Read La Espada de Disformidad Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Shebbolai había dicho la verdad. Casi de inmediato comenzó a ver los huesos: esqueletos destrozados de hombres y caballos cuyos huesos largos estaban rotos y vaciados de tuétano y los cráneos partidos para sacarles los sesos. Las armaduras que les habían quitado y las espadas partidas que yacían, herrumbrosas, en la tierra, bastaban para equipar a un ejército. Durante la primera hora se entretuvo en contar los cráneos para calcular cuántas almas habían entrado en los barrancos para buscar la espada de Khaine. Antes de acabar la hora ya había contado mil, y no se molestó en continuar.
Al cabo de poco rato las anchas patas de
Rencor
avanzaban entre montones de huesos que aplastaba y pateaba. Conducían infaliblemente hacia lo alto, y en muchos casos se desviaban hacia sinuosos pasos laterales, pero Malus continuaba por la senda principal porque sabía adónde tenía que llevarlo.
—Quienquiera que viva aquí, demonio... tiene muy buen apetito —dijo.
—En ese caso, esperemos que esté durmiendo, Malus —replicó Tz'arkan. La voz que reverberó dentro del cráneo del noble no se diferenciaba en nada de la suya propia, como si él y el demonio fuesen simplemente dos espíritus encerrados en el mismo cuerpo—. En alguna parte de estos barrancos descansa la perdida
Espada de Disformidad
de Khaine. No nos marcharemos hasta haberla encontrado.
El tono de la voz del demonio enojó a Malus, como si él no fuese más que un esclavo dedicado a los asuntos de su amo. Por el momento, decidió contener la lengua. El poder de Tz'arkan había disminuido un poco, pero aún corría en libertad y le infundía una fuerza y un poder como no había conocido en meses.
El barranco se ensanchó más adelante para formar una Y que señalaba hacia la entrada de una cueva grande. Ante la cueva, el suelo del barranco estaba literalmente cubierto por una alfombra de huesos y despojos de muertos. Después de muchos largos meses, llegaba por fin a la meta.
Malus detuvo a
Rencor y
se deslizó cautelosamente de su lomo. El nauglir se apartó de él de inmediato y se alejó un poco más por el barranco. Le lanzó una mirada de advertencia a la bestia.
—Te encontré una vez, dragoncillo. Puedo volver a encontrarte —le advirtió, y volvió la atención hacia los huesos que cubrían el suelo rocoso. Era un sistema de alarma tosco pero efectivo, siempre y cuando el guardián de la espada tuviera el oído fino.
Escogió cuidadosamente el recorrido y comenzó a avanzar con prudencia entre la multitud de cazatesoros caídos. Intentó no pensar en el hecho de que muchos de ellos probablemente habían intentado hacer eso mismo.
—Con sigilo ahora, Darkblade —dijo Tz'arkan—. No despertemos a nadie.
Un rayo destelló silenciosamente en lo alto, y pareció que el campo de huesos se movía y deslizaba. Desorientado, Malus intentó pasar por encima de un cráneo amarillento que estaba justo en su camino, y en cambio, lo pisó directamente. El hueso antiguo se hundió con un crujido hueco que pareció resonar como el trueno entre las paredes del barranco.
Malus se quedó inmóvil, sin atreverse a respirar siquiera. Pasó un momento, y luego otro. Continuó esperando, aguzando el oído por si oía movimiento.
Pasaron dos minutos. Sólo entonces se relajó Malus y maldijo su deplorable suerte.
Fue entonces cuando la noche se estremeció con un rugido ensordecedor y de las profundidades de la cueva emergió una figura enorme.
