Read La evolución Calpurnia Tate Online
Authors: Jacqueline Kelly
Tags: #Aventuras, infantil y juvenil
—¡Mirad, mirad lo que he ganado! ¿A que es emocionante? —grité mientras señalaba la cinta con gran animación.
Era muy capaz de actuar como una gran impostora con tal de que no me aplicaran la sustancia más repugnante del mundo.
—¡Dios santo, un premio!
Hubo muchas exclamaciones de aprobación. Mamá parecía sorprendida y contenta. No mencionó el aceite de hígado de bacalao, pero dijo:
—¿Te encuentras bien, Callie? Tienes un color muy subido. Alfred, ¿crees que debemos enviarla al doctor Walker?
—Yo le veo buena cara, cielo, pero si te preocupa... —opinó papá.
—Estoy bien, mamá —dije yo—. Estoy excitada porque he ganado un premio, nada más.
—¿Por qué la tuya es blanca y la de Travis azul? —quiso saber Jim Bowie.
—Porque soy muy especial. J.B.
—¿En serio? Uau, Callie.
—No, te estoy tomando el pelo. La cinta azul es mucho mejor que la blanca: Travis y Bunny han ganado el mejor premio que existe.
Al decirlo, me pregunté si mamá me haría confesar lo de las inscripciones, pero se limitó a pestañear ante mi medalla. Qué raro. Entonces comprendí que no estaba al corriente. A lo mejor no se había dado cuenta, o no había pasado a ver la exposición, o a lo mejor Lula y Dovie se habían llevado sus piezas antes de que llegara ella. Mamá parecía tan satisfecha... ¿Iba a tener que aclarárselo yo?
—Además, J.B. —continué en voz alta—, las puntillas no han sido muy potentes este año.
—¿Eh?
Lancé una mirada a mamá, que estaba hablando con Travis. Alcé la voz.
—Las participaciones en la categoría de puntillas. Que no han sido muy potentes.
—¿Qu...?
—Lo que digo, J.B., es que cualquiera podría haber ganado una medalla.
—¿Por qué hablas tan alto? ¿Me prestas la medalla? Yo nunca gané la de las luciérnagas, me gustaría tener una.
No parecía que mamá me hubiera oído. Mi coraje, que de buen principio ya era desleído y titubeante, se fue consumiendo. Me quité el supuesto premio y se lo colgué a J.B., que se fue disparado a mirarse en el espejo del mueble del recibidor. Mamá empezó a subir los peldaños para ir a quitarse el sombrero.
—¿Dónde está Harry? —le pregunté.
Se detuvo en el rellano, con una mano en la barandilla y la otra en el alfiler del sombrero.
—Ha acompañado a Fern Spitty a su casa —me contestó. Su expresión era impenetrable.
—¿Y... ?
—¿Qué quiere decir «y»? Y nada.
—Me pregunto si...
Me preguntaba si eso era una buena o una mala noticia, nada más. Pero no tenía intención de entrometerme.
—Por favor, Calpurnia, no te preguntes nada. Encuentro peligroso que lo hagas. —Mamá siguió subiendo las escaleras—. Y ten la bondad de no entrometerte.
Ya me estaba leyendo la mente otra vez. Daba miedo. ¿Yo, peligrosa? Eso sí que daba risa. Aunque al menos yo tenía la respuesta: Fern era una buena noticia. Pero si mamá pensaba que era una buena idea que Harry cortejara a Fern, ¿qué había de su anhelo de enviarlo a la universidad? No lograba entenderlo.
Al cabo de unos cuantos días, Harry fue a cenar a casa de los Spitty, en San Marcos Road, y volvió a casa mucho después de que todos nos hubiéramos acostado. A la mañana siguiente reparé en que nadie lo interrogaba durante el desayuno. Yo abrí la boca una o dos veces, pero me lo pensé mejor. Luego Fern y sus padres vinieron a casa a tomar el té un domingo por la noche. En realidad se trataba de las mínimas formalidades, pues hacía años que nuestras familias se conocían. Me pregunté por qué venían a tomar el té y no a cenar. ¿Tendría algo que ver conmigo y con el hecho de que a los niños les prohibían la entrada en tan refinados pasatiempos? ¿O con que el abuelito no se quedaría al té ni a punta de pistola?
