Un pensamiento que le cruzó la mente de improviso hizo que Montalbano saltara de la silla.
—¿Qué te pasa?
—Creo que ya han encontrado a su hombre.
—¿Y quién es?
—Se llama Mimì Augello y es el subcomisario de Vigàta.
Roberta se quedó atónita.
—¿Y ha conseguido infiltrarse? ¿Cómo lo ha hecho?
—Tiene… digámoslo así… está dotado de… resumiendo, posee unas cualidades extraordinarias.
—¿En qué sentido?
Montalbano prefirió cambiar de tema.
—Antes explícame mejor lo que quieres hacer.
—Sí, pero después me dices hasta dónde has llegado tú.
—De acuerdo.
—Lo que quiero hacer es muy sencillo: he conseguido que me den las órdenes judiciales de registro para los dos barcos. Si la Policía Fiscal, con cuyo comandante ya he hablado, encuentra los diamantes, los detiene a todos con tu colaboración. Y es preciso hacerlo esta tarde; si no, nos exponemos a que zarpen durante la noche o mañana temprano.
—Hay un problema —dijo Montalbano—. ¿Y si los del
As de corazones
, al ver movimiento en el muelle, sospechan algo y escapan? Tienen motores potentes; con nuestros medios, difícilmente lograríamos alcanzarlos.
—Tienes razón. ¿Qué propones?
—Imposibilitarles la salida del puerto.
—¿Cómo?
—Situemos dos patrulleras de Capitanía en la bocana. Están armadas, y desde luego podrán detenerlo.
—¿Te ocupas tú o me ocupo yo?
—Es mejor que vayas tú a ponerte de acuerdo con los de Capitanía. Tienes más autoridad.
—De acuerdo. Ahora háblame del subcomisario.
—Ha conseguido infiltrarse con la complicidad de una teniente de Capitanía, Belladonna, que lo presentó a los del
Vanna
como representante de la empresa suministradora de carburante.
Roberta Rollo torció la boca.
—Me parece muy debilucho.
—Espera. La excusa era que la calidad del carburante que habían suministrado no era buena debido a una infiltración y podía dañar los motores. El subcomisario tomó una muestra de carburante de sus depósitos para analizarlo. Entretanto, trabó amistad con la señora Giovannini.
—¿Qué tipo de amistad?
—Intima. Y le ha hecho creer que es alguien dispuesto a lo que sea para ganar dinero. La señora Giovannini le ha propuesto trabajar para ella.
—¿Dónde?
—Primero en Sudáfrica y después en Sierra Leona.
—Sierra Leona ha sido y continúa siendo un punto neurálgico del tráfico de diamantes. ¿Y qué ha dicho el subcomisario?
—Ha aceptado.
—¿Y piensa irse con ellos? —preguntó atónita.
—¡Qué va! Hoy a las cinco, después de comer, tiene una última entrevista con la señora Giovannini y Sperli. Intentará obtener la mayor cantidad de información posible.
Roberta se quedó callada unos momentos y finalmente dijo:
—Quizá sea mejor oír lo que tenga que decirnos antes de pasar a la acción.
—Yo también lo creo.
—¿Y qué hará después el subcomisario para quitarse de en medio?
—Voy a arrestarlo. Como hacía Chaikri contigo.
Roberta se echó a reír.
—Me parece una buena idea —dijo, levantándose—. Nos vemos aquí hacia las cuatro. Yo voy primero a Capitanía a hablar con el comandante, y luego volveré a la sede de la Policía Fiscal para ultimar algunos detalles.
Montalbano envidió sus ojos, que verían a Laura.
• • •
En cuanto Roberta Rollo se hubo ido, el comisario llamó a Fazio.
—Siéntate.
Entonces vio que tenía cara de funeral.
—¿Qué te pasa?
—Cuando me dijo que quizá tendríamos que arrestar al
dottor
Augello, ¿bromeaba?
—No.
—Pero ¿por qué? ¿Qué ha hecho? Mire, el
dottor
Augello y yo no es que simpaticemos demasiado, pero no creo que sea una persona…
—Debemos arrestarlo en su propio interés.
Fazio abrió los brazos, resignado.
—¿Dónde? —preguntó.
—En el puerto. Y tenéis que armar el máximo alboroto posible.
—Pero ¿no puede arrestarlo usía personalmente? Aquí, en la comisaría, sin armar tanto escándalo. Haya hecho lo que haya hecho, ese hombre no se merece…
—Si me dejas hablar, te explico por qué y cómo hay que arrestarlo.
• • •
Mimì Augello reapareció en la cubierta del
Vanna
poco antes de las seis. Lo acompañaba el capitán Sperli. Mimì bajó por la pasarela, y el capitán se quedó a bordo.
Nada más poner los pies en el muelle, Augello sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó. Luego se encaminó hacia su coche.
