Derguín despertó junto al remanso. Al incorporarse descubrió que le dolía todo el cuerpo. Tenía las rodillas doloridas y encogidas por el frío, y el brazo izquierdo se le había quedado entumecido debajo del cuerpo. Se puso en pie a duras penas y miró a su alrededor, desorientado. En su último recuerdo todo estaba teñido de rojo, pero ahora la pared de roca que se alzaba sobre el agua era de un azul blanquecino. En el remanso ya no se reflejaba la cálida Taniar, sino Rimom, el frío dios de la noche. Derguín levantó la mirada y buscó en el cielo la luna azul. Ya estaba casi a medio camino antes de su cénit, de modo que no quedaba demasiado para el amanecer. ¿Por qué había dormido allí, desnudo?
Sus ropas estaban cerca. Se agachó para recogerlas, pero entonces le asaltaron imágenes de un extraño sueño y volvió a mirar a las aguas. Sintió deseo de arrojarse a ellas y a la vez temor de que lo devoraran. Tríane, susurró, y antes de vestirse examinó su cuerpo a la gélida luz de Rimom. Tenía raspones en el pecho y en las rodillas, y la espalda debía estar igual a juzgar por el escozor que sentía. En la cadera izquierda había cuatro marcas paralelas, tres más pronunciadas y una más débil, y entonces recordó que Tríane había cabalgado sobre su cuerpo y le había clavado las uñas. El recuerdo le excitó y la excitación le produjo dolor, pues ella debía haberse servido de él a conciencia. Derguín cerró los ojos y trató de invocar el resto de los recuerdos, pero no pudo pasar de la imagen de Tríane a horcajadas sobre él. Sabía que había visto algo más, que dentro de su cabeza se ocultaba una semilla dura y negra, llena de fantásticas visiones, pero no pudo abrir su cáscara porque ni siquiera supo encontrarla.
Después de vestirse y ceñirse la espada, Derguín desanduvo el camino y remontó el arroyo que lo había traído hasta allí. No tardó en llegar al vivac. Kratos y Mikhon seguían durmiendo junto a los restos de la hoguera, que ya estaban fríos. Linar no se había movido. Las ropas que había llevado Tríane seguían en el mismo sitio. Derguín se agachó junto a ellas, recogió la túnica y se la llevó a la cara, buscando el olor de ella. Sólo olían a humo de hoguera.
—Ven.
Derguín se volvió hacia Linar, que le estaba mirando, y se acercó a él. El mago desdobló sus largas piernas y se puso en pie. Le sacaba una cabeza a Derguín, que tan de cerca se sintió intimidado por su estatura. Linar le puso una mano en la frente y de pronto los recuerdos de esa noche desfilaron ante los ojos de Derguín, fundiéndose en una sola imagen preñada de susurros y aromas. Pero la semilla negra seguía sin abrirse. Linar se apartó de él.
—Pocos se salvan de lo que tú te has salvado, insensato. Duerme lo que queda de noche. —Y añadió medio en broma, medio de veras-: Si mañana te da por echar la vista atrás a cada recodo del camino y me dices que no tienes apetito, le daré permiso a Kratos para que use contigo la espada de acero y no la de instrucción.
Tiempo tuvo Derguín de recordar las palabras de Linar. Su camino los llevó junto al remanso, y aunque nada dijo a sus compañeros, su mirada tornadiza traicionaba que algo había perdido allí; y cada bocado que tragó durante los dos días siguientes pasó por su garganta como una bola de paja seca erizada de vidrios rotos. Pero estaba decidido a alimentarse y conservar sus fuerzas, y a luchar por la Espada de Fuego. Aunque no lograra conjurar las visiones que se ocultaban en un rincón de su memoria, estaba convencido de que sólo si se convertía en el poderoso Zemalnit podría conquistar a una criatura tan misteriosa y huidiza como Tríane. Tal vez eso le salvó de la locura, o tal vez así lo había dispuesto ella.