Conseguí ver llegar a Fern antes de que nos mandaran a todos a jugar fuera (es decir, antes de que nos quitaran de en medio). Llevaba un vestido de seda rosado. Su sombrero era una encantadora creación de plumas y seda vaporosa, teñido a juego con el vestido. Era muy agradable a la vista, no como la detestable Goodacre.
Salí por la cocina. Viola estaba inclinada sobre un elaborado pastel, conteniendo el aliento y aplicando la decoración final con grageas, unas pepitas comestibles, pequeñas y metálicas, que crujían de forma irresistible al masticarlas. SanJuanna estaba colocando flores confitadas y sándwiches de un dedo y sin corteza en una enorme bandeja de plata. Ninguna de las dos alzó la vista. El ambiente era tenso. Ambas llevaban su uniforme oscuro bueno y delantales blancos, impolutos y almidonados, con volantes que en los hombros les quedaban tiesos como alas. Crucé la puerta de atrás rumbo al laboratorio. ¿Por qué malgastar tiempo «jugando», como me habían ordenado, si podía invertirlo mucho mejor con el abuelito? Él no encontraba peligroso que yo me preguntara cosas. De hecho, lo fomentaba.
—Buenas tardes, Calpurnia —me saludó—. ¿No tomas hoy el té?
—Mamá ha dicho que teníamos que salir mientras estén aquí los Spitty. Supongo que le preocupa que los espantemos.
—Podría ser —convino el abuelito—, aunque no entiendo por qué a Margaret le pareces una niña preocupante.
—Gracias, señor, yo tampoco.
—Bien, estamos de acuerdo. Ten la bondad de preparar este vaso de precipitados para otra prueba, ¿quieres?
Estuvimos atareados en el viejo laboratorio mientras la danza de apareamiento se desarrollaba en el salón.
—Es curioso que las chicas tengan que estar guapas —comenté—. En la naturaleza, los que tienen que estar guapos son los chicos. Fíjese en el cardenal. O en el pavo real. ¿Por qué es tan distinto entre nosotros?
—Porque en la naturaleza suele ser la hembra la que elige —me explicó—, así que el macho debe ataviarse con sus mejores plumas para llamar su atención. Mientras que a tu hermano le hacen elegir entre jóvenes damas y éstas han de hacer lo que puedan para atraer su mirada.
—Es muchísimo trabajo —dije—: toda esa ropa y esos sombreros, y los peinados... Cuando mamá me peinó para el recital de piano, uf, tardó siglos. ¡Y los corsés! La señora Parsons se pasa el verano desmayándose por culpa del corsé. No sé cómo lo aguantan.
—Ni yo. Es una idea absurda. Tu abuela no era dada a tal disparate.
—Abuelito.
—¿Mmm?
—Hábleme de ella. De la abuela, quiero decir.
—¿Qué quieres saber?
—Todo. Nunca he oído historias suyas. Murió antes de que yo naciera.
—¿De veras? Sí, supongo que sí. Fue una mujer que se endureció con el paso de los años.
—¿Le interesaba la ciencia?
—No especialmente. Y debes recordar que estábamos luchando por recuperarnos de la guerra. La economía estaba patas arriba. Yo intentaba levantar un negocio y no me quedaba tiempo para estudiar ni el mundo natural ni ninguna otra cosa. Pásame ese otro vaso, por favor. Era una excelente costurera. Y le encantaba leer novelas cuando tenía tiempo libre.
—A mí me han dado un premio en la feria por hacer puntilla. —Hice una mueca.
—Ah, ¿sí? No sabía que te interesaran esa clase de cosas.
