Read La Espada de Disformidad Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Malus miró hacia abajo y no vio más que vacío y sombras. Entonces,
Rencor
le lanzó una dentellada al monstruo y atrapó los tentáculos con sus terribles fauces.
Los dientes del gélido cercenaron los tentáculos como si fueran de hilo, y salpicaron a Malus de icor pegajoso. El noble, que continuaba gritando, cayó como una piedra, golpeó contra el costado del puente y se precipitó de cabeza por el borde.
Por una mezcla de pura suerte y desesperación a partes iguales, Malus tocó con la mano izquierda el reborde del puente y se aferró a él como un náufrago. Las piernas le quedaron colgando, y se meció como un péndulo sobre el abismo mientras las dos bestias luchaban en lo alto. Oía garras raspando la piedra al esforzarse
Rencor
por hallar apoyo para la pata posterior derecha y volver a asentarse sobre el puente. Un reguero de piedra rota cayó hacia la negrura, y Malus oyó un crujido ominoso.
El brazo y la mano cubiertos de icor se le deslizaron por la piedra. Con un escalofrío de terror, se dio cuenta de que estaba resbalando. El noble pasó bruscamente la mano derecha por encima del borde del puente con la esperanza de impedir la caída sin perder la espada, pero no se había dado cuenta de lo resbaladizo que era el repugnante fluido que le cubría los brazos, y ese movimiento repentino hizo que la mano izquierda volviera a resbalar.
Se le contrajo el estómago al deslizarse un poco más. Sintió que algo pesado se apoyaba sobre su brazo izquierdo y lo frenaba bruscamente. Quedó suspendido sobre el vacío durante un instante, con las piernas balanceándose, inútiles. Entonces disminuyó el pánico que le embotaba la mente, y tuvo la presencia de ánimo para soltar la espada e intentar hallar algún asidero con la mano derecha.
El peso que tenía sobre el brazo izquierdo se movió ligeramente, y Malus sintió con claridad que el avambrazo acorazado cedía bajo la presión. El dolor comenzó a aumentar en el antebrazo y la muñeca, que soportaban una presión cada vez mayor. Malus apretó los dientes y se izó con la mano derecha hasta que pudo pasar el codo por encima del redondeado borde del puente.
Una pata delantera con garras, del tamaño del torso del noble, pasó junto a él y no le golpeó la cabeza por centímetros.
Rencor
había logrado apoyar la pata trasera en el puente y se daba la vuelta con fauces y zarpas para morder y desgarrar a su atacante. En el proceso, la bestia de guerra de una tonelada de peso había pisado el brazo de Malus.
La bestia del Caos continuaba aferrada a los cuartos traseros de
Rencor
y le desgarraba una pata con el afilado pico mientras azotaba la cara del gélido con los tentáculos que le quedaban. Las chasqueantes fauces del nauglir habían cercenado otros varios, y los muñones rociaban al gélido con borbotones de translúcido icor salobre.
Rencor
rugía y agitaba la cola con la esperanza de sacudirse al monstruo de los cuartos traseros, pero la bestia del Caos le clavaba más profundamente las garras y continuaba aferrada. La pata del nauglir se desplazaba ligeramente al mover la cola, y el dolor del brazo de Malus se intensificaba. Pasó una pierna por encima del borde del puente y logró subir la mayor parte del cuerpo. Entonces recogió la espada y golpeó la pata de
Rencor
con el plano de la hoja.
—¡Fuera, enorme masa de escamas!
Ya fuera por accidente o porque le entendiera, el caso es que
Rencor
alzó la pata y el noble retiró el brazo. El avambrazo estaba abollado, y entre las uniones de las dos mitades manaba un fino hilo de sangre. Los bordes de las piezas metálicas le habían herido la piel, pero el noble no se encontraba en posición de quejarse.
Rencor
volvió a desplazarse, y Malus oyó que sus fauces se cerraban en vacío por encima de su cabeza. Una ola de terror inundó al noble al ver una sombra que se extendía como una mancha por el puente en torno a él, y por puro instinto rodó hacia la izquierda, tan lejos como pudo, justo cuando un sofocante peso de carne maloliente se estrellaba contra él.
Por un momento no pudo respirar, y mucho menos ver, pero luego la bestia del Caos que lo había acometido se retiró, y Malus vio lo horrorosamente cerca que había estado de ser ensartado por el pico del monstruo. La carne que le rodeaba la boca se apartó de él; y al quedar libre de ese peso, el noble cayó de espaldas por el borde del puente. Gritó y manoteó, y se aferró a lo primero que pudo: un sangrante muñón de tentáculo que se retorcía. El noble sintió que las ventosas con garfios del monstruo le raspaban el guantelete mientras la criatura chillaba y sacudía la cabeza, agitando a Malus por el aire.
