—Quizá tenga razón. No creo que puedan decirnos mucho. En su opinión, capitán, ¿cómo ha ocurrido?
—¿Cómo quiere que haya ocurrido? El pobre Ahmed, con la curda que debía de llevar, seguramente dio un paso en falso, cayó al agua y quedó encajado cabeza abajo. Se habrá ahogado.
Montalbano no hizo ningún comentario.
—¿Qué hacemos? —preguntó Matticca mirando al comisario.
—Si las cosas han sucedido como dice el capitán, este asunto no es de mi competencia sino de la suya, teniente. Se trata de una desgracia ocurrida dentro del recinto portuario. ¿No está de acuerdo?
—Sí —admitió de mala gana el teniente.
Esta vez le tocaría a él pasar la noche en blanco. En cuanto a la señora Giovannini, ya podía ir olvidándose de marcharse enseguida.
• • •
Mientras acompañaba al comisario a Marinella, Fazio le preguntó:
—¿Cree que ha sido realmente una desgracia?
Montalbano contestó con otra pregunta:
—¿Quieres explicarme por qué el capitán sintió la necesidad de coger una linterna para ver si en el muelle había alguien? El muelle está iluminado, ¿o no?
—Sí. Entonces, ¿por qué la cogió?
—Para poder contarnos la tontería del descubrimiento casual del cadáver. Sin linterna, no habría podido ver el cuerpo de ninguna manera.
—Entonces, ¿usted no cree que haya sido una desgracia?
—Estoy convencido de que no.
Fazio no salía de su asombro.
—¿Y por qué no…?
—Porque es mejor así, hazme caso. Dejémosle creer que nos hemos tragado su historia. Total, el cadáver irá a parar a manos de Pasquano. Y mañana por la mañana pienso hacerle una llamada.
• • •
Cuando se desnudó otra vez eran casi las cinco. Pero ya no tenía ni pizca de sueño.
Preparó la cafetera, se bebió una buena taza y se sentó a la mesa de la cocina con una hoja y bolígrafo en mano.
Se puso a pensar cómo habrían descubierto los asesinos que el pobre magrebí era una especie de quinta columna en medio de ellos. Quizá había cometido alguna imprudencia, como, por ejemplo, provocar que lo arrestaran dos veces seguidas.
Mientras pensaba, su mano trazaba líneas al azar en el papel. Al mirarlo, se dio cuenta de que había intentado hacer un retrato de Laura. Pero, como no sabía dibujar, el retrato parecía hecho por un oscuro imitador de Picasso en un momento de embriaguez total.
• • •
A las seis, pese al café que había tomado, le dio un ataque de sueño al que no pudo más que sucumbir. Se fue a la cama, durmió tres horitas y despertó oyendo ruido de cacerolas en la cocina.
—¿Adelina?
—¿Ya se ha despertado? Ahora le llevo el café.
Mientras se lo bebía, Montalbano le preguntó:
—¿Cómo te encuentras? ¿Se te pasó el dolor de cabeza?
—Sí, señor
dutturi.
¡Bendito fuera el dolor de cabeza de Adelina! De no ser porque la asistenta no había podido prepararle la cena, él no habría ido a la
trattoria
de Enzo, no habría dado el paseo por el muelle y no habría visto a Laura.
• • •
Salió de casa a las diez pasadas. Nada más entrar en el despacho, llamó por teléfono a Pasquano.
—El doctor está trabajando y no quiere…
—Oiga, ¿puede decirle una cosa de mi parte?
—Por supuesto.
—Dígale que la montaña necesita a Mahoma.
El telefonista se quedó atónito.
—Pero… pero…
El comisario colgó. Inmediatamente después se presentó Mimì Augello. Parecía bastante agotado.
—Una noche dura, ¿eh, Mimì? —dijo Montalbano en tono irónico.
—Calla, calla…
—¿Es que las cosas te han ido mal?
