tres cuartos-prácticamente doce. Tal vez un día de éstos podríamos hablar de sus ideas. ¿Te parecería bien?
—Sí —dije—. Sí, señor, sí.
—Voy al río a recoger especímenes. Hoy, del orden Odonata, creo. Libélulas. ¿Te gustaría acompañarme?
—Sí, por favor.
—Nos tendremos que llevar tu cuaderno.
Abrió la cartera y dentro vi unos botes de vidrio y una
Guía de insectos
, el paquete de su almuerzo y un frasco de plata en miniatura. Metió mi cuaderno y mi lápiz al lado. Yo recogí la red de cazar mariposas y me la colgué encima del hombro.
—¿Vamos? —dijo, y me ofreció su brazo como un caballero que llevara a una dama a cenar. Lo enlacé con el mío, pero era mucho más alto que yo y tuvimos que bajar las escaleras a empellones, así que le solté el brazo y le cogí la mano. Tenía una palma callosa y seca, y las uñas gruesas y curvadas, como una formación milagrosa de cuerno y piel. Mi abuelo pareció sorprendido y luego contento, creo, aunque no estaba del todo segura. En cualquier caso, su mano se cerró sobre la mía.
Anduvimos con mucho cuidado a través del campo salvaje hasta el río. El abuelito se paraba de vez en cuando a observar una hoja, una piedra o un montón de tierra, cosas que a mí no me parecían nada del otro mundo. Lo interesante era cómo se agachaba sobre ellas y escudriñaba cada objeto antes de extender una mano lenta y deliberada. Era cuidadoso con todo lo que tocaba: devolvía cada bicho al lugar donde lo había encontrado y volvía a colocar cada pila de tierra en su sitio. Yo me quedaba aguantando la red de mariposas, preparada y con ganas de lanzarme sobre algo.
—¿Sabes, Calpurnia, que la clase Insecta incluye al mayor número de organismos vivientes conocidos por el hombre?
—Abuelito, nadie me llama Calpurnia excepto mamá, y sólo cuando me he metido en un buen lío.
—¿Y eso por qué? Es un nombre precioso. La cuarta esposa de Plinio el joven, con la que se casó por amor, se llamaba Calpurnia, y él nos dejó algunas de las mejores cartas románticas de todos los tiempos. Y luego está el árbol de la acacia de Natal, del género
Calpurnia
, un útil laburno que sobre todo se encuentra en el continente africano. Y la mujer de Julio César, que Shakespeare menciona. Y podría continuar.
—Ah, eso no lo sabía.
¿Por qué nadie me había contado esas cosas? Todos mis hermanos salvo Harry llevaban nombres de orgullosos héroes tejanos, muchos de los cuales se habían dejado la piel en el Álamo. (A Harry lo bautizaron así por un tío abuelo soltero con dinero y sin herederos; algo tendrían que ver las ganas de recibir una herencia.) A mí me habían puesto el nombre de la hermana mayor de mi madre. Supongo que podría haber sido peor: sus hermanas pequeñas eran Agatha, Sophronia y Vonzetta. De hecho, podría haber sido mucho peor, como la hija del gobernador Hogg, Ima. ¡Caramba, Ima Hogg!
[1]
¿Os lo imagináis? Me preguntaba si su gran belleza y su enorme fortuna bastaban para protegerla de una vida de torturas. A lo mejor, si tenías dinero suficiente nadie se reía de ti nunca. Y yo, Calpurnia, que siempre había odiado mi nombre... ahora resultaba que era un nombre refinado, que era música, que era poesía. Que era... increíblemente irritante que nadie de mi familia se hubiera molestado en contarme nada de aquello.
Pues nada, que Calpurnia estaba bien.
Seguimos adelante entre árboles y maleza. A pesar de su edad y de llevar anteojos, el abuelito tenía una vista mucho más aguda que la mía. Donde yo sólo veía una hoja con moho y palos secos, él veía escarabajos camuflados, lagartos inmóviles y arañas invisibles.
—Mira ahí —me dijo—. Un Scarabaeidae, probablemente
Cotinus texana
. El escarabajo verde. No es habitual encontrarlo durante una sequía. Atrápalo en la red, con cuidado, ya.