Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
El hombre sentado en el trono volvió una página y una hoja completamente blanca cayó. Entonces cerró el libro y pareció percibir nuestra presencia.
—Ah, por fin estáis aquí —nos dijo.
—¿Con quién tenemos el honor de hablar? —preguntó Morgennes.
—Yo soy la Última Prueba.
—¿El guardián de la Última Prueba?
—No. La Última Prueba misma.
—¿Y en qué consistís? —pregunté yo.
—Habéis llegado a un momento crucial de vuestra vida —nos dijo con una extraña sonrisa—. Ahora tenéis que elegir...
—¿Elegir?
—¡Elegir lo que queréis ser!
—Precisamente —dijo Morgennes— he venido hasta aquí con la esperanza de encontrar el objeto de mi búsqueda.
El hombre levantó su mano libre, como para invitarle a callar. Y Morgennes lo hizo.
—No tan deprisa, amigo mío. Tomaos tiempo para reflexionar, y decidme: ¿qué es lo que más deseáis en el mundo?
Morgennes y yo intercambiamos una mirada. ¿Qué era lo que más deseábamos en el mundo? Sin duda no era matar al Preste Juan, contra quien no teníamos nada en particular. Tampoco era encontrar un dragón —en todo caso en lo que a mí se refería—.
Pero confieso que me resultaba bastante difícil reflexionar, porque la cabeza cortada no dejaba de observarnos, lo que me perturbaba.
Finalmente, fue Morgennes el primero en romper el silencio:
—Volver a encontrar a mi familia.
Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Por qué esta respuesta? ¡Era imposible! ¿Acaso Morgennes ya no deseaba ser armado caballero? ¿Vengar a los suyos? Como para tranquilizarme, mi compañero me dirigió una sonrisa. Tenía la expresión serena de la gente que sabe lo que hace.
—¿Y vos? —me preguntó el hombre del libro—. ¿Habéis elegido?
—No es asunto fácil... Creo que...
Varias respuestas me daban vueltas en la cabeza. Como a Morgennes, también a mí me gustaría volver a ver a mis padres. Pero, aunque, a diferencia de él, a veces me olvidaba de sus rostros o de sus voces, sabía que Dios me había dado el poder de devolverlos a la vida, gracias a la escritura.
—Vencer a la muerte —dije.
—¡Co, co, co! —cacareó Cocotte.
—Muy bien —replicó el hombre—. Os he escuchado. Y a ti también —añadió dirigiéndose a Cocotte.
Luego, a modo de despedida, nos dijo.
—Ya solo os queda llevarlo a cabo y volver a verme. Pero sobre todo no olvidéis esto: ¡cuando los dioses quieren castigarnos, hacen que se cumplan nuestros deseos!
Comprendimos que había llegado el momento de marcharnos. Ya nos dirigíamos hacia la salida, cuando, no pudiendo contener la curiosidad por más tiempo, pregunté al hombre del libro:
—¿Puedo saber qué leéis?
—¡Desde luego!
Me mostró el título de la obra, y luego continuó la lectura. Extrañamente, me pareció ver que la página en blanco de hacía un momento estaba ahora llena de frases, como si una pluma mágica hubiera escrito en ella durante nuestra conversación.
Di las gracias al hombre del libro y volví junto a Morgennes, que rae esperaba en el corredor. Es una lástima que en ese momento no me volviera por última vez, pues si lo hubiera hecho, tal vez habría visto cómo la cabeza cortada apuntaba en mi dirección una lengua de serpiente. No, eso no lo vi; pero lo que vi no me sorprendió menos.
Porque, en el mismo instante en el que Morgennes y yo salíamos del corredor, tropezamos con una treintena de soldados, vestidos con armaduras y túnicas naranjas; su jefe nos dijo en un francés perfecto:
—¡Señores, os arresto por haber osado violar la entrada del Monasterio Prohibido y haber participado en el robo del Arca de Noé!
¡Vamos, buscad, registradlo todo de arriba abajo,
muy cerca de aquí o muy lejos!