El noble se aferró desesperadamente mientras era lanzado de un lado a otro por la bestia. Otros tentáculos envolvieron las piernas de Malus e intentaron atraerlo hacia el afilado pico de la criatura. Se palpó el cinturón en un desesperado intento de hallar un arma que poder usar contra el monstruo. La enorme fuerza de la bestia lo arrastraba inexorablemente hacia el gran pico, y él no se hacía ilusiones respecto a que el peto de acero retrasara a la criatura más de un momento antes de que lo hiciera pedazos.
Pero, al atacarlo, la bestia se había estirado demasiado, y
Rencor
aprovechó la oportunidad. Se lanzó hacia adelante y cerró las fauces sobre el cuello del monstruo. La bestia del Caos se estremeció y chilló, con lo que regó a Malus de saliva y grandes gotas de icor pegajoso.
Oyó cómo los huesos de la criatura se rompían al apretar
Rencor
las mandíbulas, y supo qué estaba a punto de suceder: el nauglir partiría el cuello del monstruo con una salvaje sacudida de cabeza y lanzaría a la bestia a un lado, del mismo modo que lo había hecho en la cripta. Comenzó a patear y debatirse frenéticamente entre los tentáculos de la criatura, mientras le rogaba a la Madre Oscura que comenzaran a debilitarse por efecto de las heridas.
Con una patada feroz, Malus logró que le soltara la pierna izquierda. Sintió que la bestia comenzaba a moverse cuando
Rencor
afianzó las patas y empezó a alzarse. Por impulso, el noble encogió la pierna izquierda y le asestó una patada al monstruo en un lado del pico. Para su sorpresa, la criatura aulló y le soltó la otra pierna.
Con un gruñido profundo,
Rencor
alzó a la bestia en el aire y comenzó a sacudir la cabeza. Malus oyó el sonido de huesos al partirse y cómo la bestia quedaba laxa. Cuando las sacudidas del nauglir hicieron pasar a la criatura otra vez sobre el puente, el noble inspiró profundamente y soltó el muñón del tentáculo.
Durante un momento aterrorizador, Malus tuvo la certeza de haber calculado mal. En lugar de ser arrojado de vuelta al puente, le pareció que era lanzado a lo largo de éste, y agitó desesperadamente los brazos al comenzar a caer. En el último instante, su mano izquierda golpeó contra el borde del puente y se aferró, al tiempo que sentía un dolor tremendo en el hombro que recibió de lleno el impacto. Sin vacilar, Malus pataleó hacia arriba y logró pasar por encima del borde del puente, justo a tiempo de ver que
Rencor
arrojaba al abismo el quebrantado cuerpo de la bestia del Caos.
Jadeante y mareado de terror, Malus rodó cuidadosamente hasta quedar de espaldas, y saboreó la sensación de estar tumbado sobre algo que no se retorcía ni intentaba arañarlo. Un poco más lejos, sobre el puente,
Rencor
alzó el hocico y lanzó un rugido de triunfo, y el noble sintió que el curvo puente comenzaba a moverse.
—Maldita sea —jadeó, y rodó para ponerse de rodillas. Vio que unas anchas grietas se abrían a lo largo de puente y corrían hacia él desde la sección debilitada en la que aún estaba el nauglir—. ¡
Rencor
! —gritó, mientras agitaba los brazos—. ¡Camina! ¡Muévete!
El gélido miró a su amo con curiosidad. Sopló por la nariz para expulsar una masa de icor, y desplazó el peso para comenzar a avanzar poco a poco hacia él.
—¡No! ¡Hacia aquí no, lagarto estúpido! ¡Atrás! ¡Ve hacia atrás! —le chilló. Corrió por el puente al tiempo que agitaba los brazos como loco hacia el gélido. Con un gruñido, el nauglir acabó por entenderle y dio media vuelta para avanzar pesadamente hacia la Puerta Bermellón.
El puente crujía y rechinaba con cada espeluznante paso, pero Malus logró recuperar la espada y avanzar con cautela hasta la aguja de piedra sin más incidentes. Cayó de rodillas junto al gélido, temblando de agotamiento.
—Bueno, creo que podemos decir, sin temor a equivocarnos, que no regresaremos por donde hemos venido —jadeó Malus.
El nauglir gruñó y se volvió a olfatear el arco de piedra roja. Pasado un momento, Malus logró recuperar el aliento y, tras ponerse de pie con piernas inseguras, pasó a examinar las heridas del gélido. Contó más de una docena de desgarrones profundos hechos por el pico del monstruo, y antes de volver a montar, le aplicó a cada uno un ungüento curativo que llevaba en las alforjas.
Acababa de coger las riendas cuando oyó una conmoción en la galería que habían dejado atrás. Al volverse, vio alrededor de una docena de fanáticos que se habían detenido al otro lado del puente y lo miraban con furia. Al parecer, habían visto los desperfectos del tramo central y no sentían ningún interés por poner a prueba su resistencia.
El noble les dedicó un saludo burlón con la espada y luego taconeó a
Rencor
para que avanzara hacia el arco. Tras inspirar profundamente, le habló al demonio.
—Supongo que tú no sabes nada con respecto a esta puerta.
—Sé algo —respondió Tz'arkan.
