Read La evolución Calpurnia Tate Online
Authors: Jacqueline Kelly
Tags: #Aventuras, infantil y juvenil
—Dios santo, niña, ¿qué te pasa? —El señor O'Flanagan me dio unas palmadas torpes—. Ya está, ya está. Te llevaré a casa con tu madre.
—No, gracias, señor O'Flanagan. Estoy bien —sollocé.
—¿Seguro? No lo parece. —Su expresión se endureció al preguntar—: ¿Es que alguien... ha ido detrás de ti?
—No, no, sólo busco a mi abuelo —lloriqueé, pero no lo acabé de convencer.
Me saqué el pañuelo del delantal y lo empapé en cuestión de segundos. No podía parar de llorar.
—Toma —me dijo, y me entregó el suyo—, creo que lo necesitas más que yo. Te lo puedes quedar. Y ahora, vamos con tu madre.
Vi que el señor O'Flanagan no pensaba dejarme sola hasta que me calmara. Me soné la nariz y, con un gran esfuerzo, logré dominarme un poco.
—No pasa nada —gimoteé—. Me iré a casa. Estoy bien. Gracias. Adiós.
Me dejó ir de mala gana. Salí a la calle con dificultad y me dirigí a casa.
Mi abuelo me había dado a leer el libro de Darwin. Me había mostrado la posibilidad de un tipo de vida diferente. Pero nada de eso importaba. La ciencia de las amas de casa era lo que me estaba destinado. Qué ciega estaba; era patética. Estábamos a punto de cambiar de siglo, pero mi vida no cambiaría con él. Mi insignificante vida. Una vida a la que debería haberme acostumbrado. Volví a estallar en llanto como si fuese una fuente, con una marea continua de lágrimas y mocos que empapó el pañuelo del señor O'Flanagan. Sólo quedaba una última pregunta para el cuaderno antes de cerrarlo y abandonarlo para siempre, y era sobre el telegrama: ¿sí o no? Eso tendría que decírmelo mi abuelo. Y yo haría que me lo dijera. Me lo debía.
Me froté la cara con la última parte seca del pañuelo del señor O'Flanagan y miré atrás. Ahí estaba, a cincuenta metros de mi espalda, vigilando que llegara bien a casa e intentando que no notara que me seguía. Al menos alguien se preocupaba por mí. Esperó a verme en el camino de grava antes de dar media vuelta. Yo me repuse cuanto pude para evitar más interrogatorios.
Mi madre seguía en el salón con la señora Purtle, sirviendo té. Viola entró con un delantal blanco y con un pastel de limón en una bandeja de plata. El señor Fleming estaba sentado en una silla larguirucha, con una de las tazas buenas apoyada en la rodilla y la bolsa de reparto a los pies. Tenía aspecto de estar atrincherado ahí para siempre y de no marcharse hasta saber qué decía el único telegrama que había entregado procedente de Washington. Mi madre alzó la vista.
—Calpurnia, ¿qué sucede? ¿Has encontrado a tu abuelo?
—No sucede nada —dije con voz monótona—. Y no, no lo he encontrado.
—Disculpe, señora —intervino Viola—, pero creo que el capitán Tate está trabajando en el cobertizo de atrás.
Viola se negaba a llamarlo el laboratorio o las viejas dependencias de esclavos.
¿En el cobertizo de atrás? ¿En el laboratorio? Mamá frunció el ceño.
—Hubiera jurado que se había ido al río. Calpurnia, ve a buscarlo, por favor. No podemos hacer esperar al señor Fleming todo el día.
—Oh, no pasa nada, señora —dijo éste, y movió su taza uno o dos dedos en dirección a la tetera—; nada de nada.
¿No estaba en el río?
—¿Tomará más té, señor Fleming?
—Vaya, es usted muy amable, señora. Me parece que sí.
No estaba en el río recolectando sin mí. Estaba en el laboratorio trabajando sin mí.
—¿Me has oído, Calpurnia? Ve a buscarlo. Señora Purtle, pruebe un poco de este excelente pastel: receta especial de Viola.
