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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (21 page)

BOOK: La Espada de Fuego
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—Lo hago por el bien de los soldados que guardan las puertas —añadió, con cierta sorna.

Supieron así que el tráfico en el interior de la propia ciudad estaba cada vez más restringido por rígidos reglamentos. Obra sobre todo de los Numeristas, que habían inculcado a las autoridades su amor por las normas geométricas, les informó Amorgos casi en susurros. Uno de aquellos filósofos asesoraba al emperador y otro era preceptor del príncipe.

Entraron en la ciudad seguidos por el porteador, que arrastraba la carretilla con una agilidad sorprendente en alguien tan flaco. Atravesaron una zona de silos y cobertizos donde se almacenaban las mercancías que llegaban por la Ruta de la Seda hasta que pasaban la inspección de los funcionarios. Era también lugar de comerciantes y mercadillos, aunque la manía ordenancista había robado espontaneidad y animación a toda aquella actividad. De alguna manera, tanto los que compraban como los que vendían se movían como si participaran en una danza ritual, y sus voces sonaban amortiguadas por la sordina de un temor indefinible. Siempre que era posible, los viandantes se constreñían a la parte izquierda de la calle, de modo que los que iban no estorbaran a los que venían. Pero cuando el roce era inevitable, escondían las manos en las mangas, agachaban la cabeza y soslayaban los hombros, de suerte que en medio de la multitud uno podía cruzar media ciudad sin tocar la piel de otro hombre.

Kratos le agradeció a Derguín que hubiera detenido la flecha destinada a su pecho. Su rapidez le había impresionado; aunque, añadió, el mérito era en parte suyo, por haberle hecho practicar con cebollas y nabos. El elogio hizo ruborizarse a Derguín.

—Al menos ese oficial ha demostrado que el sentido del honor Ainari se conserva —prosiguió Kratos-. Veo que en Uhdanfiún mantienen los viejos principios.

Derguín torció la cabeza a la izquierda y escupió en el suelo.

—Eso es lo que pienso de los viejos principios de Uhdanfiún.

Su propio impulso lo sorprendió. Kratos torció el gesto y le preguntó por qué lo había hecho.

—No pretendía ofenderte,
tah
Kratos.

—Ni yo quiero ofenderme contigo, pero no me parece correcto que desprecies a quienes hicieron de ti lo que eres.

—¿Lo que soy? Sólo soy un maestro menor. Si alguna vez me convierto en Tahedorán no será gracias a ellos, sino a su pesar.

El sol empezaba a bajar y les daba justo en la cara, pues la calle se encaminaba recta hacia el centro de la ciudad, en el oeste. El aire refrescaba y aquel calorcillo en el rostro era agradable, aunque producía cierta modorra. Kratos miraba a los lados, buscando alguna posada que tuviera buen aspecto.

—Yo preferiría ir a la derecha —le dijo Derguín-, a Feryí. Allí habrá menos guardias, y conozco varios lugares que no están mal.

Kratos se encogió de hombros.

—En este caso, tú eres el maestro y yo el discípulo. Llevo muchos años sin venir a Koras, y además —añadió con resquemor— tú tienes el dinero.

El padre de Derguín, pese a las protestas de su hermano Kurastas, le había entregado una bolsa con una cantidad de imbriales más que suculenta. En cambio Kratos se había convertido, después de su huida, en un guerrero errante que, de no ser por la tarea encomendada por Linar, habría tenido que ganarse la vida enseñando esgrima o trabajando de matón para cualquier señor acaudalado.

—Lo que posee el discípulo pertenece en realidad a su maestro —dijo Derguín, recurriendo a un viejo proverbio, pues había percibido la amargura de Kratos y quería mitigarla-. Te llevaré a un sitio donde podremos cenar bien.

