La Espada de Fuego (51 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

BOOK: La Espada de Fuego
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—¡Nos están atacando! —gritó Linar.

Levantó la vara y pronunció unas palabras que el viento acalló. Pero de la boca de la serpiente que se enroscaba en su bastón brotó un haz rojizo que se abrió sobre ellos y empezó a ascender, hasta formar un gran dosel de luz, como una medusa gigantesca y transparente que flotaba a veinte metros sobre sus cabezas. Siguieron avanzando contra el viento. Empezó a llover, con gotas frías que les venían de frente, como andanadas de dardos lanzados por un ejército innumerable. Furiosas, las nubes acumulaban su carga en sus altas cumbres, allá donde el aire es irrespirable, y cuando se sentían con bastante energía la arrojaban desde sus raíces plomizas en forma de rayos que se desplegaban por el cielo como ramas cegadoras. El conjuro de Linar los desviaba hacia los lados, pero cada descarga la recibía como una tremenda sacudida en su vara y a través de ella en las manos y los hombros.

—¡No quieren que sigamos hacia el oeste! —gritó.

—¡Pero este viento también los entorpece a ellos!

—¡Mira tu espalda!

Mikhon Tiq se dio la vuelta, y a través del dosel protector vio algo que no olvidaría en mucho tiempo. Pues el techo de nubes desfilaba sobre sus cabezas a toda velocidad, como los rápidos de un río que fluyera encima de ellos. Pero más allá, hacia el este, era como si la mano de un titán hubiera plantado en el aire un tajamar invisible y colosal contra el que el viento y las nubes se estrellaban y partían en dos. Y aquel inmenso torrente gris se dividía en dos corrientes, una de las cuales seguía soplando hacia el nordeste y la otra hacia el sudeste, abriendo entre ambas un triángulo de cielo azul, y bajo ese triángulo quedaba una zona de calma por la que sus enemigos podían avanzar sin estorbo. Aquella tormenta era un prodigio sobrenatural, invocado por los hechiceros renegados para dejarlos clavados en el sitio y alcanzarlos. Mikhon Tiq se sintió desfallecer y plantó las rodillas en el suelo, pero Linar tiró de él.

—¡Sigue andando! ¡Ellos no podrán mantener ese esfuerzo mucho tiempo! ¡Vamos!

Los rayos caían a uno y otro lado, tan tupidos que los truenos se habían convertido en un solo fragor que hacía retemblar la llanura de horizonte a horizonte. Mikhon Tiq creyó oír entre el estrépito unas carcajadas crueles, y levantó la mirada. Las nubes se agitaban y revolvían sobre sí mismas, retorcidas por el viento del oeste y por remolinos que giraban vertiginosos en su seno. Poco a poco se esculpieron en ellas rasgos reconocibles: primero una barbilla, luego una nariz, ojos, una frente. Mikhon Tiq sólo los había visto una vez en su vida, pero reconoció a los cuatro Kalagorinôr, las cabezas apiñadas, como si pelearan entre ellos por asomarse a una rendija. Koemyos, Kepha, Fariyas y Lwetor. Sombras y vórtices más profundos formaron cuatro pares de ojos, y todos ellos se estrecharon destilando odio sobre los dos minúsculos hechiceros que trataban de abrirse paso entre los cañaverales aplastados por el huracán. Mikhon Tiq sintió que el tiempo se congelaba. La boca del Koemyos-en-las-nubes se abrió y de ella brotó una línea de plasma azulado que buscó el suelo, y siguiendo aquella guía bajó una ráfaga de descargas que hicieron estremecerse los cimientos del mundo. Linar clavó los pies en tierra y, alzando al cielo la vara con ambas manos, gritó:

—¡Estúpidos! ¡Vuestro alarde será vuestra ruina!

