La Espada de Fuego (50 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

BOOK: La Espada de Fuego
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De entre los guerreros, Daengol era de los que había salido mejor parado, pues tan sólo había perdido el lóbulo de la oreja izquierda. En cuanto se cercioró de que Aiskhros estaba muerto, tomó a un oficial y a tres lanceros que se tenían en pie y salió al patio. Allí vio que el pequeño campamento de los hombres del príncipe era pasto de las llamas. La lona de las tiendas no tardó en consumirse, pero por desgracia en los muros interiores había andamios y cobertizos de madera, y las chispas que saltaron de las tiendas prendieron en ellos y provocaron un incendio más peligroso para el castillo. Daengol ordenó que la campana del torreón tocara a rebato, organizó brigadas para extinguir las llamas y después encargó a un oficial que hiciera formar a todos los arqueros y caballos que pudiera reunir.

—¡Vamos a cazar a esos bastardos como si fueran liebres! —rugió-. ¡De poco les han de valer sus espadas!

No escaparían impunes de Grios, masculló. Cuando Togul Barok regresara con la Espada de Fuego, sería él mismo quien le ofreciera sus cinco cabezas.

El camino del despeñadero desembocó al fin en una explanada rodeada por crestas de roca. Kratos se detuvo y agarró a Derguín del brazo.

—Allí hay alguien.

—No te preocupes. Está esperándonos.

Era El Mazo, que aguardaba a Derguín con los dos caballos y
Riamar.
Al ver al muchacho, le dio un abrazo que le hizo crujir las costillas.

—¡Has salido vivo de allí! He oído campanas y trompetas y me imaginé que...

—¡Vámonos, grandullón! ¡Hay que darse prisa!

Buscaron el camino por el que El Mazo había subido desde la aldea. Mientras trataban de encontrarlo, Kratos le apretó el hombro a Derguín y le dijo que lo que había hecho iba mucho más allá de lo que exigía el juramento que se hicieron en La joya de Kilur.

—La noche aún no ha terminado —respondió Derguín, aunque la gratitud de su maestro le hizo enrojecer de satisfacción.

Una gruesa nube ocultó a Taniar. Entre las sombras, El Mazo tomó por un camino pedregoso que corría entre una pared de roca y un talud que caía hasta perderse en la masa oscura de un pinar. Derguín pensó que los llevaría hasta el lago, al pie del castillo, pero de pronto el sendero se retorció hacia la derecha y empezó a subir. El Mazo se detuvo y dudó.

—¡No podemos pararnos ahora! —le urgieron.

El Mazo meneó la cabeza y siguió adelante. Treparon durante unos minutos por una escarpa muy pronunciada, entre oscuras masas de roca que apenas los dejaban ver lo que los rodeaba. Llegaron a un repecho abierto y miraron atrás. Ya lejos, y acaso a doscientos metros bajo sus pies, divisaron el castillo. Era un espectáculo, pues su interior resplandecía por las luces del incendio; las llamas lamían los paramentos interiores y algunas se elevaban ya por encima de las almenas.

—Has organizado un buen jaleo, Derguín —dijo El Mazo.

—Mejor —dijo Krust-. Así tendrán algo en que ocuparse y no nos perseguirán.

Su comentario no fue profético, pues en aquel momento resonó la llamada metálica de un clarín, y empezó a llegarles un rumor sordo y persistente. Kratos se agachó y pegó el oído al suelo.

—Vienen a caballo. Hay que irse.

—¿Por dónde seguimos? —preguntó Aperión, en tono áspero.

El Mazo se encogió de hombros y reconoció que se había perdido hacía ya un buen rato. Tylse les dijo que los conduciría para que no se despeñaran. La siguieron sin rechistar, pues ella era montañesa y sus ojos albinos sabían escudriñar las sombras.

Llegaron a una encrucijada. A la derecha se abría un sendero apenas digno de tal nombre que se retorcía entre agujas y crestas por las que a duras penas podrían pasar con las monturas. Tylse eligió un camino más suave que bajaba a la izquierda. Mientras descendían, la nube se levantó por fin y Taniar volvió a alumbrarlos. Sus sombras correteaban por delante de ellos. Desembocaron en un pequeño llano, y al momento la Atagaira soltó una maldición. Allí no había salida. Se habían metido en una hondonada.

