Read La Espada de Disformidad Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Uno de los guardias hizo un barrido bajo con la lanza con la intención de derribar a Malus. Antes de que el golpe impactara, el noble extendió los brazos y clavó la punta de la
Espada de Disformidad
en el cuello del atacante, para luego rotar sobre un talón y cercenar ambos brazos y la cabeza acorazada del que cargaba contra él por la espalda. El noble reía como un borracho, giraba y cortaba con la siseante espada sin dejar de ascender por la escalinata hacia las puertas del templo.
Un guardia gritó de furia y saltó hacia él, sin hacer caso de la larga caída que lo separaba del suelo de la plaza. El ataque pilló a Malus con la guardia baja durante una fracción de segundo, pero, presa de la fiebre de la batalla, le pareció que el enemigo flotaba lánguidamente en el aire, con los musculosos brazos tendidos como los de un niño. Grácil como un danzarín de la espada, Malus giró media vuelta y echó una rodilla en tierra al tiempo que alzaba el arma en un destellante tajo que abrió al hombre desde la entrepierna al mentón y lo hizo volar, en medio de un arco de sangre, hacia las piedras grises, donde cayó ante las patas del nauglir.
Malus oyó un zumbido que avanzaba perezosamente hacia él. Se volvió y desvió a un lado el hacha que le habían arrojado, para luego subir a toda velocidad los últimos escalones hacia el único guardia que quedaba. El guerrero apenas tuvo tiempo de desenvainar la daga antes de que Malus llegara hasta él.
Se miraron el uno al otro. El gigante acorazado se encumbraba por encima del pequeño noble, y su cara oculta por el yelmo lo observaba desde lo alto con aturdido sobresalto. Luego lanzó un suspiro gorgoteante, y por los orificios de respiración de la visera del yelmo manó sangre cuando el noble retiró la
Espada de Disformidad
que atravesaba el peto del hombre. Malus se apartó grácilmente a un lado cuando el cuerpo del gigante cayó de cara sobre los escalones de piedra y rodó hasta el pie de la escalinata, donde dejó un rastro de sangre.
Una figura pálida que se encontraba justo fuera de la entrada del templo contemplaba al noble. La bruja de Khaine cayó lentamente de rodillas, y sus ojos marmóreos destellaron de miedo cuando Malus se le aproximó. Los finos labios marchitos se tensaron para dejar a la vista sus dientes amarillentos en una terrible mueca de muerte.
—Sabía que volverías —gimió—. Intenté decírselo a los otros, pero no quisieron creer lo que yo había visto. —La anciana bruja de Khaine abrió las manos ante él—. Eres la encarnación de la muerte y la destrucción, oh, hijo de la casa de cadenas, y te acompaña la bendición de los Dioses Oscuros. Nuestro tiempo ha acabado. Que comience el Tiempo de Sangre.
Alzó el mentón y la
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pareció saltar en las manos de Malus. La negra hoja destelló en el aire, y la bruja de Khaine se puso rígida bajo el viento que levantó la espada al pasar.
Malus estudió fríamente a la bruja durante un momento. Un fino hilo de sangre oscura manó de la delgada línea que le cruzaba la garganta. El noble avanzó hacia ella, la cogió por el pelo blanco y alzó la cabeza cortada.
Se colgó del cinturón la cabeza de la bruja y pasó junto al cuerpo aún erguido en dirección a la oscuridad interior del templo.
Cuando Malus salió del templo poco rato después, lo esperaba la Tribu de la Espada Roja.
Ocupaban toda la plaza que se extendía al pie del edificio, como espectros en medio de un bosque de hombres empalados. Los rayos se reflejaban en los yelmos de acero y la destellante malla, en las espadas afiladas y en los colmillos desnudos. Las caras disformes se alzaron cuando el noble acorazado avanzó hasta el primer escalón, y todos los ojos contemplaron la humeante espada y el trío de cabezas cortadas que Malus llevaba en las manos.
Shebbolai se encontraba al frente de su tribu, y aguardaba al pie de la amplia escalinata con expresión de ceñudo júbilo. Malus le dirigió una mirada funesta y luego recorrió con los ojos a los guerreros reunidos. El trueno rugió en el norte.
—El gobierno de los Reyes Intemporales ya no existe —declaró Malus, y su penetrante voz atravesó la plaza—. Olvidaron su deber para con el Señor del Asesinato, y Khaine ha hecho sentir su cólera, pero la contaminación que los poseía se ha extendido a vosotros, guerreros de la Espada Roja. ¡Los hijos de Khaine no se ocultan en ciudades de piedra ni rehúyen el campo de batalla! La gloria del Dios de Manos Ensangrentadas reside en la muerte, no en los esclavos, ni en el oro, ni en las murallas de piedra. Los Reyes Intemporales prefirieron aferrarse a la vida, y vosotros os unisteis a su depravación.
Ante estas duras palabras del noble, un gemido se alzó entre los guerreros reunidos. Malus los hizo callar con un grito.