Malus reprimió una maldición de enojo.
—Bueno, ¿y por qué no me cuentas cómo funciona?
El demonio se removió dentro de su pecho.
—Hay poco que contar. Pasa por debajo del arco y fija mentalmente tu punto de destino con firmeza.
—No tengo un punto de destino, como sabes condenadamente bien —le espetó Malus.
—No seas infantil, pequeño druchii —se burló Tz'arkan—. Yo os guiaré hacia donde debemos ir.
Avanzaban hacia la arcada. Malus la estudió atentamente mientras se aproximaban. No había ni una sola runa ni un sigilo. Lo que fuera que influía en ella, era invisible para sus inexpertos ojos. Pero percibía el poder que lo bañaba en palpitantes olas, le hacía zumbar los oídos y le daba escalofríos.
Cuando pasaron bajo el arco, el noble esperaba ver un portal de humo o luz, pero no apareció nada.
—¿Estás seguro de saber cómo funciona esto? —preguntó.
Entonces, el mundo se tornó del color de la sangre y Malus se sintió como si lo volvieran del revés.
Tz'arkan había olvidado mencionarle el dolor.
Malus estaba ciego, se precipitaba a través de una aullante oscuridad, y se sentía como si unos cuervos le devoraran las entrañas. El noble sentía los afilados picos que le desgarraban el corazón y los pulmones, arrancaban pequeños pedacitos y picoteaban minuciosamente su carne trémula como si saborearan una comida deliciosa. No podía moverse ni gritar. Lo único que pudo hacer fue sufrir los destrozos de las aves carroñeras durante lo que pareció una eternidad.
Luego, se oyó un restallar de rayo, y un viento caliente le golpeó la cara.
Rencor
bajaba a trompicones por una ladera baja de piedras sueltas y tierra requemada.
El nauglir bramó de confusión y dolor. Malus se balanceaba sobre el lomo del gélido, y sentía la cara mojada de algo pegajoso. Se le contrajo el estómago, y durante un momento aterrorizador tuvo la sensación de que algo quería abrirse paso fuera de él.
Rencor
resbaló hasta detenerse al pie de la colina, y Malus prácticamente cayó del lomo del gélido. Se desplomó brutalmente de rodillas y vomitó una fuente de sangre oscura y lustrosas plumas negras sobre el suelo inerte.
—Madre de la Noche —gimió, mientras se limpiaba la boca con el dorso del guantelete, que retiró brillante de sangre. Jadeando, se irguió e intentó descubrir dónde estaba.
La ladera por la que habían descendido acababa en un llano seco y desolado que cubría un arremolinado cielo color sangre. En el horizonte septentrional se alzaban unas enormes montañas negras en cuyas laderas de hierro pintaban claroscuros zigzagueantes rayos amarillos. El viento caliente parecía soplar desde todas las direcciones y girar enloquecidamente entre los puntos cardinales a capricho de algún dios lunático. Gemía y susurraba en los oídos del noble con un murmullo de extrañas voces para insinuar cosas que apenas lograba discernir, pero lo que entendía le helaba las entrañas.
Una ciudad de negro hierro y piedra desgastada se extendía por el llano como una enorme araña negra. Altas torres como espadas se alzaban iracundas hacia el cielo rojo por detrás de las ruinosas murallas y almenas. Dispersas aquí y allá por la ciudad, ascendían columnas de humo negro mezclado con ceniza que formaban un dosel sofocante. Hacia el este, gigantescas formas del tamaño de ciudadelas se contorsionaban y movían pesadamente a lo largo del horizonte, con los brazos alzados hacia el cielo, como si quisieran atrapar los destellantes rayos, bramando su locura y su furia.
La puerta lo había transportado hasta el lejano norte, a los desiertos del Caos. En ninguna otra parte del mundo podía existir semejante visión de tormento.
¿Por qué habrían llevado los fanáticos la espada hasta allí?, se preguntó. ¿Qué los había poseído? ¿Era por miedo a ser descubiertos por el templo, o la propia espada había escogido su lugar de reposo?
—¿Dónde está la espada, demonio? —preguntó Malus con voz ronca, la garganta dolorida después de la dura prueba pasada—. Ya basta de tus malditos juegos. ¡Simplemente dime dónde encontrarla para poder marcharnos de este condenado lugar!
—Está allá, creo —respondió Tz'arkan. Malus supo que se refería a la inmunda ciudad del llano.
—¿Crees?
—¿Qué piensas que soy, un sabueso que olfatea espadas? —le espetó Tz'arkan—. La puerta no es tan precisa como yo imaginaba, o bien mi control no fue tan perfecto como podría haberlo sido. Nos encontramos en la zona correcta, y percibo una fuente de gran poder situada al norte. ¿Qué otra cosa podría ser?
—¿Aquí? ¿En los desiertos del Caos? Podrían ser muchísimas cosas. —Pero antes de que Malus pudiera especificar,
Rencor
miró en la dirección por la que habían llegado y husmeó el aire con desconfianza.