Era la primera vez que Mikhon Tiq veía a Linar tan irritado. El dosel rojizo se elevó y se ensanchó aún más, hasta chocar con el techo de nubes, y los relámpagos resbalaron por su superficie formando un dibujo radial que se abrió como una estrella de mar de cien brazos palpitantes y cayó al suelo en una lluvia de chispas a más de cien metros de los magos. Linar se tambaleó y clavó la rodilla en el suelo, pero no soltó el caduceo. La exhibición de poder debió de agotar a sus enemigos, o tal vez se aburrieron de atacarlos desde las alturas, pues los rostros de los cúmulos se deshicieron y los rayos empezaron a caer más espaciados y lejanos. Poco a poco el viento y la lluvia amainaron y la tempestad pasó sobre sus cabezas como una tormenta más.

—¿Hemos vencido? —preguntó Mikhon Tiq, aunque sabía la respuesta.

—Sólo hemos ganado un respiro.

Linar jadeaba. El viento había roto el barbuquejo de su sombrero y se lo había llevado volando. Mikhon Tiq lo vio de pronto como un anciano, pues estaba encorvado por el cansancio, la trenza se le había deshecho y los cabellos le colgaban apelmazados y húmedos por encima de los hombros. Era de día. ¿Qué ocurriría cuando cayera la noche?

Durante algunas horas no supieron más de sus perseguidores. El cielo se despejó, salvo por nubes rotas en jirones que viajaban a gran altura. Pasada la media tarde encontraron un monte de laderas verdes en cuya cima se levantaban unos peñascos blanquecinos, como huesos rotos que asomaran por una herida abierta en el prado. Treparon por su falda hasta llegar al pie de las rocas, y entre ellas encontraron una grieta tortuosa que les sirvió de camino para llegar hasta la cima. Desde allí otearon el paisaje. Sobre sus cabezas, bandadas de pájaros negros revoloteaban con audaces giros que poseían su propia magia, pues cuando el grupo entero cambiaba de dirección, sus alas ofrecían el perfil más fino y las aves se borraban por un segundo de la vista. Al este y al sur todo eran pastos húmedos, salpicados de manchas más oscuras allá donde crecían árboles y matorrales, y líneas de lomas que hinchaban el suelo como crestas de dragones sumergidos bajo el mar de hierba. Al norte se vislumbraba la gran masa boscosa del Hilar, una sombra cobriza salpicada de verde en la distancia. A poniente, el sol ya bajaba y sus rayos sesgados se reflejaban en unas brumas bajas y en grandes manchas blancas y deslumbrantes que debían de ser lagunas y pantanos. Aún más allá se levantaban las formas quebradas de la Sierra Virgen, formada por varias cadenas de montes, cada vez más altas y desvaídas; pero la reverberación del sol impedía distinguir bien aquel paisaje.

—Vamos hacia allá —dijo Linar.

—¿Dónde?

El brujo levantó el caduceo y apuntó directo al oeste.

—Al pantano de Purk.

—¿No íbamos al bosque de Hilar?

—Íbamos.

Linar se volvió de nuevo hacia oriente y se puso la mano sobre las cejas a modo de visera. Mikhon Tiq lo imitó, aunque en aquella dirección el sol no molestaba a la vista. Tal vez a un kilómetro y medio de distancia y a cien metros por debajo de ellos distinguió unas manchas oscuras entre dos suaves lomas. Concentró sus ojos en un círculo, como había aprendido. Al hacerlo dejó de ver el resto del paisaje, pero aquellas figuras se le mostraron aumentadas. Eran los Kalagorinôr, no cabía duda. Tres de ellos se quedaron donde estaban; el cuarto, apoyándose en un largo báculo, venía hacia ellos caminando entre la hierba. Mikhon Tiq se volvió hacia Linar, interrogante.

—Esperaremos aquí. Creo que viene a parlamentar.

—¿Qué tienen que parlamentar después de haber intentado achicharrarnos?

—No sabría decirlo —reconoció Linar, una confesión extraña en él-. Tal vez la corrupción de sus espíritus no haya llegado tan lejos como para olvidar que una vez fuimos hermanos. O acaso quieran ganar tiempo para que oscurezca y puedan conjurar de nuevo a las fuerzas de la noche.