No había dado ni tres pasos cuando un coche de policía, con la sirena puesta, se interpuso en su camino con un ruidoso chirrido de neumáticos. Mimì, rapidísimo, rodeó el vehículo y echó a correr a toda pastilla hacia la entrada norte del puerto. Fazio y Gallo bajaron pistola en mano y corrieron tras él.
—¡Alto! ¡Policía! —gritó Fazio. Y en vista de que el subcomisario seguía huyendo sin darse por enterado, disparó al aire.
Mimì continuó su carrera. Pero en cuanto el agente de la Policía Fiscal que estaba de guardia en la entrada norte lo vio, lo apuntó con el fusil:
—¡Alto o disparo!
Augello se asustó. Igual ése le disparaba de verdad, ignorante de que aquello era puro teatro. Se detuvo en seco y levantó las manos.
—
Dottore
, ¿no podría haber corrido menos rápido? —le preguntó Fazio sin resuello mientras lo esposaba.
Augello hizo el camino de vuelta hasta el coche patrulla entre Fazio y Gallo. La tripulación del
As de corazones
, atraída por el disparo y las voces, estaba en cubierta mirándolo todo. Los espectadores del
Vanna
, en cambio, sólo eran dos: Livia Giovannini y Sperli. Pero eran suficientes.
—¡Virgen santísima! —le dijo jadeando Mimì a Montalbano, que no había bajado del coche—. ¡Ese de la Policía Fiscal me ha pegado un susto de muerte!
En las dependencias policiales ya estaba Roberta Rollo. El comisario la presentó a Augello y Fazio y les explicó quién era. Luego Mimì se dirigió a Montalbano:
—¿Tú has estado hoy a bordo del
Vanna
?
—Sí. Quería hacer algo que los pusiera nerviosos para que, cuando llegaras tú a las cinco, te…
—¡Pues lo has conseguido con creces! ¡Los has puesto más que nerviosos! Livia… —se le escapó. Se sonrojó y miró a Roberta, que le sonrió con amabilidad.
—No se preocupe.
—La señora Giovannini le ha dicho a Sperli que estaba segura de que tú lo habías descubierto todo y que no había que darte tiempo de actuar. ¿Qué les has dicho?
—Como por casualidad, he dejado que Sperli viera unos papeles que llevaba en el bolsillo sobre el Proceso de Kimberley, del que tú me habías hablado. Y seguramente les habrá parecido que sabía más de lo que en realidad… Pero cuéntame qué ha pasado.
—Pues nada más llegar, la señora Giovannini, alteradísima, me ha comunicado que habían cambiado de parecer.
—¿Ya no te contrataban?
—No es eso; cambiaba el tipo de trabajo, aunque sólo momentáneamente.
—¿Y en qué consistía el cambio?
—Tenía que llevar una maleta a París siguiendo un recorrido determinado que me indicarían esta noche, poco antes de partir. Pretenden zarpar al amanecer. Una vez entregada la maleta, yo tendría que tomar un avión para Sierra Leona.
—¿Y tú qué has dicho?
—Que muy bien.
—¿Qué excusa has puesto para bajar?
—Que necesitaba ir a la comisaría a retirar el pasaporte porque la oficina cerraba a las seis.
—¿Han especificado si se trata de una maleta grande o un maletín? —preguntó Roberta.
—Una maleta bastante grande y pesada, cuyo contenido debería trasladar después a dos maletas más pequeñas.
Roberta Rollo emitió un silbido.
—Es evidente que han metido en una maleta los diamantes que había en las dos embarcaciones. Y pretenden utilizar al
dottor
Augello en sustitución de Lannec, está claro. Pero han decidido poner en sus manos un material de un valor inmenso, una maleta llena de diamantes en bruto, sin ninguna garantía. Me parece muy extraño.
—Un momento —repuso Mimì—. La señora Giovannini me ha dicho que tendría que salir para París mañana a última hora de la mañana. Vendría a recogerme un coche, con otra persona además del conductor.
—O sea, que haríais todo el viaje en coche.
—Sí.
—En conclusión —dijo Roberta—, tenemos la certeza de que los diamantes todavía están a bordo. Es preciso actuar de inmediato. —Miró el reloj: las siete menos cuarto—. Ahora os digo cómo debemos proceder.
A las ocho en punto, todavía con suficiente luz, un vehículo de Capitanía se detendría al pie de la pasarela del
As de corazones
y un oficial, con un pretexto cualquiera, subiría a bordo para ver cuántos hombres de la tripulación había en el barco y comunicárselo con el móvil a Roberta Rollo.
Esta, desde su coche aparcado en el muelle, suficientemente lejos para no ser vista pero suficientemente cerca para ver, dirigiría la operación. La información del oficial era muy importante, porque los del
As de corazones
ya habían matado como mínimo a dos personas y eran tipos capaces de todo. No era necesario hacer lo mismo con el
Vanna
, ya que los implicados en el tráfico de diamantes eran sólo tres: la señora Giovannini, el capitán Sperli y el viejo Álvarez.