—En cierto sentido…
—¿Te dijo que no?
—Pero ¡qué dices!
—¡Pues cuéntame!
—Paciencia, Salvo; antes de hablar necesito un café doble. Se lo he pedido a Catarella.
—Y un buen
zabaglione
para recuperar fuerzas, ¿no? Te noto un poquito mustio.
Augello no contestó. Permaneció sentado en silencio, esperando la llegada de Catarella. No habló hasta que se hubo tomado el café, tal como había anunciado.
—Anoche, creo que te lo mencioné cuando hablamos por teléfono, llevé a cenar a Livia.
Montalbano, que en ese preciso momento tenía a Laura en la cabeza, saltó de la silla.
—¡¿A Livia?!
—Salvo, ¿ya no te acuerdas de que la señora Giovannini se llama así? No era tu Livia, tranquilo. Bien, pues la llevé a un restaurante de Montelusa. Se puso las botas comiendo y se bebió una botella y media de vino. ¿Está previsto el reembolso de los gastos?
—¿No lo has recibido ya en especies? Continúa.
—A la vuelta fue ella quien tomó la iniciativa.
—¿Cómo?
—Oye, preferiría ahorrarme los detalles.
—Cuéntame sólo el principio. ¿Qué te dijo?
—¿Decirme? ¡No abrió la boca!
—Entonces, ¿qué hizo?
—Menos de cinco minutos después de subir al coche, me puso la mano donde puedes imaginar.
¡Ante todo romántica, la señora Giovannini!
—Y luego me preguntó adonde tenía intención de llevarla. Yo le contesté que si quería podíamos ir a mi casa, pero ella dijo que se sentiría más cómoda en su camarote.
—¿Qué hora era?
—No miré el reloj, pero alrededor de las doce pasadas. Subimos a bordo, y nada más meternos bajo cubierta nos encontramos con el capitán.
—Pero ¡si dicen que Sperli es el amante de Livia Giovannini! ¿Se cabreó? ¿Se mosqueó? ¿Dijo algo?
—En absoluto. Nos deseó buenas noches cortésmente y subió a cubierta.
—A lo mejor son amantes en el sentido de que, cuando ella no tiene a nadie, recurre a él.
—Puede ser. El caso es que no hizo ninguna escena. En cuanto entramos en el camarote, Livia se desnudó y…
—¿Me haces un favor, Mimì?
—Claro.
—No la llames Livia.
—¿Por qué?
—Me da impresión.
—Está bien. Resumiendo, se lanzó al ataque enseguida. Y ya no paró. Créeme: no es una mujer, es una picadora de carne eléctrica permanentemente enchufada. A lo mejor por eso el capitán, al verme con ella, me sonrió. ¡Iba a ahorrarle un pesado trabajo! Por suerte, hacia las dos y media oímos que había sucedido algo grave.
—¿Cómo que por suerte?
—Porque se desenchufó, aunque por poco tiempo.
—En pocas palabras,
mors tua vita mea.
—Salvo, lo siento, pero la situación era exactamente ésa.
—Oísteis un grito.
—¿Qué grito? No hubo ningún grito.
—¿Qué oísteis?
—Al capitán, que hablaba por teléfono en voz alta y decía que había ocurrido una desgracia.
—¿Y qué pasó luego?
—Entonces Liv… la señora Giovannini se levantó, se puso una bata y salió del camarote. Al regresar, me dijo que no era nada importante, que un tripulante borracho se había caído al agua, pero que lo habían sacado.
—¿Sabes que ese hombre está muerto?
—Sí, me enteré después, pero ella me contó otra cosa.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? ¡Porque quería seguir picando en el mortero! Temía que si yo me enteraba de que ése no sólo estaba muerto sino que seguía encajado ahí, a unos metros de nosotros, se me pasaran las ganas.
—¿Cuándo pudiste bajar del velero?