Atontada, asentí:
—Creo que iré a por él.
Pasé por la cocina, donde Viola ya estaba empezando con la cena. Alzó la vista.
—¿Qué estás tramando? Pones una cara...
—No estoy tramando nada. —Bombeé agua fría en el pañuelo del señor O'Flanagan y me lo apreté contra la cara—. Y ésta es la cara que tengo, no puedo poner otra, ¿vale? —farfullé a través de la tela.
—¿Qué? —preguntó ella por encima del silbido de la tetera.
Me sequé con la esquina de una toalla y me miré en el espejo agrietado de la puerta de atrás. Aún estaba roja e hinchada, pero al menos ya no parecía completamente enloquecida. Escudriñé mi rostro. ¿Era el rostro de una niña que aburría a un anciano o el de una idiota que se precipitaba en sus conclusiones?
—Viola, ¿crees que soy aburrida? ¿O que soy idiota?
—Uy, tú puedes ser muchas cosas, pero idiota o aburrida, no, ninguna de las dos.
—¿Seguro?
—¿Cómo sales ahora con esto?
—Viola, es importante.
—Ninguna de las dos —repitió, y volvió a sus cacerolas.
Miré sus hombros estrechos y sus brazos enjutos elaborando nuestra cena, y me di cuenta de que siempre había contado con ella para otras cosas además de la comida. Viola no me había mentido nunca y no iba a hacerlo ahora. Me acerqué a ella, le rodeé la cintura y la abracé. Me sorprendieron de nuevo la ligereza de su cuerpo y sus pequeños huesos de pajarillo. Qué interesante que una estructura tan delgada pudiera contener a una persona tan grande.
—Vete, tengo trabajo —dijo.
—Sí, señora. —Y tan gruñona como siempre, lo que era tranquilizador.
—Ya te he dicho que no me llames señora. Yo no soy la señora de esta casa, niña —gritó a mi espalda mientras yo cerraba la puerta.
Me abrí paso entre los gatos de exterior que pululaban por el porche y fui al laboratorio. Tenía los pies de plomo. El breve trayecto me llevó un siglo. Aparté la arpillera que colgaba de la entrada y allí estaba él, en el sillón de muelles, observando un frasco de algo encima de la tabla. Me miró con expresión inescrutable.
—Ha llegado, abuelito —anuncié.
—¿Ha llegado?
—La respuesta sobre la planta. —Guardó silencio—. Un telegrama de Washington —insistí.
—Ah. —Posó la mirada en el techo y preguntó con calma—: ¿Y qué dice?
Me quedé de piedra.
—No lo sé —tartamudeé—. No la he abierto. No lo haría nunca, es para usted.
—Cielos, Calpurnia, he pensado que la habrías abierto porque somos socios en este proyecto, ¿no es así? ¿Te encuentras bien? —Asentí, aunque me faltó seguridad para hablar—. Bien. Y ahora, hay que tener el mejor aspecto posible cuando se recibe un telegrama de Washington.
Se levantó, se atusó ese abrigo que se desintegraba y se me acercó para arreglarme el pelo con sus grandes manos y ajustarme el lazo.
—¿Lista? —Volví a asentir y él me tendió la mano—. Vamos.
La cogí y fuimos juntos a la casa sin decirnos nada. Estábamos a punto de subir los peldaños de atrás cuando dije:
—Espere.
Se detuvo y me miró.
—¿Qué, Calpurnia?
—Pienso que hoy deberíamos entrar por la puerta principal. ¿Usted no? —señalé, temblorosa.
—Tienes toda la razón —convino, y dimos la vuelta lentamente a la casa, y al pasar por la ventana del salón tres cabezas curiosas giraron tras nosotros.
Todos mis sentidos se agudizaron mientras íbamos hacia el porche. Los lirios habían muerto y vuelto a la tierra, todos los árboles de Júpiter habían perdido su corteza y en el cielo había nubes aborregadas. Sentí en el ambiente la presión de algo importante, del aire frío contra mí. Cogidos de la mano subimos los anchos peldaños frontales, y mi abuelo me abrió la puerta y me hizo una reverencia para que pasara. El corazón me palpitaba como un conejo.