—Y no me interesan. Lo odio y no me sale bien. No le he dicho a mamá que era el tercer puesto de tres participantes.
—Qué más da. La puntilla tampoco fue nunca mi fuerte.
Me pareció que bromeaba, pero nunca podías estar seguro. Trabajamos codo a codo durante unas pacíficas horas hasta que Viola tocó la campana. Cuánto agradecí esa tarde. Le había echado de menos.
Nochebuena
Casi preferiría creer, como los antiguos e ignorantes cosmogonistas, que las conchas fósiles nunca vivieron, sino que fueron creadas en piedra a imitación de las conchas que hoy viven en la orilla del mar.
V
aloraba mucho las infrecuentes horas que pasaba con el abuelito. Y con la Navidad alzándose en el horizonte, nuestro mísero tiempo juntos disminuyó más todavía. Yo trabajaba en la cocina pegada a Viola, y creo que ella lo encontraba más enervante de lo habitual, pues tenía que cocinar y enseñarme al mismo tiempo. J.B. vino a informarse:
—Callie, ¿cuánto falta para Navidad?
—Mira, J.B, ¿ves mis dedos? —levanté la mano.
—Sí.
—Bueno, pues éste es el de hoy, éste es el de mañana y éste es el de pasado mañana, que es Navidad. ¿Lo ves?
—Sí.
—¿Lo entiendes ahora?
—Sí.
—Bien.
—Pero Callie, ¿cuánto falta para Navidad?
Pregunta para el cuaderno: ¿cuándo aprende el joven organismo humano a alcanzar una comprensión del tiempo? La zarigüeya de las cinco en punto que vive en la pared entiende el tiempo; ¿por qué J.B. no? Me está volviendo loca.
Miré esta última frase. El abuelito me había enseñado que un registro científico era el bastión de los hechos y que la opinión no contaba. Borré el comentario, contenta de haberlo escrito sólo a lápiz.
Papá y Alberto entraron por la puerta con un pino raquítico que habían encontrado bajo los robles (a la hoja perenne no le iba muy bien en nuestra parte del mundo). J.B. se puso frenético:
—¡Callie, mira, mira, nuestro árbol de Navidaaaaaaad! ¡Eso es que ya es Navidad!
Nos pasamos la tarde haciendo adornos con papeles de colores y sujetando velitas pequeñas en las ramas. Harry hizo una estrella con cartón plateado y brillante y la colocó en la cima del árbol sin necesidad de escalera, de lo bajito que era. Como toque final, pusimos cápsulas de algodón para que parecieran nieve, algo de lo que habíamos oído hablar pero que ninguno había visto.
El universo de los metodistas de Fentress se dividía entre las familias que abrían los regalos la víspera de Navidad y las que los abrían el día de Navidad. Por suerte, nosotros éramos de los vísperos. Según nuestro pastor, el señor Cornelius Barker, los regalos eran una distracción vana, cara y pagana. Sí, muy bien, pero explícales eso a siete niños. Mi madre no tuvo ningún éxito, ni tampoco el reverendo Barker, aunque hay que decir que tampoco lo intentó tanto. Venía a cenar una vez al mes, y por lo que sé era el único invitado al que el abuelito esperaba con ganas. Se tuteaban el uno al otro, se trataban de Walter y Cornelius, lo que escandalizaba a mamá, y se enzarzaban en discusiones geniales sobre el Génesis y los registros fósiles. Mamá se anotó un tanto al conseguir que el reverendo viniera a cenar a casa después del oficio de Nochebuena.
La mayor parte de la víspera de Navidad la pasamos asegurándonos de que todo el mundo estuviera bien limpio, y no era poca cosa, porque significaba calentar una cantidad inmensa de agua. Después nos reunimos en el recibidor principal para la inspección. Por una vez, no enviaron a nadie al baño a insistir con el cuello o las uñas.