—Esta mañana a las seis y media, después de que se llevaran el cadáver. Fui a casa, eché un sueñecito y aquí estoy. Pero ahora me voy otra vez a dormir, porque Liv… la señora Giovannini ha reclamado el segundo asalto para esta noche.
—¿Conseguiste hablar con ella durante alguna breve pausa?
—Sí. Como se interesó por lo que ganaba, me inventé una cifra un poco más alta que la que nos paga el Estado.
—¿Hizo algún comentario?
—No. Quiso saber si estaba casado y si tenía hijos. Le dije que no. ¡Menos mal que no fuimos a mi casa! Habría visto los juguetes de Salvuzzo.
—A mí me parecen preguntas normales.
—Sí, pero llegué a la conclusión de que apuntaba a algo concreto, así que le dije que estaba descontento con mi trabajo, que me encantaría cambiar y que le estaría muy agradecido a quien me ofreciera otro… O sea, le manifesté mi disponibilidad. Creo que le está dando vueltas a algo.
—Oye, ¿y cómo te las arreglaste?
—Modestamente, me parece que estuve a la altura.
—No, no me refiero a la excelencia de tus prestaciones, sobre las cuales no albergo ninguna duda, sino a que no pudiste dar el repaso sobre los carburantes con la teniente Belladonna.
—¡Ah!, ¿te enteraste? Pero el repaso lo dimos igualmente. Una cosa rápida; había poco tiempo.
Si le hubiera caído una viga en la cabeza, lo habría dejado menos aturdido.
—¿Cu… cuándo? ¿Do… dónde?
—¡La pobre! Después de pasar toda la noche en pie, me telefoneó a las seis de la mañana.
—¿Y fu… fue a tu ca… casa?
—Salvo, ¿qué te pasa? ¿Te has vuelto tartamudo? No; me citó en Capitanía.
Din don dan, din don dan.
—¡Querido Mimì! ¡Queridísimo amigo! —exclamó, levantándose de golpe y yendo a abrazarlo—. Ahora vete a dormir y recupera fuerzas para esta noche.
Fazio, que entraba en ese momento, se quedó de piedra. ¿Qué le pasaba al comisario, que ahora abrazaba a todo el mundo?
—¿Qué quieres? —le preguntó Montalbano después de que Augello hubiera salido.
—He venido a recordarle lo de esa llamada al doctor Pasquano.
—Ya la he hecho. ¿Qué crees, que estoy tan viejo que no me acuerdo de las cosas?
—Pero ¿qué dice,
dottore
? Yo no…
—Mira de lo que soy capaz todavía. —Y saltó con los pies juntos encima de la mesa—. ¡Hop!
Fazio lo miró boquiabierto. No cabía duda de que el comisario necesitaba una visita al loquero cuanto antes.
• • •
—¡Ah,
dottori
! Es el doctor Pisquano, que…
—Déjame hablar con él.
—Montalbano, aquí no funcionan los teléfonos, no hay línea.
—Disculpe, pero ¿desde dónde me llama?
—Estoy llamándolo con una mierda de móvil. Pero no me gusta hablar mucho rato con estos aparatos. ¿Qué quiere de Mahoma?
—Le han llevado a un marinero que cayó…
—He trabajado con él esta mañana temprano.
—¿Puede darme detalles?
—Con el móvil, no. Si viene dentro de media hora, lo espero.
A mitad de camino entre Vigàta y Montelusa había dos grandes camiones parados, uno en un sentido y otro en el contrario, de modo que los dos carriles, ya bastante estrechos, estaban obstruidos. Los únicos vehículos que podían colarse y pasar eran los ciclomotores.
Los camioneros, que debían de ser viejos amigos que no se veían desde hacía tiempo, habían bajado de sus respectivas cabinas; charlaban tranquilamente y reían dándose palmadas en la espalda. Les traía totalmente al fresco haber interrumpido el tráfico. Detrás del comisario, que se encontraba justo al abrigo del camión que iba hacia Montelusa, se iba formando una gran cola de automóviles que armaban un estruendo tremendo con las bocinas.
