Zemal, la Espada de Fuego, es el máximo símbolo de poder y la mayor aspiración de todo guerrero. Sólo los Tahedoranes, los grandes maestros de la espada, pueden competir por ella en una carrera sin cuartel por descubrir su escondite. Tras la muerte de Hairón, el último Zemalnit, siete aspirantes se disputan la espada; pero hay en juego algo más que la ambición de poder, pues extrañas fuerzas están dispuestas a romper la concordia entre los hombres los dioses, exiliados desde hace largo tiempo de Tramórea. Aquéllas se han unido para despertar a Tubilok, el dios rebelde que duerme fundido en una roca en los abismos del Prates y cuyos sueños se convierten en las pesadillas de los hombres. Derguín y Kratos May, los guerreros, y Linar y Mikhon Tiq, los magos, deben enfrentarse al caos y la destrucción a fin de superar las múltiples traiciones y trampas de Togul Barok, príncipe de Áinar, así como para ganar la Espada de Fuego y salvaguardar el frágil equilibrio de Tramórea.
Javier Negrete
La Espada de Fuego
(Tramórea - 1)
ePUB v1.1
Rov
08.03.12
Los mapas de Tramórea son creación de Pablo Uria
© Javier Negrete, 2003
© Ediciones Minotauro, 2003
Depósito legal: B. 38989-2005
Fotocomposición: Anglofort, S. A., Barcelona
Barcelona, 2005.
ISBN 84-672-1558-5
Versión ePub: Marzo 2012
A mi madre
que me recordó que era escritor
hace mucho tiempo
A Tere
que fue mi agente literaria
en la primera Espada de Fuego
A Marimar
que ha viajado conmigo
en mi regreso a Tramórea
ADVERTENCIA:
SOÑAR ES PERJUDICIAL PARA LA SALUD Y PARA LA CORDURA
(INCLUSO LAS DE LOS DEMÁS);
AUNQUE PAREZCA CRUEL, HAY QUE RENUNCIAR A LOS SUEÑOS
S
i obedece este consejo, el caminante respira aliviado, pues descubre que acaba de coronar una empinada cumbre. Más allá, la senda se desliza en un declive que apenas exige esfuerzo a las piernas, el corazón o la mente. Pero el descanso que ofrece esta nueva forma de viajar acarrea una contrapartida: por largo y sinuoso que sea el camino, el final del trayecto está ya a la vista. Nada hay que oculte la desnuda pared que nos aguarda.
Pues tal es la virtud de los sueños: que apartan nuestra mirada del huesudo rostro de la muerte.
Pero si el caminante es demasiado joven, le será imposible renunciar a sus sueños aunque el mundo se empeñe en robárselos. Por eso, muchas noches, Derguín Gorión, estafado por la vida a sus diecinueve años, aguardaba a que el silencio se adueñara de la casa. Entonces abandonaba el calor del lecho, cruzaba de puntillas las losas del corredor y se deslizaba en la sala de varones. Sus manos palpaban a oscuras el armero familiar, buscaban la empuñadura de la espada y tiraban de ella con cuidado para extraerla de la panoplia.
Cuando sentía el peso del acero en la mano, Derguín tenía la ilusión de que recobraba una mano perdida. Con los dientes apretados, tiraba de la puerta hacia arriba para que sus goznes no chirriaran, la empujaba con el hombro y salía al patio trasero. No le importaba pisar descalzo la tierra batida aunque escarchara. Allí dejaba caer la túnica de lino y se quedaba desnudo bajo el firmamento: solos él y su espada, la luz de las lunas y el blanco Cinturón de Zenort. Sin más ruido que el silbido de la hoja al rasgar el aire y los golpes de su respiración, Derguín volvía a dibujar los movimientos de esgrima que su padre le había enseñado desde niño. Mientras lanzaba tajos y estocadas al vacío, se imaginaba que estaba cercenando los cuellos de los maestros de Uhdanfiún. Ellos le habían robado la oportunidad de convertirse en un campeón del Tahedo, y tal vez en un héroe.
Aquella noche la luna Rimom señoreaba el cielo y tallaba los perfiles con su luz azul. Cuando Derguín volvió a entrar en la casa agradeció la tibieza que emanaba del hipocausto, pues el sudor empezaba a enfriarse sobre su piel. En las sombras, mientras devolvía la espada a su retiro, advirtió que la hoja desprendía un vago resplandor cerúleo, como si hubiera quedado impregnada del icor de la luna. Besó con reverencia la empuñadura y se despidió del arma.
—¿Otra vez perdiendo el tiempo?
Derguín se volvió, sobresaltado. Tras la cicatera luz de una lámpara de aceite se adivinaba la figura abombada de su hermano Kurastas, vestido con la túnica y un cobertor que se había enrollado alrededor del pecho. Kurastas era diecisiete años mayor que él, padre de tres hijos y jefe de la familia desde que su padre se había retirado.
—Se lo quito al sueño, hermano, no al negocio familiar.