El guardián de la espada era gigantesco. Sólo la parte inferior del cuerpo era más grande que un gélido, cubierto de escamas color añil y rojo oscuro. Las grandes patas de dragón que lo impulsaron en una atronadora carga ladera abajo, hacia Malus, levantaban nubes de polvo de hueso a cada pesado paso. Por encima del par de patas anteriores, donde normalmente estarían el cuello y la cabeza de un dragón, había en cambio un ancho cinturón de cuero decorado con escamas de oro y una hebilla en forma de calavera. Por encima del cinturón se alzaba el torso de un temible ogro ataviado con una tosca armadura que le protegía la cintura y le cubría los poderosos hombros. De los gruesos labios del shaggoth asomaban colmillos lo bastante gruesos para destripar a un jabalí, y los ojos azul hielo destellaban bajo una frente escabrosa y un casco de acero redondo. En una mano grande como una bandeja, el guardián empuñaba una espada más larga que el propio Malus, y la criatura la alzó, colérica, mientras iba hacia él.
—¡Madre de la Noche! —maldijo el noble.
—¡Malus, dadas las circunstancias, creo que dejaré que huyas!
La terrible espada silbó en el aire. Al hacerlo reaccionar el grito del demonio, Malus se lanzó hacia la izquierda y se puso justo fuera del alcance de la espada, que golpeó una pila de huesos e hizo volar esquirlas. Aun rugiendo de furia, el ogro-dragón pasó de largo y cambió con rapidez de dirección para girar y arremeter otra vez.
La criatura estaba entre Malus y el gélido. El noble miró frenéticamente en torno para buscar otra vía de escape, pero las paredes del barranco eran empinadas y lisas.
—¡No hay adonde huir! —exclamó.
El ogro dragón cargó otra vez hacia Malus con un terrible crujir de huesos aplastados. El noble alzó la espada para protegerse. No había manera de que pudiera intercambiar golpes con algo tan inmenso. Tendría que cansar al monstruo con ataques veloces como el rayo, de modo muy parecido a como le había visto hacer a Arleth Vann cuando mató al noble en la cripta.
Se agachó en cuanto la bestia se le acercó y barrió con la espada en diagonal con la intención de cortar al druchii desde un hombro hasta la cadera. En el último momento, Malus se lanzó hacia la izquierda, atravesándose en el camino del ogro dragón para desbaratar el efecto del golpe. La criatura lanzó un bramido furioso y el noble respondió con un grito de guerra druchii al tiempo que ponía todas sus fuerzas en un potente tajo dirigido justo por debajo del cinturón del shaggoth.
La pesada espada nórdica, movida por la terrible fuerza del demonio, golpeó de lleno al monstruo y la hoja de acero se hizo pedazos con un tañido discordante. Malus apenas tuvo tiempo de percibir su propia conmoción antes de que el ogro dragón lo atacara con una extremidad anterior provista de garras y le asestara un revés que lo lanzó dando volteretas por el aire.
Si le hubiera golpeado el mentón le habría arrancado limpiamente la cabeza, pero la zarpa del shaggoth le había dado de refilón en el pecho y abollado el grueso peto. Se sintió como si lo hubiera pateado un nauglir, y se esforzó por respirar cuando chocó contra una pila de viejos cráneos que había cerca de la pared del barranco.
Malus rodó para apartarse de la pila de huesos y le lanzó una feroz mirada de impotencia al monstruo. Intentó dominarlo mediante la fuerza de voluntad, como había hecho con el nauglir, pero al ogro dragón no le causó ningún efecto. Furioso, cogió un cráneo y se lo lanzó a la bestia con todas sus fuerzas.
—¡Te maldigo, criatura! —rugió—. ¡Te condeno a regresar al infierno!
El proyectil golpeó a la bestia en un costado de la cabeza y se hizo pedazos, sin dejar marca alguna en el grueso cráneo del monstruo.
Malus se sentía lleno de terror y desesperación. Los dones del demonio eran inútiles. ¿Había renunciado a los últimos vestigios de sí mismo a cambio de nada?
El ogro dragón bramó como un toro y giró al tiempo que preparaba la descomunal espada.