La noche era fría y clara y nos arropamos con nuestros abrigos y bufandas más gruesos. Harry encerró a los perros para que no salieran brincando detrás de nosotros; después nos marchamos, todos excepto el abuelito, que se quedó a cuidar de la chimenea del salón y disfrutar de un poco de paz y tranquilidad. SanJuanna y Alberto partieron con el carromato a Nuestra Señora de Guadalupe, en Martindale. Viola se fue a su propio oficio con Todos los Hijos de Dios. A mí me hubiera gustado ir con ella, pero jamás me lo habrían permitido. Antes había pasado caminando por su iglesia y oído la música que manaba a borbotones del destartalado edificio de tablas; esos cantos ardientes y proclamas de alegría hacían que las demás iglesias parecieran vacías, en mi opinión.
Salimos con faroles y cantamos villancicos por el camino. Yo le cogía la mano a J.B. y le señalaba varias constelaciones.
—Mira, J.B., ahí están Canis Major y Canis Minor, que significa perro grande y perro pequeño.
Puso cara de concentración.
—En el cielo no hay perros, Callie.
—No son perros, son estrellas. Pero alguien pensó hace mucho tiempo que parecían perros.
—No se parecen a
Áyax
, ni a Matilda. Creo que te lo estás inventando. Mamá dice que no tienes que inventarte cosas.
A mí también me costaba distinguir un perro, un toro o un león en esos puntos distantes de luz. ¿Cómo se les ocurrieron a los antiguos aquellas fantasías disparatadas?
Doblamos la esquina y ahí estaba la iglesia metodista, iluminada por un millar de lámparas. Todos nos dirigimos a nuestro banco, menos Harry, que fue a ayudar a la señorita Brown con el órgano; ésta tocó con vigor, marcando las pausas con gesto teatral y pisando como enloquecida el pedal de los fuelles, mientras Harry pasaba las páginas. Cantamos Escuchad cómo cantan los ángeles del cielo y la música destensó un poco mis sentimientos por la señorita Brown. Pero sólo un poco.
Al acabar, el señor Barker se vino andando con nosotros. Sam Houston me pellizcó, retándome a gritarle mientras caminábamos detrás de los adultos, y como venganza le di un empujón al pasar por un charco. Con los zapatos mojados aprendería la lección.
Al tomar el recodo olimos el humo fragante de nuestra propia chimenea. Viola, que ya había vuelto de su oficio, nos esperaba en la puerta con el abuelito, y cuando entramos en el salón encendió las docenas de velitas del árbol de Navidad, que titilaron como luces feéricas. El fuego estaba al rojo vivo. En el aparador brillaba un cuenco de cristal tallado, lleno de un ponche de vino con azúcar y especias que olía a clavo.
Mis padres estaban a punto de darse su breve beso de Navidad, la única ocasión en que lo hacían delante de nosotros, cuando ella recordó la presencia del pastor y agachó la cabeza violentada. Papá le cogió la mano y se la besó, murmurando: «Margaret».
El pastor quiso informarse de si el abuelito ya había recibido respuesta sobre la planta. Me pareció que su interés, como el del incontenible señor Hofacket, era sincero.
—No, Cornelius, todavía no hay respuesta. —El abuelito se encendió un puro y sopló el humo educadamente hacia el techo—. No se le puede meter prisa a la ciencia. Estas cosas llevan su tiempo.
Después de una cena basada en jamón, durante la cual los niños nos pusimos cada vez más inquietos, mis padres se apiadaron de nosotros y repartieron los regalos. Pese a su filosofía sobre el tema, el señor Barker se quedó y se admiró ante la calidad de nuestro botín.
La familia en general recibió un estereoscopio, que todos los hijos debíamos compartir de forma equitativa (cosa poco probable). Venía con postales de «la gran esfinge de Egipto», «la fabulosa ciudad blanca de Chicago» o «la fascinante vida de los esquimales». Cada cual recibió una naranja gorda y brillante, un regalo poco habitual y caro durante el invierno. Yo me la guardé para luego.