—Cuando Khaine envió a su Azote elegido a reclamar su derecho de nacimiento ante los reyes, estaban tan hundidos en su iniquidad que no lo reconocieron. —Malus alzó la terrible espada—. ¡Contemplad la
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de Khaine, y sabed que su Azote se ha levantado!
Los guerreros replicaron con gritos de cólera y desesperación. Los hombres se abrían tajos en las mejillas y el pecho y le ofrecían al noble las afiladas hojas manchadas de sangre. Los guerreros se volvían contra los hombres más débiles de la tribu y los cortaban en pedazos, para luego arrojar los brillantes trozos de carne y hueso sobre los escalones del templo.
—¡Vivimos para servir! —gritó Shebbolai, cuya cara era una máscara de vergüenza y desesperación—. ¡Perdónanos, temido Azote!
—No hay perdón a los ojos de Khaine —gruñó Malus—, sólo muerte. Sólo la sangre puede lavar vuestros pecados.
—¡Entonces, sangre será! —rugió Shebbolai—. Muéstranos el camino, santo. ¡Viviremos y moriremos a tus órdenes!
El noble miró desde lo alto al jefe, y le dedicó una sonrisa de verdugo.
—Seguidme, hijos de la Espada Roja. Muerte y gloria aguardan.
Malus condujo a la tribu al desierto para regresar al sitio en que lo había dejado la Puerta Bermellón. No tenía ni idea de si eso cambiaría las cosas, pero le daba algo de tiempo para pensar y hacer inventario de las fuerzas de que disponía.
Los guerreros del Caos no marchaban como un ejército de Naggaroth, en ordenadas filas y divisiones. Recorrían el llano como una muchedumbre desordenada, de tal vez doscientos miembros, sobre rápidos caballos esbeltos que se movían como si compartieran una sola mente con sus amos. En la oscuridad resonaban los roncos bramidos y gritos de guerra de los guerreros que seguían al Azote desde la ciudad. La perspectiva de la batalla les había encendido la sangre y desterrado la duda y el miedo.
No podía decirse lo mismo de Malus. Cabalgaba en cabeza de la ingobernable turba, con la
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dentro de la vaina, colgada a la cadera. Con el arma envainada volvía a sentir frío, ya que el calor del hambre de Khaine abandonaba lentamente sus músculos y lo dejaba débil y agotado. Cada pocos instantes, su mano se desplazaba hasta la empuñadura de la espada, como si el noble se calentara junto a una pequeña hoguera.
Tz'arkan se removió en el interior de Malus. Cuando antes la presencia del demonio parecía hincharse dentro del pecho del noble, ahora hacía que todo su cuerpo temblara.
—Te vuelves temerario, pequeño druchii —se burló el demonio—. Juegas con fuerzas que escapan a tu comprensión. ¿Piensas conducir a esta lastimosa chusma a una guerra contra tu hermano?
Malus se volvió a mirar a Shebbolai, que cabalgaba a pocos metros detrás de él, y a la turba de jinetes desplegados por el llano.
—Espero que mueran del modo más dramático posible. Necesito una grandiosa distracción, si quiero llegar al Sanctasanctórum de la Espada y ocuparme de Urial.
Era una apuesta arriesgada, sin duda, y desesperada. Por temible que fuera la
Espada de Disformidad
, Malus prefería no enfrentarse con Tyran y toda su horda de fanáticos. Si podía distraerlos con un ataque repentino dentro de las murallas de la fortaleza, podría ganar el tiempo suficiente para llegar hasta el templo y enfrentarse directamente con Urial. Tenía la esperanza de que, muerto su medio hermano, los fanáticos lo aceptaran a él como el nuevo Azote, o se descorazonaran y huyeran noche adentro. Luego podría ocuparse de Rhulan o de quienquiera que estuviera al mando de las fuerzas del templo.
—¿Piensas que puedes derrotar a Urial tú solo? —se burló el demonio.
La mano de Malus se desplazó hasta la empuñadura de la espada.
—Con esto, sí que puedo.
—¡Eres un estúpido, Darkblade!
—No, demonio. Tú me pusiste la espada en las manos. Si pensabas que no iba a empuñarla y usarla para matar a mis enemigos, el estúpido eres tú, no yo.
Mientras hablaba, Malus vio un trío de formas andrajosas que yacían en el suelo, sin vida, y se dio cuenta de que habían llegado al lugar de la batalla que había librado contra los campeones de Shebbolai. Le clavó los tacones a
Rencor
para que fuera al trote, y ascendió hasta la mitad de la loma baja, donde se volvió y contempló a los bárbaros. Cuando el nauglir giró, los jinetes detuvieron sus monturas y aguardaron, expectantes.
Malus desenfundó la
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y se estremeció ligeramente cuando el torrente de calor le inundó el cuerpo.
—¡Guerreros de la Espada Roja —gritó—, la hora de vuestra redención está cerca! ¡Seguidme y purificad vuestras almas en la sangre de los enemigos! ¡Matad a todos los que se interpongan en vuestro camino!
Shebbolai desenvainó una temible espada curva y la agitó en el aire.