Malus sentía que lo inundaba la palpitante fuerza de Tz'arkan. Oía la sangre que le corría por las venas y percibía la furia de la violenta tormenta de lo alto, pero nada de eso importaba. Dentro de pocos instantes, el shaggoth lo partiría por la mitad.
Cuando el ogro dragón cargó hacia él, los ojos de Malus se volvieron hacia la oscura entrada de la cueva. «Maldito sea si voy a morir con las manos vacías», pensó.
El noble se puso de pie y corrió por el barranco. El ogro dragón bramó coléricamente, sorprendido por el repentino movimiento. Tz'arkan también se sorprendió.
—Malus, ¿adónde vas? ¡Corres hacia la cueva!
—Aún tenemos algo que hacer, ¿recuerdas? —contestó el noble.
—¡Estúpido! ¡Lo tenemos justo detrás! —dijo el demonio—. ¡Nos dejarás atrapados ahí arriba!
—Necesito una arma —gruñó Malus—. La
Espada de Disformidad
está ahí. Me servirá.
Malus llegó a la entrada de la cueva. Lo siguió un estruendo de pesados pies y huesos partidos cuando el shaggoth cargó por el barranco.
—¡La
Espada de Disformidad
de Khaine no es una jabalina que puedas usar en una pendencia! —se enfureció el demonio—. Es un talismán de glorioso poder...
—Sigue siendo una espada —replicó Malus—. ¡Cállate, demonio!
El noble entró corriendo en la cueva. Esperaba encontrarse con un largo pasadizo atestado de carroña que se adentrara en las tinieblas. Por el contrario, se halló en una amplia caverna de techo alto donde, no obstante, había montones de huesos y cuerpos en estado de putrefacción, salvo una zona despejada cerca del centro, donde evidentemente dormía el ogro dragón. Al otro lado de la zona despejada se alzaba un altar de piedra sobre el que descansaba una espada.
La
Espada de Disformidad
de Khaine tenía una hoja de doble filo casi tan larga como un
draich
, ligeramente más ancha en la punta que en la empuñadura con el fin de conferirle al arma mayor fuerza de impacto. Estaba metida en una vaina de hueso lacado de negro con filamento de oro y decorado con ardientes rubíes. La empuñadura del arma era larga y esbelta, hecha para dos manos y envuelta en cuero oscuro. Un gran rubí cabujón, como un ojo de dragón, destellaba en el punto en que la empuñadura se unía con la hoja. Relumbraba con el poder que radiaba de toda la espada en olas de calor invisible.
Malus contempló el arma y vio el potencial que se ocultaba en sus profundidades. Vio rojos campos de batalla y torres derrumbadas, ciudades saqueadas y reyes caídos. Con un arma semejante, un druchii podía conquistar el mundo.
—¡Malus, te lo prohibo! —gruñó el demonio. ¿Había un rastro de miedo en la voz de Tz'arkan?
El noble atravesó la cueva a la carrera. El shaggoth irrumpió en ella justo detrás de él, y estremeció el aire húmedo con sus furiosos gritos.
—¡Entonces moriremos aquí! —replicó Malus—. La elección es tuya.
En verdad, no lo era. Nada que el demonio pudiera decir o hacer evitaría que Malus pusiera la mano sobre la empuñadura de la
Espada de Disformidad
y la sacara de la vaina.
Estaba caliente al tacto, como si aquella arma antigua acabara de salir de la forja. El calor atravesó la piel de Malus y le inundó los músculos con su poder. Desenvainó la espada con un solo movimiento suave y quedó maravillado por el acabado negro de la hoja. Los filos destellaron como fuego en la oscuridad.
Con un bramido estentóreo, el ogro dragón cargó contra él. Malus no sintió miedo. Cuando se volvió para enfrentarse con la bestia que arremetía, sonreía como un lobo.