CHRÉTIEN DE TROYES,
Cligès
Mientras una joven esclava rubia de ojos garzos le servía una copa de vino, Manuel Comneno preguntó a Guillermo:
—¿Qué os ha parecido el Laberinto de la Verdad?
Guillermo, que aún tenía la espalda cubierta del sudor frío que le había provocado su estancia entre las serpientes, se secó la frente con ayuda de un paño de algodón, se lavó las manos en un lebrillo de agua clara y respondió:
—Instructivo, como mínimo. Sin embargo, hay varias cosas que me inquietan.
—Hablad.
—En primer lugar, me gustaría saber si me esperan otras pruebas, o si puedo disfrutar con toda tranquilidad de estos ágapes. En segundo lugar, me gustaría comprender para qué sirve un laberinto que no tiene salida.
—Comed. No temáis —le respondió Manuel—. Os doy mi palabra de que no trataré de probaros ni de perjudicaros. Esta pequeña prueba tenía por objeto verificar si mis suposiciones estaban fundadas.
—¿Vuestras suposiciones?
—Para empezar, esas primeras cartas para empujarme a entrar en guerra a vuestro lado. Luego, esta mañana, esta última carta para asustarme. No pueden ser del mismo autor. Sospeché de vos en el caso de las primeras, pero sobre esta última más bien pienso...
—¿En los egipcios?
—Exacto, Guillermo. Y más concretamente en algunos de entre ellos. Estoy pensando en los maléficos ofitas, que están presentes en el entorno próximo del califa al-Adid y siempre están dispuestos a manipular a los poderosos.
—¿Los ofitas? Son adoradores de la serpiente...
Pero el emperador ya no le escuchaba, y continuó, como si hablara para sí mismo:
—¡Ah, ese laberinto! Lo encuentro tan interesante...
—¡Pero si no tiene salida! —repitió Guillermo.
—¿Quién ha dicho que forzosamente tenga que haber una? Yo opino que está hecho a imagen de la vida. Uno cree entrar en algún sitio, busca su camino protegiéndose de la mejor manera de los peligros, y luego muere después de haber dado vueltas en vano. ¿No es una perfecta metáfora de nuestro destino?
—Pero, si no he entendido mal —prosiguió Guillermo—, solo se tiene la posibilidad de buscar si se es inocente. De otro modo, uno muere mordido por las serpientes...
—¡De hecho, los inocentes también mueren!
—Ya veo. Entonces, ¿el esqueleto que he visto en el laberinto...? ¿Era inocente o culpable, esa mujer?
—¡Ah, mi maestra de las especias! Trató de envenenarme haciendo que me sirvieran un plato demasiado especiado para mi gusto. Pero en fin, no hablemos más de ello. ¡Disfrutad de la fiesta!
Con un gesto de la mano, que hizo que entrechocaran sus innumerables brazaletes, cadenitas y colgantes, Manuel dio la señal para el inicio de las celebraciones. Tres juglares vestidos con trajes de colores vivos entraron en la sala y empezaron a tocar el laúd. Las esclavas sirvieron bebidas y viandas a los invitados; fue una lluvia de vituallas digna del Olimpo, ya que se sirvió ambrosía y todo tipo de manjares muy apreciados por los dioses.
Guillermo se fijó en que el emperador había hecho que debajo de él se arrodillara un humilde anciano que llevaba las manos y los pies atados con cadenas de oro. ¿Quién era ese hombre? Guillermo no habría sabido decirlo, pero el anciano mantenía inclinada su cabeza calva y no decía ni una palabra mientras Manuel vertía vino sobre su espalda desnuda o se secaba las manos con su taparrabos.
Por una confidencia de Colomán, el maestro de las milicias, se enteró de que se trataba de un dios de la Antigüedad, quizá el propio Apolo, capturado por uno de los mercenarios del emperador, un tal Morgennes.