E
l 25 de Bildanil, Linar y Mikhon Tiq se separaron de sus compañeros.
Aquel día había amanecido con el aire recién lavado por la lluvia de la noche anterior y el cielo surcado por nubéculas altas que se alineaban paralelas, como espuma en un mar picado por el viento. Pasada la planicie de Umbhart, la Ruta de la Seda se adentró por un extenso robledal. Avanzaron por aquella sombría espesura más de una hora, doblaron una revuelta y se encontraron sin previo aviso asomados al valle del Eidos. A partir de ese punto la calzada empezaba a caracolear de terraza en terraza bajando hacia el llano. Antes de descender por ella, se detuvieron en un mirador protegido por un pretil de piedra, junto a una capillita dedicada a la diosa Ashine. Desde allí se divisaba toda la llanura, que se abría como una inmensa alfombra verde hacia el oeste. Los sembrados, dibujados por caballones, ribazos y acequias que parecían más obra de pincel que de reja o pala, se alternaban con arboledas cuadradas y rectangulares; aquellos bosquecillos no permanecían aislados entre las hazas por obra de la naturaleza, sino porque su madera era necesaria para las construcciones de la ciudad, y cualquier campesino que osara talar un solo árbol en ellos era reo de muerte. Por doquier se levantaban pequeñas columnas de humo, señalando dónde se hallaban las aldeas y caseríos. La Ruta de la Seda atravesaba entre los campos como una flecha, hasta que la distancia la hacía invisible. Pero el aire era tan diáfano que su destino se veía ya desde casi tres leguas: un óvalo amurallado que se derramaba como una gran mancha multicolor en la llanura verde.
—Allí está Koras —señaló Derguín, en un tono tan ambiguo como las sensaciones que le despertaba la visión de aquella ciudad.
Regresaba al escenario de su fracaso; pero también al lugar en el que se decidirían el resto de sus días.
Y allí mismo se despedirían, anunció Linar. Kratos, Derguín y el propio Mikhon Tiq se volvieron, sorprendidos. Siempre habían creído que entrarían juntos en Koras. Linar les explicó que la instrucción de Derguín estaba ya casi completa, mientras que él debía ocuparse de Mikhon Tiq y de otros asuntos urgentes.
Kratos se llevó a Linar a un aparte y le preguntó por su decisión. ¿A quién de los dos elegiría para la Espada de Fuego?
—Si Derguín consigue la séptima marca, ambos os presentaréis ante los Pinakles. Sabrás la decisión cuando me parezca conveniente.
Kratos agachó la mirada. Linar pareció arrepentirse de la sequedad de sus palabras y le comentó que no debía preocuparse, pues cuando aquellos asuntos estuvieran resueltos, él sabría encontrarlos.
—Cuidaos y no os dejéis ver demasiado. Temo a Togul Barok.
—Me preocupa más Aperión.
—El peligro, sobre todo para Derguín, es Togul Barok. Mejor será que no se encuentren.
Mientras tanto, Mikhon Tiq se despidió de su amigo. Aunque él tampoco se esperaba aquella súbita separación, la esperanza de que su verdadero adiestramiento empezara por fin le había iluminado los ojos.
—Cuando nos volvamos a ver, ninguno de los dos será igual que antes. ¡Es nuestra oportunidad!
Derguín trató de sonreír, aunque la visión aún lejana de las murallas de Koras le había encogido el vientre. Se acercaba para él un momento crucial, el primero de varios; habría deseado sentir por sí misino la confianza casi devota que le profesaba Mikha.
—Así que cuando te vuelva a ver podrás convertirme en sapo si te enfadas conmigo...
Mikhon Tiq miró de reojo a Linar, que seguía conversando con Kratos, y bajó la voz.
—No me ha dicho nada, pero creo que voy a conocer a otros como él. Me darán poder, Derguín, poder para ayudarte a conseguir
Zemal.