—¡Rápido, tenemos que salir de aquí! —les apremió.

Oyeron un silbido sobre sus cabezas, y luego el tintineo de algo metálico que chocaba contra la piedra. Se volvieron y alzaron la mirada. En lo alto del camino por el que habían venido acababa de aparecer un jinete que volvía a cargar su arco.

—¡Están aquí abajo! —gritó.

Empezaron a brotar más sombras junto al jinete, diez, veinte, treinta arqueros. Mientras los arcos crujían al ser armados, los Tahedoranes examinaron la hondonada. No había donde refugiarse. Sólo podían salir de aquella ratonera escalando como salamanquesas por las paredes de quince metros que los rodeaban por la parte norte, o cuesta arriba por el talud que los había llevado hasta allí; pero eso significaba correr de frente hacia las flechas.

En lo alto, contra el fondo lechoso del Cinturón de Zenort, un jinete se destacó de entre los soldados y levantó su espada.

—¡No dejéis con vida ni a los caballos!

Kratos reconoció la voz de Daengol.

—Lo siento —le susurró Derguín.

—Moriré con una espada en la mano. Es más de lo que esperaba.

Pero cuando el oficial iba a dar la orden de disparar, un chillido penetrante resonó en las alturas. Todos, sitiados y sitiadores, miraron hacia el norte. Sobre los crestones de roca, una forma oscura bajaba del cielo tapando las estrellas. Otro chillido rasgó el aire, y la sombra, que parecía descender en picado hacia la hondonada, viró hacia el este. Aun contra la oscuridad del cielo, sus alas se recortaron enormes y sombrías. Sonó un poderoso batir de aire, como el flamear de la vela de un gran navío, y aquella masa negra y siniestra quedó suspendida un instante a veinte metros sobre las cabezas de los Tahedoranes. Los arqueros apuntaron sus flechas hacia la bestia y dispararon. Pero cuando los proyectiles silbaban buscando su vientre, de la cabeza del monstruo brotó un rugiente chorro de fuego. Las flechas ardieron en el aire; las llamaradas siguieron su camino, azules y cegadoras, y achicharraron a Daengol junto con su caballo. El aullido del hombre y el relincho del animal se fundieron con el crepitar de aquellas llamas sobrenaturales. La bestia alada siguió vomitando fuego, y barrió a derecha e izquierda en un arco abrasador que sembró la destrucción entre los arqueros Ainari. Los que pudieron huyeron de allí gritando «¡Dragón, dragón!», y trataron de montar en sus caballos. Pero éstos se espantaron y los descabalgaron, o se despeñaron con sus jinetes por los barrancos. De los treinta y siete hombres que habían seguido a Daengol, sólo cuatro volvieron vivos a Grios para contar que habían sido atacados por un dragón.

Después, la bestia se posó sobre una cornisa, entre los restos humeantes de sus víctimas, y se giró para mirar hacia la hondonada. La yegua y el caballo de El Mazo relinchaban aterrorizados, piafaban y coceaban contra las paredes de roca tratando de huir de aquella criatura infernal. Pero
Riamar
gorjeó y miró hacia lo alto, de frente a los ojos del dragón. Mientras, con las armas en la mano, los Tahedoranes y El Mazo aguardaban qué nuevo horror o prodigio habría de sucederles en aquella noche interminable.

Los pantanos de Purk

S
eguían viajando hacia el oeste. Ahora que Mikhon Tiq había despertado al Kalagor, Linar le preguntó si podía percibir la presencia de sus perseguidores. El muchacho cerró los ojos y extendió los zarcillos de su syfrõn hacia el este. Allí captó grandes auras de energía, tan cercanas unas a otras que no se distinguían por separado, pero vastas y poderosas.

—Me temo que nos persiguen los cuatro —dijo Linar-. Mis antiguos hermanos. Sin embargo, ya no los reconozco.

Mikhon Tiq se concentró en sus auras. Lo que percibía al cerrar los ojos era una compleja pauta de radiaciones, un abigarrado dibujo de colores y líneas negras que apenas sabía describir, puesto que no lo captaba con ninguno de los sentidos que hasta entonces había conocido. «Examina mi syfrõn y compárala con las de ellos», le dijo Linar. Mikhon Tiq lo hizo, y comprobó que el patrón de Linar era estable, de trazos nítidos y rectos. En cambio, las syfrõnes de sus perseguidores parecían brochazos trazados por la mano de un loco y luego desleídos por un aguacero.