En otro momento Montalbano también habría armado la de Dios es Cristo a base de bocinazos y maldiciones, habría bajado del coche decidido a pelearse con quien hiciera falta. En cambio, aquel día se quedó esperando, con una sonrisa un tanto bobalicona estampada en la cara, a que los camioneros se pusieran de nuevo en marcha cuando hubieran terminado con sus cosas.
Din don dan.
¿Y cómo es que el doctor Pasquano también estaba de buen humor? Lo había saludado e invitado a ir a su despacho sin decirle ni una sola palabrota, ni un solo insulto, como acostumbraba. Seguro que la noche anterior había ganado al póquer en el Círculo.
Pero ¿estaba realmente el doctor de buen humor, o se lo parecía a él porque todo lo que veía estaba como rodeado de una aureola de color rosa caramelo?
—Así que quiere saber algo sobre el marinero, ¿no? ¿Y por qué?
—¿Cómo que por qué? Es mi trabajo.
—¿La vejez no lo vuelve menos diligente?
Montalbano pasó por alto esa primera provocación; debía armarse de paciencia y fingir que no la había entendido, porque seguirían otras, y tal vez peores.
—¿Le importa decirme qué piensa del asunto?
—Aparentemente, una desgracia.
—¡Vamos, doctor! ¡No juegue conmigo al gato y el ratón! Usted no puede decirme «aparentemente», sino que debe darme certezas.
—¿Y por qué?
—Porque creo que lo que usted hace no se basa en hipótesis, indicios, suposiciones, en resumen, cosas vagas…
—¿Eso piensa de nosotros? Pero ¿acaso no sabe que en el mundo no hay nada más vago que el hombre? ¿Cree que hay muchos pequeños Papas que poseen el don de la infalibilidad?
—Doctor, no he venido a discutir con usted los límites de la medicina. Si no puede darme certezas, deme medias certezas.
Pasquano pareció convencido.
—Empiezo por una pregunta. ¿Usted nota olor a chamusquina en este asunto?
—Sinceramente, sí.
—¿Usted sabe que, cuando alguien muere ahogado, normalmente se encuentra mucha agua en sus pulmones?
—Lo sé. Y en los del muerto no había.
—¿Quién le ha dicho eso? Había agua.
—Entonces murió ahogado.
—Pero ¿por qué tiene ese vicio de sacar conclusiones tan precipitadamente? ¿La vejez todavía no lo ha vuelto más cauto y prudente?
A fuerza de oír hablar de su vejez, el comisario empezó a ponerse nervioso.
—Doctor, ¿tenía o no tenía agua?
—No se cabree; si no, cierro la boca y no digo nada más. Tenía, pero no la suficiente para morir ahogado.
—Entonces, ¿cómo murió?
—Como consecuencia de un fuerte golpe en la nuca que lo mató en el acto. Una barra de hierro. Compatible.
—¿Compatible con qué?
—Con una especie de gancho que vi sobresaliendo del embarcadero aproximadamente medio metro por encima del agua. ¿No se fijó?
—Doctor, cuando yo estuve allí, el gancho estaba tapado por el cuerpo.
—Entonces me explicaré mejor. El pobrecillo, borracho como estaba, porque había bebido bastante, dio un paso en falso, cayó en el estrecho espacio entre el embarcadero y el costado del velero, se golpeó la cabeza con el gancho y la palmó.
—Doctor, no entiendo nada.
—Normal, dada la…
—¿Lo mató el gancho o el golpe con la barra de hierro?
—El hecho de que no lo entienda se debe evidentemente a su edad, y no a una falta de claridad en mi exposición. Estoy diciendo que han sido muy astutos. Querían hacernos creer que fue el golpe con el gancho lo que lo mató. Pero el gancho está cubierto de musgo, totalmente verde, y alrededor de la herida no había ni rastro de musgo.