Y cuando la tengas, no habrá nadie que nos pueda detener a los dos juntos.
Derguín reconoció en los ojos de su amigo la confianza desmedida que tan bien recordaba de sus días en Uhdanfiún. El rostro aniñado de Mikhon Tiq lo convertía en blanco para las pullas de los matones; él, que era propenso a sobrestimar sus fuerzas, solía rebufar como un gato y se metía en camorras con cadetes que casi le doblaban en tamaño, de modo que al final Derguín tenía que acudir en su ayuda, y más de una vez habían acabado ambos con los ojos morados.
—Ten fe, Derguín. Haremos que muchas cosas cambien. No habrá más espaldas flageladas, ni más inocentes asesinados.
—¡No me recuerdes eso!
Linar llamó a Mikhon Tiq. Los dos jóvenes se miraron. De pronto, Derguín presintió que su amigo tenía razón, que si volvía a verlo ya no sería la misma persona a la que conocía desde niño; y también tuvo la oscura intuición de que, a pesar del optimismo de Mikha, algo los separaría ya para siempre. Los ojos se le llenaron de agua, y para que su amigo no lo viera, le dio un abrazo y le apretó la espalda.
—Cuídate mucho —susurró.
Mikhon Tiq se apartó de él, extrañamente azorado, y montó en su caballo. Linar ya se alejaba hacia el norte sin mirar atrás, por un estrecho camino que zigzagueaba siguiendo el borde sinuoso de la terraza natural. Derguín se quedó mirándolos hasta que se perdieron tras un recodo. Después, él y Kratos emprendieron la última etapa hacia Koras, hacia el tribunal de Uhdanfiún y los Pinakles que habrían de revelarles el paradero de la Espada de Fuego.
Ya era casi media tarde cuando Derguín y Kratos llegaron ante la Puerta de la Seda. A la izquierda se levantaba la muralla antigua, de tiempos de Minos Iyar, y a la derecha la nueva, construida por Mihir Barok para proteger Feryí, el barrio de comerciantes y artesanos extranjeros que había crecido y prosperado al este de la ciudad. Ambos muros eran imponentes, formados por enormes sillares grises que se alzaban hasta los doce metros. Las setenta y siete torres de guardia aún doblaban esa altura.
Se detuvieron ante la puerta, un gran arco rodeado por dos leones de dientes de sable tallados en bajorrelieve y esmaltados de azul y rojo. Por encima de sus cabezas se abrían estrechas aspilleras, tras las cuales acechaban arqueros apenas visibles. El rastrillo de metal estaba levantado, pero a cada lado de la puerta formaban cuatro guardias con largas lanzas. Al verlos a ellos, montados a caballo y armados, abatieron las lanzas hasta formar una V invertida y les cerraron el paso. Un oficial se adelantó. Llevaba en su brazalete tres marcas amarillas de Iniciado.
—Saludos, señores. Debo pediros que desmontéis, por favor.
Kratos bajó del caballo muy despacio, y Derguín lo imitó. Tras ellos, un grupo de campesinos que traían sus carretas a la ciudad se vio obligado a detenerse. Algunos empezaron a murmurar, pero al ver que el problema era entre gentes de armas retrocedieron temerosos de que algún hierro mal guiado se escapara contra ellos.
El oficial se acercó un paso más, con precaución.
—Lo siento, señores, pero no se puede pasar a caballo a la ciudad.
—¿Por qué no? —preguntó Derguín-. La última vez que estuve en Koras no era así.
—Las ordenanzas cambian. Aquí a la derecha están las caballerizas de Koras. Llevad allí vuestras monturas: tendréis que pagar un radial por animal y día de estancia, pero os darán un recibo, y cuando salgáis de la ciudad se os devolverán los caballos.