Se hallaban en el distrito de Dámkar. La calle, prolongación de la Ruta de la Seda, seguía recta hacia el sol y se veía rodeada por casas de madera pintadas en vivos colores y festoneada de árboles y macizos de flores. Más adelante subía hacia el cerro en el que se asentaba Alit, la ciudadela interior, sobre la que destacaba la altísima Torre de los Numeristas como el dedo de un dios loco. Allí, tras la muralla que subía en espiral, se encontraban el palacio imperial y Uhdanfiún, entre otros edificios oficiales. Pero mucho antes de llegar se desviaron hacia la derecha por otra calleja más estrecha. Conforme se apartaban de la arteria principal, las viviendas eran más humildes, aunque seguían ostentando la limpieza y el gusto por la simetría típicos de los Koratanes.

Pronto se encontraron atascados en un callejón abarrotado de gente. El mozo que llevaba la carretilla les explicó la razón: poco más adelante se levantaba una tapia de ladrillo de unos cinco metros de altura, que separaba un barrio de otro. Seis soldados hacían guardia en ella y pedían la documentación a todo el que quería pasar por la puerta, con lo cual se había formado una cola de más de cien personas.

—No se puede ir de un barrio a otro sin autorización —explicó el mozo.

—Lo que nos había advertido el oficial —bufó Derguín-. Las cosas son peores aún que cuando yo vivía aquí.

—Con todo respeto, señor —respondió el mozo-, las normas del emperador demuestran su sabiduría. Todo está más tranquilo desde que la gente sólo cruza de un barrio a otro cuando tiene trabajo que hacer.

Para demostrarles lo que decía, les enseñó orgulloso una cédula de papiro por la que se le autorizaba, como porteador, a moverse con libertad por todo Koras, excepto la ciudadela. Derguín resopló al contar hasta cinco firmas oficiales, perdidas entre volutas y ringorrangos. Así no se puede vivir, masculló.

Kratos se abrió paso en la cola a fuerza de codos y hombros y les dijo a Derguín y al porteador que lo siguieran. Hubo un coro de protestas, pero se acallaron cuando vieron que se trataba de dos guerreros armados. Al llegar ante los guardias, Kratos les enseñó el salvoconducto que le había firmado Amorgos. Los soldados se cuadraron ante ellos y los dejaron pasar. Mientras se alejaban de la puerta, Derguín oyó que alguien los llamaba «bastardos arrogantes», y pensó que no todo el mundo estaba tan satisfecho con el nuevo orden como su porteador.

Aún tuvieron que atravesar dos controles más antes de llegar por fin a Feryí. Ya en el distrito de los extranjeros, se desviaron hacia la izquierda, a poca distancia de la muralla vieja, y siguieron el curso del Beliar, un afluente del Eidos que bañaba la parte oriental de la ciudad. No era ancho, pero sí profundo, y con las lluvias del otoño bajaba tumultuoso. Allí había más suciedad que en las calles de Dámkar, y abundaba más el ladrillo que la madera, pero a cambio reinaba un desorden espontáneo y, a su manera, agradable. Las ropas eran variadas; un batiburrillo de lenguas confundía los oídos y allí las manos servían para tocar y no tan sólo para rellenar las mangas. Se detuvieron junto a un edificio de piedra de tres pisos que se asomaba sobre el río. En el soportal colgaba un cartelón de madera recién pintado. «La joya de Kilur», rezaba. Derguín conocía la cocina de aquella posada porque más de una noche libre había cenado en ella; y también sabía algo de las habitaciones y de lo cómodas que eran sus camas, aunque esto no se lo contó a Kratos.