—Entonces deberíamos alejarnos.

—No demasiado —repuso Linar en tono enigmático-. Además, no nos vendrá mal reponer fuerzas.

—Si se acerca más, podrías atacarlo. Así sólo quedarían tres.

—Para eso tendría que vencerlo, y no está tan claro que así suceda, pues tú no puedes ayudarme.

—En ese caso, tarde o temprano acabarás luchando tú solo contra los cuatro.

—Ya sabes lo que pasará si los destruimos.

Colapso. Catástrofe. Aniquilación, pensó Mikhon Tiq.

—Entonces no tenemos salida.

—Eso parece. Razón de más para sentarnos a descansar y disfrutar de esta espléndida puesta de sol.

Linar soltó una risa tan descarnada como las ramas de los álamos que crecían en la ladera del monte.

No tardaron en reconocer al emisario. Era Lwetor, el mismo que había introducido a Ulma Tor en la reunión de Trápedsa y había precipitado la ruina de la Mesa. Vestía una túnica blanca poco apropiada para un viajero y se apoyaba en un largo báculo cuya punta se enroscaba en espiral. Buscaba la apariencia inofensiva de un viejo fatigado y el claro color de la sinceridad, una trampa burda, pero, a su manera, eficaz. Mikhon miró a Linar y vio cómo se mordía los labios. Algo debía removérsele por dentro al ver de nuevo a su antiguo compañero.

Lwetor los saludó de lejos con la mano y empezó a ascender por las primeras piedras que conducían a lo alto del roquedo. Su aspecto era el mismo que en la última reunión de Trápedsa, pero Linar advirtió a Mikhon Tiq que examinara su syfrõn. El muchacho cerró los ojos. Las franjas que le llegaban parecían rectas y estables en un primer examen; pero si atendía bien, observaba una fluctuación que las deformaba y que ensuciaba sus colores.

El mago llegó por fin junto a ellos y se sentó sobre una piedra baja, de forma que las piernas se le quedaron encogidas en una postura no demasiado digna. Resopló un par de veces y se secó el sudor de la calva con la manga de la túnica. No finjas, pensó Mikhon Tiq, irritado; hasta ahora no te ha cansado perseguirnos.

—Salud, hermanos. Veo que habéis encontrado un hermoso mirador.

Su tono era trivial, como el de un viejo que saluda a sus compadres mientras holgazanea en la plaza mayor al calor del sol. Pero Linar pronunció la fórmula tradicional en tono grave:

—Que la Hermosa Luz te envuelva y alimente, Lwetor.

El gesto del mago se descompuso un segundo, y musitó el mismo saludo como si le escociera en los labios. Estaba sentado a unos tres metros de ellos, una distancia prudente, pero no amistosa.

—Me has hecho correr mucho, Linar. No pensé que a tu edad conservaras unas piernas tan ágiles.

—¿Qué os trae a buscarme? ¿Habéis cambiado vuestros planes para la Espada de Fuego? Si no es así, lamento que os hayáis molestado en seguirme.

—¡No seas tan burdo, Linar!
Zemal
es importante para los guerreros, pero no para nosotros. No merece la pena que discutamos por ella y enturbiemos nuestra amistad después de tantísimo tiempo.

Mikhon Tiq recordó la tormenta sobrenatural, los rostros de los magos burlándose de ellos desde las nubes y, sobre todo, la imagen de Linar empapado y exhausto como un perro vagabundo bajo la lluvia, y sintió el deseo de despeñar a aquel brujo hipócrita.

—¿Para qué has venido entonces? —le espetó.

Lwetor le dirigió una mirada de ira y levantó el báculo un instante, pero vio que Mikhon Tiq apoyaba las manos sobre los gavilanes de la espada y comprendió que aquélla era su vara mágica y que sabría protegerse. Los labios le temblaron, pero logró cubrirse los dientes y componer una sonrisa.

—Mi jovencísimo amigo, existe algo muy antiguo entre Linar y yo que tú no puedes entender. Debes permitir que dos viejos amigos se explayen.