—Capitán Tate. —El señor Fleming se cuadró en el salón—. Me alegro de encontrarlo, señor. Tengo un telegrama para usted procedente de Washington. Distrito de Columbia, señor. No el estado.
—Gracias, señor Fleming. Le estoy muy agradecido.
—He supuesto que era importante, por lo que me he apresurado a venir enseguida.
—Gracias, señor Fleming. Muy agradecido.
—No se lo podía confiar a uno de los chicos.
—Gracias, señor Fleming. Agradecido.
—Oh, no me malinterprete: son buenos chicos; si no, no estarían trabajando para mí. Pero a veces se entretienen y yo he supuesto...
Mamá intervino:
—Señor Fleming; ¿le importaría darle ya el telegrama al capitán?
—Ah, sí, sí, señora. —Buscó en un bolsillo y lo sacó—. Aquí está. Directo desde Washington. Sí señor. Directísimo.
La señora Purtle lanzó un chillido y se dio palmaditas en el pecho. Todos contemplamos el sobre como hipnotizados. El abuelito dio un paso al frente y el señor Fleming se lo puso en la palma. La mano de mi abuelo se cerró despacio sobre él.
—Le agradezco las molestias, señor Fleming —dijo, y buscó una moneda en el bolsillo de su chaleco.
El telegrafista no quiso ni oír hablar de eso:
—No, no, capitán Tate, no aceptaré una propina. Ha sido un placer, señor.
Saludó rápidamente e hizo chocar los talones.
—Es usted muy amable. —Entonces, al ver que el señor Fleming no se relajaba, el abuelito le dijo—: Por favor, descanse.
El señor Fleming relajó una pizca su postura. Todos nos quedamos ahí, observando a mi abuelo, que a su vez contemplaba el telegrama.
—En fin —dijo éste, y alzó la vista—, gracias de nuevo por las molestias, señor Fleming. —Se inclinó ante mi madre y la señora Purtle—. Señoras.
Sostuvo el telegrama con ambas manos, dio media vuelta y se fue. Todos nos quedamos con la boca abierta: qué injusto privarnos de aquel momento único en la vida. ¿Quién podría soportarlo? ¿Cómo podía hacernos eso? ¿Cómo podía hacérmelo a mí?
—Calpurnia —me llamó desde el pasillo—, ¿no vienes?
Por un instante quedé paralizada, pero luego recuperé la capacidad de movimiento y salí corriendo —al diantre los modales de salón— detrás de él. Derrapé contra él en la puerta de la biblioteca, él la abrió en silencio y entramos. La habitación estaba helada, pues el fuego no estaba encendido, y la cortina de terciopelo verde estaba descorrida para dejar entrar el débil sol de invierno. Se sentó a su escritorio.
—¿Puedes traer una lámpara?
Iluminaba su rostro un curioso equilibrio de entusiasmo y gravedad. Temblorosa, encendí la lámpara. ¿Y si la respuesta era no? ¿En qué nos convertiría eso? En nada más que un viejo iluso y una cría tonta. Pero ¿y si era sí? ¿Nos aclamarían y ensalzarían, nos haríamos famosos? ¿Nos contarían entre los inmortales? ¿Qué era mejor, saberlo o no? En cualquier caso, él me seguiría queriendo, ¿verdad?
Me senté en la silla de montar a camello y pensé que ojalá pudiera detener el tiempo. El abuelito miró el sobre blanco de aspecto anodino, cogió su abrecartas de marfil y lo abrió con cuidado. El telegrama consistía en una sola hoja de papel doblada una vez. Me la entregó.
—Léemela, hija.