Tras despachar al mozo, al que dieron dos ases y uno más de propina, alquilaron dos habitaciones pequeñas del cuarto piso, que daban al río. El posadero les explicó sus ventajas: las ventanas tenían mosquiteras y a esa altura del año apenas subían olores. Después visitaron los baños del piso inferior, donde se quitaron a la vez el cansancio y la mugre del camino mientras disfrutaban de sendas jarras de cerveza fría. Cuando ya tenían los dedos como uvas pasas, se vistieron, entregaron la ropa sucia a una criada y entraron al comedor. Allí, rodeados de alegres comensales, en su mayor parte Ritiones, cenaron verduras crujientes, patatas asadas y pato en salsa de ciruela servido en tiras sobre finas obleas. El posadero, que recordaba a Derguín, los atendió en persona y, cuando vio que pedían una segunda botella de vino, los invitó a una que él mismo subió de la bodega. Antes de descorcharla tuvo que limpiarla de polvo y telarañas; al parecer, era de la opinión de que la suciedad le daba una pátina de prestigio a sus caldos. Se lo sirvió en anchas copas de cristal de Pashkri y esperó paciente a que le dieran su opinión. Kratos hundió la nariz en la copa y aspiró el aroma antes de revolver el vino en su boca. Excelente, reconoció, y brindó con Derguín por segunda vez.

—Una noche es una noche —dijo el muchacho, olvidándose de los gastos.

El futuro parecía corto: pronto se convertiría en Tahedorán (así se lo aseguraba el calor del vino), y después de eso vendría el certamen por la Espada de Fuego. Si triunfaba, sería el Zemalnit y no necesitaría el dinero (o eso creía), y si fracasaba, sin duda estaría muerto.

Mientras les servía, el posadero se quejaba de que las cosas no le iban bien, como suelen hacer los hombres de negocios en todo tiempo y lugar. Los guardias estaban cada vez más encima de ellos, y de seguir así acabarían con la animación y la prosperidad del barrio. ¿Acaso el emperador se preocupaba ahora por la moral pública?, le preguntaron. La culpa era de los Numeristas, contestó el posadero, y sobre todo de ese chinche de Brauntas, añadió en susurros.

—¿Quién es Brauntas? —le preguntó Kratos a Derguín mientras apuraban la segunda botella.

—Es un filósofo Numerista, uno de los dos Segundos Profesores. Es bastante conocido en Áinar y en Ritión por sus libros. Tiene tratados de política matemática y de ética matemática.

—¿Qué tienen que ver la política y la ética con los números?

—El número lo es todo para los Numeristas, como su propio nombre indica. El cosmos es orden, armonía, proporción, y cada cosa ocupa un lugar inmutable y perfecto: las estrellas, los cuerpos geométricos, los seres vivos...

—Y los hombres.

—Sí. Todos tenemos un sitio determinado: los guerreros arriba, los comerciantes y artesanos en el medio, los campesinos abajo... Y los filósofos controlándolos a todos. Es imposible que nadie se mueva de su puesto, ya que eso atentaría contra la naturaleza, lo cual es una contradicción lógica.

Derguín levantó la mano para pedir más vino, aunque ya empezaba a notar que la lengua se le hinchaba como un trapo.

—Sin embargo —añadió, sarcástico— si fuera de verdad imposible no tendrían que dictarse normas para ayudar a la naturaleza. Lo que estamos viendo ahora ya lo leí hace tiempo, en
La Ciudad del Arpa,
una obra de Brauntas que habla de una sociedad perfecta. A mí me pareció la pesadilla de un loco, pero parece que se la han tomado en serio.

La conversación siguió por derroteros cada vez más abstractos y profundos, como suele ocurrir cuando el vino se adueña de las mentes y las lenguas. A Derguín no le extrañaba que las ideas de los Numeristas tuvieran tanto éxito, ya que fortalecían la tendencia imperial a acumular poder y a controlarlo todo por medio de la burocracia. Kratos reconoció que, aunque nunca había sido un entusiasta de los filósofos, el orden y la organización le agradaban. Derguín le contó que él mismo había estudiado un tiempo con un Numerista.

—Fui una especie de discípulo oficioso de un Sexto Profesor. Aunque estaba en el penúltimo nivel, me enseñó muchas cosas. Era un tipo curioso. Se llamaba Ahri y procedía de Pashkri, pero llevaba media vida en Áinar. Tenía intereses de lo más variado: las matemáticas, la música, las mujeres...

—¿Las mujeres? Eso le interesa a cualquiera.

Brindaron por las mujeres, y Derguín prosiguió.