—Contesta a la pregunta de Mikhon Tiq —respondió Linar.

Lwetor se rascó el cuello y miró a un lado, incómodo.

—He venido para convencerte de que vuelvas con nosotros, Linar. La Mesa sin ti está coja.

—No está coja, sino rota. Yo mismo la quebré.

—Pecas de orgullo, hermano. Somos cuatro contra uno. Tu amigo el neófito aún está demasiado verde.

—Eso ya lo veremos —masculló Mikhon Tiq.

Lwetor fingió no haberlo oído.

—Apoyar a un guerrero o a otro para que consigan la Espada de Fuego es algo baladí, Linar. Siempre podemos guiar a quien la conquiste por el camino conveniente. Todos esos Tahedoranes son hombres jóvenes y de temperamento ardiente, que cometerán los mismos errores. Nosotros estamos para evitarlos o corregirlos.

—Si todos van a cometer los mismos errores, ¿por qué queréis ayudar a Togul Barok? —preguntó Mikhon Tiq-. ¿Qué más os da?

—Jovencito, si el príncipe nos parece mejor es tan sólo porque goza de una posición aventajada para realizar los cambios que en estos momentos son necesarios.

—Hablas y no dices nada, como un filósofo de feria.

Lwetor rechinó los dientes y por un instante sus pupilas se agrandaron hasta devorar los iris. Mikhon Tiq se removió en la piedra que le servía de asiento, pensando que tal vez había ido demasiado lejos.

—¡No basta llamarse Kalagorinor para serlo de verdad, cachorro!

—Mikhon Tiq lamenta su atrevimiento —intervino Linar, apoyando la mano en el hombro del muchacho.

—Claro que lo lamento —dijo Mikhon, con voz lisa como un espejo.

—Pero el caso, hermano Lwetor —prosiguió Linar-, es que has venido a pedirme que regrese con vosotros, y mi respuesta es no.

—¡Pero, Linar, hablemos antes! No puedes dejar el Kalagor de esa manera.

—Yo soy Kalagorinor, y Mikhon Tiq es Kalagorinor. Sois vosotros quienes habéis abandonado el sendero de la Hermosa Luz.

—¡La soberbia te hace desbarrar..., hermano! ¿Cómo pretendes tener razón en contra de nosotros cuatro?

—La verdad es la verdad, crean en ella muchos, pocos o nadie.

Lwetor agachó la cabeza y se calló durante unos segundos, mientras hacía girar el báculo entre las palmas de sus manos como un cazador que quiere prender fuego en el bosque.

—Siempre has sido mi más querido compañero, Linar —dijo por fin-. Desde el principio he admirado tu pureza y tu rectitud, y te considero el primero entre nosotros. Koemyos... es poderoso, en verdad, pero la vanidad lo obnubila demasiado a menudo. En cuanto a Kepha y Fariyas, a veces creo que los años los hacen chochear. Por mi parte, no tengo una voluntad tan firme como la tuya. Eres el mejor, Linar. Necesitamos tu guía. Ven con nosotros.

El mago tendió su mano. La mirada de Mikhon Tiq saltaba de uno a otro, expectante. ¿Se dejaría engañar Linar? Lwetor hablaba como si se hubiera arrancado todas las máscaras y ropajes, como un amigo que desde el fondo del corazón le pide ayuda a otro amigo. Linar se incorporó con cierto trabajo sobre sus largas piernas y dio un paso hacia su antiguo camarada. Mikhon sofocó un grito de advertencia. Pero Linar plantó la vara sobre la roca y miró a Lwetor desde sus dos metros de altura.

—Lo siento, pero no cambiaré mi camino.

Durante unos segundos los dos magos se sostuvieron la mirada. Después, Lwetor se dio por vencido y se levantó para irse. Antes de emprender la bajada se detuvo un instante, agachó la cabeza y se acarició la barbilla, como si le hubiera venido a la mente algo que quisiera decir.

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