Las manos me temblaban cuando cogí el papel. Lo desplegué, me incliné hacia la lámpara y leí, atrancándome en las palabras largas:
Estimados señor y señorita Tate:
A los miembros del Comité Taxonómico de Plantas de la Institución Smithsonian nos complace informarles de que, tras un estudio y una investigación exhaustivas, concluimos que han identificado ustedes una nueva especie, desconocida hasta hoy, de algarroba vellosa. Pertenece a la clase Dicotiledón, al orden de los Cabales, a la familia Fagácea y al género Vicia.
Es costumbre que quien primero identifica una especie le ponga su propio nombre, o que elija algún otro siempre que no se haya utilizado ya. Por eso le sugerimos dar a conocer esta planta como Vicia tatetí, nombre que satisfaría la práctica habitual de la taxonomía.
No obstante, son libre de escoger el que ustedes prefieran.
La institución los felicita por este hallazgo tan perspicaz.
Científicamente suyo, etcétera.
Henry C, Larivee
Presidente del Comité Taxonómico de Plantas
Volví a doblar la hoja con cuidado y lo miré a él, que, inmóvil, se quedó observando largo rato el vacío. Sentí la necesidad urgente de decir algo, pero no sabía qué, pues era incapaz de poner nada en claro. El cuarto estaba en absoluto silencio. A lo lejos, un perro aulló; era Matilda, emitiendo su característico alarido tirolés, curiosa expresión de lo que yo sentía en aquel momento. Más cerca, una cacerola repiqueteó en la cocina, la puerta mosquitera se cerró de un portazo y un par de mis hermanos pasaron corriendo por el recibidor. Oímos que el piano iniciaba en el salón una melodía serena y evocadora: habían pedido a Harry que tocara para nuestras visitas, y esa música devolvió a mi abuelo del lugar al que se había ido. Aun así, su expresión era nostálgica, contemplativa y triste.
—Sí —dijo al fin.
—¿Sí? —Yo no supe qué más decir.
Un minuto después, señaló:
—Es Chopin. Siempre me ha gustado esta pieza. ¿Sabes, Calpurnia.. . ? —Y calló.
—¿Qué, abuelito?
—¿Sabes... ?
—¿Qué, abuelito?
—Que siempre ha sido mi favorita. De toda su obra.
—No. No lo sabía.
—Su nombre popular es Gotas de lluvia.
—No lo sabía.
Oí a Viola tocar la campana de la cena en el porche de atrás. Pronto haría sonar el gong al pie de las escaleras. El abuelito lo ignoró.
—En realidad, la única cuestión es cómo pasar el breve tiempo que tenemos asignado.
Yo me preguntaba si hablaríamos del telegrama. No quería que sonara el gong. La cena sólo era la cena; la cena podía esperar. En justicia, teníamos derecho a quedarnos ahí para siempre. Miré alrededor. Miré los libros, el armadillo y la bestia embotellada.
—Abuelito...
—¿ Sí?
—¿Y el telegrama?
—¿Qué pasa con él?
—Pues...
Viola aporreó el gong; fue un sonido intrusivo y odioso.
—¿Tienes alguna pregunta al respecto? —quiso saber.
—No —contesté despacio—. Creo que no.
—¿Acaso tenías dudas?
—Supongo que no, pero...
—¿Sabes? Hay tantas cosas que aprender, y es tan poco el tiempo que se nos concede. Estoy viejo. Creí que moriría antes de que sucediera. —Me levanté y fui hacia él. Quise darle el telegrama, pero dijo—: Guárdalo tú. Dentro de tu cuaderno.
Me metí la hoja en el bolsillo y lo abracé. Él me rodeó con un brazo y me dio un beso, y nos quedamos así un rato hasta la inevitable llamada a la puerta.
Yo me esperaba una celebración. Me esperaba serpentinas, confeti y pastel, esperaba que nuestra familia nos alzara en volandas y nos llevara triunfantes. Pero el abuelito no abrió la boca en toda la cena, y yo me sentí desanimada todo el tiempo. Pero ¿qué me pasaba? ¿Por qué me sentía tan desinflada en el que debiera ser el día más feliz de mi vida y de la de mi abuelo?