—¡Morgennes! —exclamó Guillermo—. ¡Pero si le conozco! Fui yo quien le aconsejó que abandonara el reino de Jerusalén, donde nadie estaba dispuesto a reconocer su valor.
—Enseguida vi de qué madera estaba hecho —se jactó Colomán—. Me recordaba a un viejo amigo, un excelente soldado que, como Morgennes, tenía algunas dificultades para...
Colomán pareció perderse en sus recuerdos y no terminó la frase.
—¿Obedecer órdenes? —preguntó Guillermo.
—Sí —dijo Colomán volviendo a la realidad-. De hecho, creo que cuando haya cumplido su decimotercera misión, el emperador no le confiará ninguna más. Probablemente, Morgennes acabará su carrera en el circo, en compañía de gladiadores...
—¿Puedo saber en qué consiste su decimotercera y última misión?
—En matar al Preste Juan —dijo Colomán, llevándose a la boca una cucharada de huevos de hormiga.
—Ah —dijo Guillermo.
Tragó con dificultad un grano de uva y, para cambiar de tema, preguntó al megaduque Colomán:
—Ese anciano de ahí, ¿realmente es un dios?
—El emperador lo cree —dijo encogiéndose de hombros—. ¿Os atreveríais a contradecirle?
—¡Desde luego que no!
Un esclavo instaló entre Guillermo y Colomán una mesa baja, sobre la cual otro esclavo depositó una bandeja de plata que contenía pollo troceado mezclado con arroz y almendras. Guillermo iba a comer con los dedos, pero al ver que Colomán utilizaba cubiertos para llevarse la comida a la boca, le imitó. Un guiso de cordero con especias, acompañado de un gratinado de berenjenas, siguió al pollo; luego, de postre, les sirvieron higos, dátiles, uvas pasas y queso fresco. Algunos esclavos se mantenían a disposición de los invitados, ya fuera para abanicarlos o para verter agua en sus manos y limpiárselas con una servilleta de lino blanco muy agradable al tacto. Guillermo bebió un poco de vino, pero le encontró sabor a resina, por lo que prefirió tomar té. Hacia el final de la comida, les llevaron virutas de jabón para lavarse la barba, y una joven interpretó con una lira una agradable pastoral mientras servían dulces y pasteles en abundancia.
Guillermo estaba encantado, pero al mismo tiempo estaba también ansioso por volver a casa. Allí se encontraba fuera de lugar. Finalmente, Manuel, que durante todo el banquete casi no le había dirigido la palabra, se volvió hacia él para preguntarle:
—¿Qué opináis de los mentirosos?
Guillermo se sobresaltó.
—Bien, mi señor, yo diría que saben hacerse amigos.
—¿Y no lo logran quienes dicen la verdad?
—No. Estos, por desgracia, tanto si dicen la verdad como si dicen simplemente lo que piensan, solo atraen hacia sí odio. Cuando se trata de decir lo que desagrada, claro está.
—¿De verdad?
—La complacencia engendra la amistad, pero de la verdad nace el odio.
—Entonces creo que os encontraríais a gusto con el Preste Juan.
Guillermo mantuvo una calma olímpica, y se contentó con decir:
—¿Puedo preguntaros por qué?
—¿No recordáis lo que estaba escrito en una de aquellas cartas? «Entre nosotros nadie miente ni puede mentir. Y si alguien empieza a mentir, muere enseguida.»
—¡Ah sí! —dijo Guillermo—. Desde luego, lo recuerdo.
El final de su frase se perdió en un soplo inaudible, porque no estaba seguro de saber hasta qué punto era prudente recordarlo.
—Según los ofitas, las serpientes de mi laberinto podrían proceder del reino del Preste Juan —prosiguió Manuel—. ¿No os parece extraño eso?
—Sí, mi señor.
Manuel bebió un trago de té y miró fijamente a Guillermo.
—Creo que ese reino es insoportable. ¿No estáis de acuerdo conmigo?