A Derguín le pareció demasiado caro, pero tenía dinero suficiente y pocas ganas de meterse en líos. Sin embargo, a Kratos no le hacía nada feliz la idea de separarse de
Amauro.
—¿Has visto a este caballo? —le preguntó al oficial-. Tan sólo lo dejaría en las caballerizas de Uhdanfiún o del propio emperador, no en un sucio establo de extramuros.
—Los establos de Koras no son sucios, señor.
—No dejaré a
Amauro.
—Por mi vida que no pasarás con el caballo, se llame como se llame.
Derguín olfateó violencia en el aire, y recitó las letras de la Protahitéi. Al momento sintió el chorro de energía que fluía en sus venas y la conocida sensación de desgarro en los riñones. El mundo a su alrededor se volvió lento, viscoso. Incluso así, le pareció que la mano de Kratos volaba hasta la empuñadura de
Krima
y que su espada surgía por arte de magia para trazar un arco perfecto hacia el cuello del joven oficial. Algún milagro detuvo la
hasha
a un milímetro de su piel. Derguín oyó un
tang
sobre su cabeza y, sin mirar, desenvainó su espada y saltó hacia Kratos. La flecha que iba destinada al pecho del Tahedorán cayó inofensiva a sus pies, desviada por la hoja de Derguín. Él mismo se asombró de lo que acababa de hacer.
—¡Nooo diiisspaaréeiiss! —ordenó la voz lentificada del oficial.
Los ocho soldados de la puerta apuntaban sus lanzas hacia ellos, preparados para cargar; pero se habían dado cuenta de que tenían ante sí a maestros de la espada y no atacarían a la ligera. El brazo de Kratos formaba con su espada una recta que acababa junto al garguero del oficial. La
kisha
parecía apuntalada por una columna de granito y no temblaba un milímetro. Los ojos del oficial habían reparado ahora en el brazalete de Kratos; era evidente que estaba contando marcas y que cuando llegó a la novena cayó en la cuenta de con quién se las tenía.
—Tah
Kratos, si alguien ha de cortarme la cabeza, será un honor para mí que lo hagas tú. Pero he jurado cumplir las órdenes. No puedo permitir que pases de aquí con el caballo.
Los soldados de la puerta se miraron de reojo; arriba, tras la aspillera, los arqueros comentaron en susurros el nombre del Tahedorán y la prodigiosa rapidez del joven que lo acompañaba. Derguín los vigilaba, esperando que la primera exhibición fuera suficiente. Acelerado como estaba, la discusión entre Kratos y el oficial se le hizo eterna.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Kratos, sin apartar la espada.
—Amorgos,
tah
Kratos.
—Veo que eres hombre de honor, Amorgos. El nombre de mi caballo es
Amauro.
Mientras esté en Koras lo dejo a tu cuidado. Confiaré en ti... aunque sea en estos días lamentables en que un Tahedorán debe entrar en la ciudad como un vulgar mercader.
—Me sentiré muy honrado de cuidar al noble
Amauro
y responderé con mi vida de que se te devuelva en perfecto estado para que puedas competir por la Espada de Fuego.
Kratos envainó la espada, no sin antes besar su empuñadura, mientras Derguín pronunciaba la fórmula que deshacía el efecto de Protahitéi.
—¿Acaso se ha hablado de mí en un pregón público? —preguntó Kratos.
—¿Qué otra cosa puede buscar en estos días un Tahedorán que no visita Koras desde hace años? En cuanto al joven señor que te acompaña, parece por su habilidad que también es un maestro mayor.
—Aún no, pero pronto lo será —respondió Kratos, orgulloso.
Dos funcionarios se llevaron sus caballos tras entregarles un recibo. Un mozo muy flaco se les acercó y les ofreció cargar sus fardos en una carretilla y llevarlos a donde ellos quisieran. Antes de despedirse, el oficial les firmó un salvoconducto en una tablilla de madera, pues al parecer también había controles entre los diversos barrios de la ciudad.