—Algo ha corrompido sus syfrõnes hasta hacerlas irreconocibles —le explicó Linar.

—Algo, ¿cómo qué?

—Ulma Tor.

Mikhon recordó aquel ojo negro de mirada pegajosa como el pétalo de una planta carnívora; le había hecho sentirse sucio, como si Ulma Tor pudiese ver en sus honduras algo oscuro que a él mismo se le escondía.

—¿Viene él también? —preguntó, con un estremecimiento.

—No, creo que no —respondió Linar-. A no ser que sepa ocultarse muy bien. Pero no hace falta que esté Ulma Tor: tenemos que huir. Somos dos contra cuatro.

—Y yo ni siquiera puedo ayudarte. Si utilizo mi poder provocaré un terremoto —repuso Mikhon Tiq, con tristeza.

Linar le miró con una extraña intensidad, pero no dijo nada.

Siguieron viajando, cada vez más veloces. La noche del 13 de Kamaldanil los sorprendió corriendo por un valle entre dos hileras de montes bajos y romos. En el cielo había nubes sueltas, vellones que a la luz de Shirta parecían malas hierbas en las alturas. Treparon a un otero para ver el panorama. Al este se vislumbraban luces rojas en el horizonte oscuro. Siguieron avanzando a paso ligero, ahora por las crestas de las lomas, y cada vez que volvían la cabeza encontraban que las luces rojas eran más abundantes y cercanas. Al aguzar la vista, descubrieron que aquellos resplandores formaban una línea de llamas, una serpiente de fuego que avanzaba voraz por los pastizales.

—Son ellos —dijo Linar.

—No lo entiendo. Esas hierbas están húmedas.

—Hay fuegos que ni el agua puede extinguir.

—¿Por qué lo hacen?

—El placer de destruir. O un alarde para asustarnos a nosotros. No lo sé. He renunciado a entender a mis antiguos hermanos.

Apenas descansaron aquella noche. Las cuatro presencias seguían persiguiéndolos. De pronto los pastos se incendiaron delante de ellos, y Mikhon Tiq temió que sus enemigos los hubieran rodeado. Pero era Taniar, que había salido a sus espaldas y derramaba sus rayos oblicuos por la pradera como una lluvia de fuego. Siguieron sin descanso; dejaron una alameda a la derecha, y de allí les llegó un lúgubre coro de aullidos y ladridos. Entre las altas espadañas venía corriendo una jauría de licaones, más de treinta ejemplares cuyos ojos brillaban como ascuas a la luz de la luna.

Aceleraron su trote y lo convirtieron en carrera. Linar levantó su vara serpentígera y lanzó una lluvia de chispas contra los primeros de la manada. Tres o cuatro licaones se frenaron, entre gañidos de miedo y dolor, pero los demás siguieron persiguiéndolos.

—No es natural —dijo Linar.

—¿Qué quieres decir?

—Es la voluntad de mis queridos hermanos la que mantiene el valor de estas bestias. ¡Sigúeme!

Linar dio una zancada, se elevó por encima de las hierbas y no descendió hasta cuatro o cinco metros más allá. Mikhon Tiq lo imitó por instinto. La primera zancada lo llevó casi hasta Linar. Sus pies volaron como si tuvieran alas propias, y el cuerpo quiso quedársele detrás, de modo que tuvo que bracear en el aire para no caer de espaldas. Cuando volvió a tocar el suelo, lo rozó como una pluma y volvió a elevarse sobre los pastos. No tardó en equilibrar el cuerpo; para ello, debía impulsar los brazos hacia delante casi como si nadara. Corrió al lado de Linar de aquella forma suave y embriagadora. Dejaron atrás a los licaones, que ladraron frustrados. De un solo brinco, sin pensarlo, Mikhon Tiq cruzó un río de más de seis metros de anchura. Se deslizaba entre las altas hierbas y los cañaverales, silencioso y ligero como el mismo viento. A pesar de que lo perseguían animales salvajes y cuatro hechiceros dementes, se sintió feliz por primera vez en muchos días.