—Pero a él le interesaban demasiado. Solía cojear, porque se había hecho un esguince al saltar desde el balcón de una dama y al mínimo traspié se le resentía el tobillo. Decidió aprender a defenderse por si volvía a meterse en líos, así que cuando lo conocí en la biblioteca del Templo de Himdewom llegamos a un acuerdo.

—¿Qué hacía un estudiante de Uhdanfiún perdido en una biblioteca?

Derguín confesó que pasaba allí la mayor parte de sus horas libres, y gracias a eso se había hecho amigo del ilustre geógrafo Tarondas, con el que aún se escribía desde Zirna. Fue Tarondas quien le presentó a Ahri, y ambos llegaron a un pacto prohibido: Ahri le enseñaría los procedimientos mnemotécnicos y de cálculo de los Numeristas y Derguín le iniciaría en los secretos de la esgrima y la lucha sin armas.

—Era la única manera de estudiar todo lo que quería. Los días se me hacían muy cortos. Me pasaba horas por la noche con el candil encendido encorvado sobre la mesa de nuestra cabaña, mientras Mikhon Tiq roncaba, y a la mañana siguiente las piernas me temblaban cuando entrenaba en la palestra.

—¿Qué estudiabas?

—Lenguas, historia, geografía, astrología, todo... —Las pupilas de Derguín brillaban con pasión-. Gracias a él aprendí a leer diez veces más rápido y a memorizar como un Numerista. Si alguien se hubiera enterado de que él me estaba enseñando lo habrían expulsado de la Orden... como a mí me expulsaron de Uhdanfiún.

Derguín se quedó callado. Quería y no quería contar por qué lo habían expulsado de allí. La timidez y la culpa le imponían el silencio, pero llevaba días escuchando a Kratos cantar las excelencias del honor de Uhdanfiún y estaba estragado. El vino tomó la decisión por él, y antes de darse cuenta se encontró remontándose a dos años atrás.

Él tenía entonces diecisiete años, como Mikhon Tiq, y era otoño: la época en que los maestros de Uhdanfiún llevaban a los estudiantes a parajes apartados para acostumbrarlos a dormir al aire libre, hacer marchas agotadoras, nadar, escalar montes, orientarse en la espesura y aprender a cazar.

—Una buena preparación para la vida de un guerrero —opinó Kratos.

—Supongo que sí. Pero Mikha lo pasaba mal. En aquel entonces no era tan alto como ahora y estaba aún más delgado. Le llamaban «la niña» y le hacían la vida imposible. Además, no conseguía superar la segunda marca con la espada, cuando muchos de nuestra edad ya tenían la tercera y algunos la cuarta.

—Tú ya habrías conseguido la sexta...

—Sí. Yo le defendía siempre que podía. Había un grupo de chavales que andaban como moscones en torno a un tal Deilos. Todos ellos eran Ainari y de buenas familias. Le hacían la vida imposible a Mikha. En el comedor, le ponían la zancadilla para que se le cayera la bandeja y lo arrestaran; metían renacuajos en su cama; cuando le tocaba hacer guardia iban a tirarle piedras a su puesto... No perdían ocasión de molestarle.

»Entonces nos llevaron a acampar a un lugar de Umbhart. Estuvimos durante días aislados en el monte, practicando la forma de construir refugios, de encontrar agua y de tender trampas a todo lo que se moviera. —Derguín soltó una carcajada-. Lo peor luego era comerse lo que atrapábamos. Una noche, Deilos y otros cuatro... Me acuerdo de sus nombres: Merkar, Taifos, Bhratar y Tauldos —enumeró Derguín, con la prolijidad de los borrachos-. Pues ésos vinieron a despertarnos. Mikha y yo dormíamos con Mandros, un chico del norte de Ainar, en un chamizo que habíamos levantado entre una piedra y un fresno. Ellos cinco se habían tiznado la cara con carbones, así que parecían demonios. Pero por una vez no venían a molestarnos, sino a decirnos que fuésemos con ellos para participar en la Cacería Secreta.

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