Roberta Rollo comunicaría a su vez el número de embarcados a Montalbano, que estaría en el primero de los dos coches de la comisaría, conducido por Gallo. Tanto en el primero como en el segundo, con Fazio al mando, irían cuatro policías.
Los dos coches debían acceder al puerto por la entrada norte, a toda velocidad pero sin sirenas: el primero se detendría a la altura del
As de corazones
, y el segundo, a la del
Vanna.
Los hombres debían bajar empuñando las armas, encaramarse como piratas y apoderarse de las dos embarcaciones.
Cuanto más por sorpresa actuaran, tanto mejor.
Sin embargo, la parte más difícil les tocaba a los del primer coche, pues tendrían que vérselas con los del
As de corazones.
Probablemente encontrarían resistencia.
Una vez inmovilizadas todas las personas a bordo, Roberta llamaría a la Policía Fiscal, preparada ya en la entrada norte, para que fuera a buscar la gran maleta con los diamantes en bruto.
No obstante, ante la duda de cómo acabaría el asunto, Montalbano había dispuesto que, mientras tanto, Mimì Augello recorriera con un par de hombres las tabernas de Vigàta, con órdenes de arrestar a todos los marineros del
Vanna
o el
As de corazones
que encontrara. Todos, incluso los que según Roberta Rollo no estaban en el ajo. Era mejor asegurarse.
Sobre el papel, todo debería funcionar a la perfección. Pero a medida que pasaban los minutos y se acercaba el momento del inicio, Montalbano sentía un nerviosismo cada vez mayor. Y como ignoraba el motivo, no paraba de moverse dentro del coche y de resoplar como si le faltara aire.
Eran cuatro: Gallo a su lado, y detrás Galluzzo y un agente joven y despierto, Martorana. Montalbano llevaba la pistola en el bolsillo, los otros tres iban armados también con metralletas. Gallo tenía el motor encendido y a punto para una salida estilo Fórmula 1.
Montalbano abrió la puerta.
—¿Quiere bajar? —le preguntó Gallo, estupefacto.
—No. Quiero fumar un cigarrillo.
—Entonces es mejor que cierre la puerta y baje la ventanilla. Por si hay que salir…
—Vale, vale —dijo el comisario, renunciando a fumar.
En ese momento sonó su móvil.
—La teniente Belladonna acaba de subir al
As de corazones
—le comunicó Roberta.
¡Laura! ¡Virgen santa, no había pensado que la meterían en esto! Pero ¿por qué precisamente a ella?
—¿Qué ha dicho? —preguntó Gallo.
¿Y si esos delincuentes asesinos reaccionaban mal? ¿Y si le hacían daño? ¿Y si…?
—¿Qué ha dicho? —insistió Gallo.
—Que la… que el… que la… la… ha subido. ¡Joder! Pero ¡qué ocurrencia! ¡Es la rehostia!
El comisario estaba tan cabreado que Gallo se mordió la lengua y no se atrevió a hacer más preguntas.
Pero ¿cómo se les ocurría asignar una misión tan peligrosa a una joven como Laura? ¿Es que se habían vuelto locos?
El móvil sonó de nuevo.
—A bordo hay cinco hombres, dos en los motores y tres en cubierta, pero la teniente…
Montalbano no siguió escuchando.
—¡Adelante!
Gritó tan fuerte que su propio grito lo ensordeció a él y a los otros tres. Mientras Gallo salía disparado, el comisario miró por el retrovisor: el coche de Fazio iba detrás, prácticamente pegado al suyo.
Roberta había calculado que para llegar hasta el
As de corazones
desde la entrada norte se necesitaban menos de cuatro minutos, pero Gallo se había reído diciendo que le bastaría con la mitad de tiempo. Roberta también había decidido que, para no despertar sospechas, el tráfico portuario debía continuar como siempre.
El resultado fue que, en cuanto el coche de Montalbano, desde el callejón donde estaba escondido, llegó a la entrada norte, la encontró obstruida por un camión.
El conductor había bajado y le mostraba un papel al policía de guardia.
Montalbano no se lo pensó dos veces: en un abrir y cerrar de ojos, maldiciendo, abrió la puerta, saltó del coche y echó a correr por la calzada peatonal hacia el
As de corazones.
E inmediatamente, desde lejos, vio una cosa que no habría querido ver. Uno de los marineros acababa de soltar el cabo de amarre del noray y estaba volviendo a subir a bordo. Y ese ruido sordo y continuo que oía, ¿era su sangre o el rugido de los potentes motores del
As de corazones
?
Aceleró todo lo que pudo, pese al intenso dolor que sentía en el costado.
Sin saber cómo, se encontró en lo alto de la pasarela que había sido abandonada en el muelle; la cubierta del barco estaba a la misma altura, pero ya a más de medio metro de distancia. Estaban escapando.
Montalbano cerró los ojos y saltó.
Reparó en que llevaba la pistola en la mano, pero no sabía cuándo la había sacado del bolsillo. Actuaba por instinto.