Esa noche se detuvieron a descansar tres o cuatro veces, pues aquella manera de viajar consumía sus energías. Pero apenas tenían tiempo de recobrar el aliento cuando aparecían nuevos enemigos persiguiéndolos. Sobre las crestas de las lomas que dejaban a la izquierda, se recortaron contra el resplandor blanco del Cinturón de Zenort unas figuras que corrían bamboleándose sobre piernas cortas y arqueadas. Al principio eran sólo cinco o seis, luego más, hasta que formaron un apretado grupo en el que apenas se distinguía a unos de otros. Al pronto le parecieron humanos a Mikhon Tiq, pues llevaban armas, lanzas cortas y espadas que blandían en alto; pero luego el primero de la fila se echó su arma a la espalda, agachó los brazos y arrancó a correr a cuatro patas como si fuera un felino. Los demás imitaron al cabecilla y el pequeño ejército se convirtió en una gran jauría. Mikhon Tiq buscó en su syfrõn y descubrió que aquellos seres eran Fiohiortoi, los terribles Inhumanos de los cuentos de miedo, las huestes del Rey Gris que siglos atrás habían tiranizado Tramórea y que ahora estaban confinadas a la península de Iyam.

—¿Qué hacen tan al oeste?

—Inhumanos en Áinar —se lamentó Linar-. Yatom tenía razón. ¡Es una señal del fin de los tiempos!

Volvieron a apretar el paso y los dejaron atrás, pero siempre había nuevas criaturas que aparecían a los lados para acosarlos. Más Inhumanos y licaones, pero también lobos y hienas, gigantescos dientes de sable que les rugían al pasar, y hasta una bandada de grajos que cayó sobre ellos buscándoles los ojos. Cuando el terreno era lo bastante llano o subían a alguna elevación, veían las llamas en lontananza, siempre a la misma distancia. Mikhon Tiq tenía la sensación de que no avanzaban, de que al correr sus pies empujaban el suelo hacia atrás y ellos en realidad seguían en el mismo sitio.

Cuando el sol salió a sus espaldas, Mikhon Tiq se volvió para saludarlo. Los herbazales seguían extendiéndose en todas direcciones, en aquel terreno de tierra negra y colinas aplastadas como jorobas viejas. Las criaturas de la noche dejaron de perseguirlos, pero el incendio seguía tras ellos, un penacho de humo negro que se elevaba en la lejanía. No se cansan de destruir, se quejó Linar. A lo mejor si aquellos cuatro hechiceros locos no malgastaran sus poderes en esa estúpida maldad ya los habrían alcanzado.

Desayunaron al trote, que era el paso que seguían ahora cuando querían reponer fuerzas, y lo hicieron más por aligerar sus fardos que por hambre. No se detuvieron ya en ningún momento. El horizonte verde al oeste parecía siempre el mismo; el mar de hierba no tenía fin. A media mañana, se formó a poniente una línea gris que se acercaba a gran velocidad. Poco después, la mitad del cielo estaba llena de nubes, una ominosa flota de oscuros buques que enfilaban hacia ellos. Crecían de forma innatural según volaban a su encuentro. Pronto se convirtieron en gigantescos cumulonimbos de bases planas y aceradas cuyas cumbres se perdían en las alturas, casi en el reino de los dioses; y venían escoltados por jirones de nubes grises que volaban bajo ellos como un escuadrón de aves de rapiña. Estaban acaso a dos kilómetros de aquel frente cuando el viento arreció. Antes de que llegara la tormenta, se desató el vendaval. Las hierbas y las cañas se doblaban a su paso, aplastándose hasta tocar el suelo, los álamos y los sauces dispersos se inclinaban como juncos, algunos cedieron y se troncharon como astillas. El viento empezó siseando, luego aulló, ululó, y al final su voz sonó como un rugido entre los pastos. Ya no podían avanzar con aquellos largos saltos, pues volvían a caer en el mismo sitio. Caminaron contra el viento poniendo en ello toda su voluntad. Linar clavaba su vara en el suelo, Mikhon Tiq se desató la espada de la cintura y, con vaina y todo, la utilizó a modo de cayado. A veces se agarraban a las hierbas, como si en vez de avanzar por el llano estuvieran trepando por una escarpa sembrada de matorrales. El primer rayo cayó a su izquierda, tan cerca que la descarga los derribó. Mikhon Tiq se levantó a duras penas apoyándose en la espada, ensordecido por el trueno. El aire olía a ozono caliente.

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