Avanzó para situarse en el camino del shaggoth y movió la espada en un limpio arco perfecto que era virtualmente idéntico al del golpe que había asestado antes. Los brillantes filos de la hoja dejaron un arco de luz fantasmal en la oscuridad al abrir un tajo a la altura de la cintura del ogro dragón. La bestia lanzó un alarido y fue arrojada hacia atrás por la fuerza del golpe. Cayó, desmañada, cerca de la entrada de la cueva, con la armadura semifundida y una herida terrible en el abdomen de la que manaba humo. La bestia estaba muerta, casi como si la hoja de la espada hubiese penetrado dentro del enorme cuerpo para apagarle la vida como la llama de una vela.
El noble contempló la espada, maravillado. El calor del arma le recorría el cuerpo y desterraba el gélido hielo de Tz'arkan. El corazón le latía con fuerza y su mente se inundó de un sentimiento que no había experimentado en muchos meses: esperanza.
—Buena espada —dijo Malus, con un susurro reverente—. No me extraña que la quisieras para tu colección.
El demonio parecía encogerse dentro de Malus, y su presencia mermó hasta que se enroscó como una serpiente en torno al negro corazón del noble.
—Desespero de ti, Malus —bufó Tz'arkan, cargado de odio—. Cuando hayas cumplido la última tarea, habrá un tremendo ajuste de cuentas.
Malus clavó los ojos en las profundidades tenebrosas. Una débil sonrisa apareció en su delgado rostro.
—Cuento con ello —dijo.
Malus Darkblade entró en la ciudad de los Reyes Intemporales con la espada en la mano y una tormenta del Caos rugiendo a su espalda.
Los rayos herían el cielo carmesí y conferían a las murallas y torres derrumbadas un nítido relieve. Rugía el trueno, al que respondía el terrible gruñido del nauglir que avanzaba por las calles atestadas de desperdicios. Los bárbaros se levantaban de las pieles sobre las que dormían, con hachas y espadas en las manos, e intentaban ver noche adentro al sentir que estaba a punto de suceder algo terrible.
Malus atravesó la plaza de hombres empalados y pasó ante los maderos cruzados de los que había colgado él mismo apenas unas horas antes. La oscura mole del templo se alzaba ante él, con los flancos adornados de calaveras silueteados en el parpadeante despliegue de rayos de color metálico. Detuvo al gélido al pie de la alta escalinata y contempló con frialdad las puertas cerradas.
Rencor
echó la cabeza atrás y rugió en dirección al antiguo edificio, un sonido primigenio de furia que resonó en los gruesos muros del templo.
Al cabo de pocos momentos, se abrió la doble puerta y por ella salió un destacamento de guardias del templo que empuñaban pesadas armas de asta larga y hachas. Malus bajó de la silla de montar, empuñó la
Espada de Disformidad
con ambas manos y saboreó el calor que radiaba del arma ultraterrena. Palpitaba al ritmo de los latidos de su corazón, y parecía vivificada y hambrienta ante la perspectiva de la batalla.
Los guardias del templo se desplegaron a la carrera y bajaron por los escalones gritando el nombre de Khaine, bendito Señor del Asesinato.
En el ceñudo rostro de Malus apareció una sonrisa lobuna.
—Sangre y almas —susurró, y corrió hacia ellos.
Vio desplegarse la batalla con espantosa y gélida claridad, como si fuera una danza ritual ejecutada a cámara lenta. Un guardia lo acometió por la izquierda para clavarle una lanza. Malus cercenó la punta del arma con un barrido de la espada, y cortó en dos al hombre con el golpe de retorno. Sin pausa, barrió hacia la derecha para bloquear el hacha de otro guardia, antes de invertir el golpe y cortarle las dos piernas por encima de las rodillas. Hendió la armadura como si fuera papel podrido, la carne se ennegreció y los huesos se partieron bajo el voraz toque de la espada. Los alaridos de los hombres formaban un treno brutal en torno a Malus, que pasaba entre los enemigos haciendo manar arcos de sangre caliente que siseaba y humeaba en el aire.