—¡Sangre para el Dios de la Sangre!
El aire de la noche se estremeció con un estruendo de bestiales gritos a Khaine. Malus sonrió y concentró la voluntad en la espada.
—Abre la puerta —le ordenó—. Devuélvenos al templo, maldito Dios del Asesinato, y recogeremos una roja cosecha en tu nombre.
Un retumbar colérico estremeció el aire. Malus no supo si era un trueno o un gruñido del dios sediento de sangre, porque en ese momento los guerreros de la tribu gritaron de terror y el mundo se volvió del revés.
Aparecieron bajo un cielo despejado, con un par de brillantes lunas en lo alto. La transición había sido tan violenta, que por un momento Malus quedó desorientado.
Los caballos relinchaban y los hombres gritaban de asombro y miedo. La noche se estremeció con un severo toque de trompetas, y Malus oyó que por los paseos de la fortaleza del templo resonaban gritos de alarma. Luego, el mundo volvió a adquirir nitidez.
Malus y los guerreros se encontraban en la amplia avenida situada entre la Ciudadela de Hueso y el templo construido por los enanos. Desde todos los senderos y edificios llegaban fanáticos de blanco ropón, y las trompetas de alarma continuaban sonando. Era como si, de algún modo, esperaran su llegada, pensó el noble. De ser así, su estrategia ya había fallado.
Sin embargo, los sonidos de batalla dieron nueva vida a los guerreros del Caos, y por la avenida empezaron a resonar alaridos y el entrechocar del acero. Malus se puso de pie en los estribos.
—¡Guerreros de Khaine, redimios con la sangre de vuestros enemigos!
Con un rugido sediento de sangre, los bárbaros espolearon a los caballos y se lanzaron de cabeza hacia los fanáticos, y al cabo de pocos momentos se había trabado una feroz refriega a lo largo de toda la avenida. Los fanáticos continuaban llegando en torrentes desde todas partes, pero de momento los jinetes tenían la ventaja, tanto en número como en movilidad. El noble sabía que eso cambiaría muy pronto.
Malus clavó los tacones en los flancos de
Rencor y
galopó hacia el templo.
Guerreros de blanco ropón se le cruzaron en el camino por la derecha y la izquierda con la intención de cortarle el paso. El noble tiró de las riendas y se dirigió directamente hacia el fanático de la derecha, que tuvo la presencia de ánimo para mantenerse firme y preparar el arma con la intención de golpear la cabeza de
Rencor
, pero, en el último momento, Malus volvió a cambiar de dirección; giró a la izquierda y dirigió un tajo contra el guerrero al pasar. El
draich
del fanático abrió un tajo en el hombro de
Rencor
justo cuando Malus le rebanaba la parte superior del cráneo.
A la izquierda de Malus resonó el acero. Se volvió a tiempo de ver que el cuerpo decapitado del segundo fanático se desplomaba en el suelo. Shebbolai y media docena de bárbaros habían seguido a Malus, y usaban las lanzas y espadas para matar a todo aquel que se acercara demasiado. El jefe bárbaro alzó la espada hacia los cielos, riendo como un demonio. Malus le dedicó una sonrisa cruel y clavó los tacones en los flancos de
Rencor
.
Las puertas del templo estaban abiertas cuando Malus detuvo el gélido ante la amplia escalera del edificio. Temeroso de una emboscada, desmontó con rapidez y dejó que Shebbolai y los bárbaros encabezaran la marcha. Los guerreros del Caos atravesaron el umbral a la carrera, y casi de inmediato Malus oyó alaridos y ruido de batalla. Cuando entró a la carga, se encontró con que los bárbaros estaban matando a un grupo de servidores del templo que habían estado apilando una nueva serie de trofeos cerca de la puerta.
—¡Por aquí! —gritó Malus, mientras atravesaba a toda velocidad la amplia cámara.
Shebbolai y sus hombres siguieron al noble escalera arriba, hacia la capilla. Cuando irrumpió en ella, Malus esperaba hallar al menos un puñado de fanáticos de guardia, pero estaba desierta.
«Algo va mal», pensó Malus, que sintió las primeras punzadas de pavor en el corazón. El Caldero de Khaine siseaba y burbujeaba sobre la tarima ceremonial sin que nadie lo atendiera. Parecía una emboscada, pero ¿era posible que Urial hubiese previsto esto?
Con los dientes apretados, Malus decidió que eso carecía de importancia. Estaba comprometido, de un modo u otro, y tendría que llegar hasta el amargo final. Inspiró profundamente y se encaminó hacia la escalera del sanctasanctórum.
Shebbolai y los bárbaros lanzaron exclamaciones ahogadas de asombro ante la gigantesca estatua de Khaine, mientras rodeaban la tarima y subían hacia la entrada iluminada por una luz roja. Malus aferró con energía la
Espada de Disformidad
para sacar fuerzas de su calor al aproximarse a la puerta. Recordaba demasiado bien lo sucedido la última vez que había estado ante el estrecho umbral.