Derguín, segundo hijo varón de Cuiberguín Gorión, no tenía esperanzas de recibir una herencia digna de tal nombre. Su destino era ser asalariado de Kurastas. Éste, que lo sabía bien, percibió el resentimiento de Derguín y mitigó su enojo. Tenía el sueño ligero desde que nació su hija pequeña. Al oír unos pies descalzos había pensado que se trataba de un intruso, o que algún esclavo lascivo había abandonado el ergástulo sin permiso. Le había irritado descubrir que era Derguín, pero ahora se compadeció de su mirada dolida.
—Ese tiempo te lo quitas a ti mismo, Derguín. Es inútil. Esos maestros Ainari nunca te darán una segunda oportunidad. —Kurastas se acercó a Derguín y le revolvió el pelo, aunque su hermano era más alto y atlético que él-. Vete a dormir y sueña con cosas mejores que el filo de una espada.
De vuelta en su alcoba, Derguín se acurrucó bajo la manta y trató de dormir, pero las palabras de su hermano le hurgaban en la herida.
Nunca te darán una segunda oportunidad.
Era la víspera del día 13 de Anfiundanil. Un cruel aniversario. Dos años antes lo habían echado de Uhdanfiún, la escuela de artes marciales de Áinar. Él y su amigo Mikhon Tiq recibieron de propina trece latigazos. Aquella expulsión infamante le había impedido conseguir el grado de Tahedorán, maestro mayor del arte de la espada, y por no lograrlo jamás podría alcanzar su verdadero sueño:
Conquistar el arma de los dioses, la hoja forjada por el dios herrero Tarimán. Empuñarla para convertirse en héroe, en un personaje tan poderoso y renombrado como emperadores y generales. Convertirse en el Zemalnit, el dueño de la mítica Espada de Fuego.
Pero los sueños, que no siempre son piadosos ni inofensivos, tienen la costumbre de seguir su propio camino y elegir a sus soñantes. Sin que Derguín lo supiera, su destino empezó a cambiar en ese preciso momento. Porque el 13 de Anfiundanil del año 999 fue el día en que murió el actual Zemalnit, y en el que la Espada de Fuego, como tantas veces había sucedido durante los mil años de la historia de Tramórea, quedó sin dueño, libre para que la empuñaran las manos de otro guerrero.
Nota: Al final del libro el lector encontrará un glosario de términos y un índice de personajes.
E
ntre las personas que rodeaban a Hairón, el Zemalnit, sólo hubo dos que no se sorprendieron de su muerte. Una de ellas sólo le sobrevivió unas semanas; la otra disimuló bien lo que sabía el resto de su vida.
Hairón, gobernante de una pequeña república de mercenarios conocida como la Horda Roja, había gozado de una salud de toro durante sus cincuenta y siete años de vida. Pero el 10 de Anfiundanil se levantó del lecho con vértigos, un zumbido en los oídos y una pesadez de plomo detrás de los ojos. Abrió los postigos buscando aire y se asomó a la ventana de su torreón, que dominaba la fortaleza de Mígranz al igual que ésta señoreaba la llanura desde su peñasco solitario. Por el este se avecinaba una masa de nubarrones bajos. El terón, la gran bestia solitaria que anidaba en el pico de la Espuela, se perdió por encima de ellos batiendo sus gigantescas alas. Hairón pensó que su malestar tal vez se debiera a aquel tiempo mohíno y que se le pasaría cuando volviera a asomar el sol.
Lejos de alterar sus planes, celebró un consejo con los diez capitanes de la Horda para deliberar sobre la próxima campaña. Era vital conseguir fondos, pues en la ciudadela los víveres escaseaban ya, las monedas parecían haberse escondido debajo de los ladrillos, los hombres murmuraban y a la mínima excusa utilizaban cráneos ajenos para reventar jarras de cerveza. La misión que se le ofrecía a la Horda era terciar en una disputa tribal entre bárbaros jinetes Trisios, pero cualquier empresa les venía como agua del cielo y todos lo expresaron así salvo Kratos May.
—Yo no lo aconsejaría. Es un viaje de más de treinta leguas —objetó, señalando hacia el centro de la mesa redonda.
Allí se extendía un gran mapa de Tramórea, en el que mares y montañas, ríos y bosques aparecían primorosamente dibujados, y las ciudades se mostraban como miniaturas amuralladas en proporción a su tamaño e importancia. Sin embargo, no era más que una copia reducida de la maqueta creada por el geógrafo Tarondas, que se podía admirar en la biblioteca de Koras.
—Conozco bien esas tierras —prosiguió Kratos, pasándose la mano por el cráneo afeitado—. Cuando llegue el calor, los ríos se secarán, la poca agua que quede en ellos se corromperá y perderemos más hombres por la disentería que por las flechas enemigas.
—¡Perderemos muchos más si no traemos oro a Mígranz cuanto antes! —respondió Aperión, haciendo retemblar la mesa de una palmada-. ¡Si no puedes proponer nada mejor, cierra el pico!