Guillermo guardó silencio. ¿Qué podía hacer? ¿Darle la razón a Manuel? ¿O no hacerlo? ¿O peor aún, confesar su crimen? ¿Lanzarse a los pies del emperador y confesar lo que había tenido que hacer para inducirlo a entrar en guerra con Amaury? Su labio inferior tembló ligeramente; estaba dudando sobre el siguiente paso que debía dar cuando su mirada se cruzó con la del anciano que servía de reposapiés al emperador. El viejo había levantado ligeramente la cabeza y le dirigía una mirada intensa. Como todos los ojos estaban centrados en el embajador de Amaury, nadie vio cómo le instaba a guardar silencio sacudiendo la cabeza.
De todos modos, Guillermo se sentía —como en el Laberinto de la Verdad- inocente. Sí, forzosamente debía ser inocente. No podía entrar en los designios del Altísimo apoyar a un mentiroso. De modo que, adoptando la más humilde de las conductas dictadas por la diplomacia, Guillermo respondió:
—No sé lo suficiente sobre él como para haberme formado una opinión.
Guillermo tenía la desagradable impresión de ser el ratón con el que el gato se divierte.
—Contadme —prosiguió el emperador, abandonándose con deleite a las manos expertas de una masajista oriental— de qué manera la Compañía del Dragón Blanco salvó la vida de vuestro rey y de sus hombres en la campaña de Egipto. Fue un desastre, ¿no?
Guillermo clavó su mirada en la del emperador, y admitió:
—Sí, mi señor. Un desastre como se viven pocos. Y si la Compañía del Dragón Blanco no hubiera estado ahí para recoger a bordo de su extraña nave al ejército del rey y al de los hospitalarios, es muy probable que el reino de Jerusalén...
—No fuera hoy más que un pálido recuerdo —le interrumpió el emperador, sonriendo bajo la caricia de los dedos de su masajista.
—El rey y su ejército habían tomado posiciones en torno a Bilbais —explicó Guillermo—. La asediaban, cuando Chawar, el visir del califa de Egipto, tuvo una idea diabólica. Dio orden a sus tropas de romper los diques del Nilo. Entonces, una montaña de agua se abatió sobre Bilbais y los caballeros estacionados en la llanura. Protegida por las murallas, la ciudad sahó más o menos bien parada, pero los francos perecieron a miles. La mayoría de los infantes sucumbieron, y sus cadáveres acabaron flotando con los de los perros y los camellos. Finalmente, algunos caballeros (entre ellos el rey y su corte) consiguieron refugiarse de las alturas en los alrededores de la ciudad; en el techo de una casa, en la copa de un árbol o en una pequeña colina. El rey veía cómo las aguas subían y subían, y se desesperaba. ¿Es que no iban a bajar nunca? La noche caía y las aguas seguían creciendo. Parecía que el propio Nilo tomara parte en el combate. Como una inmensa serpiente de agua, había encerrado a Amaury en una trampa líquida. Y ahí estaba el rey, con su senescal a su lado, y la bandera restallando al viento de la noche. ¿Qué esperanza le queda sobre ese pequeño monte que las aguas del Nilo erosionan sin cesar? Es como los primeros hombres en el momento del diluvio. Espera. Confía. Reza, y se pone en manos de Dios. Pero Noé no está ahí desde hace varios siglos. ¿Quién irá? ¿Quién puede acudir? ¡La Compañía del Dragón Blanco! Ved ese extraño navío que surge bajo un rayo de luna. ¡Las aguas se apartan a su paso, temerosas, porque en verdad es una segunda Arca de Noé! Se acerca entonces a cada uno de los caballeros, y un gigante llamado Gargano les ayuda a subir a bordo. La noche pasa, y el sol vuelve a aparecer. Pero lo que ven los egipcios no es un ejército aniquilado, no es una terrible derrota infligida a los francos. No, lo que ven es nada. El desierto... Y a lo lejos, muy lejos en dirección a Oriente, una mancha. Un punto que se desplaza, es el Arca de Noé que traslada hacia Jaffa los restos del ejército del rey.