La edad de la duda (14 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: La edad de la duda
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—¿Y no sería mejor que utilizaran un avión?


Dottore
, ¿qué quiere que le diga? Pregúnteselo a ellos.

—El otro día vi a bordo a una especie de hércules que saludaba a la propietaria del
Vanna
y al capitán.

—Es el director general de la sociedad. Se llama Matteo Zigami y mide un metro noventa y uno.

—¿Cuántas personas van en el barco?

—Cinco. Zigami, su secretario, que se llama François Petit, y tres tripulantes. Y la sociedad se llama SMIE.

—¿Qué significa?

—Sociedad Mediterránea de Importación y Exportación. Según el teniente Matticca…

—¿No hablaste con la teniente Belladonna?

—No, señor.

—¿No estaba?

—No, señor. El suboficial que está en la entrada de Capitanía me dijo que la teniente Belladonna había pasado la noche ocupada…

Pero ¿cómo? ¡Era increíble! ¿Hasta en Capitanía sabían que ella y Mimì…? ¡Madre mía, qué vergüenza!

—… porque desembarcaron unos cien inmigrantes y ella tuvo que quedarse de servicio hasta la mañana.

¡Entonces Laura no había pasado la noche en casa de Mimì! ¡No había podido ni poner los pies allí!

Alguien lanzó al vuelo un par de campanas, que resonaron sin cesar dentro de su cabeza. Pero no eran sólo campanas: había también un millar de violines. Veía a Fazio abrir y cerrar la boca, pero no lograba oír las palabras que articulaba. Demasiado ruido.

—¡Fazio, lo has hecho de maravilla! —exclamó, levantándose de pronto.

Y Fazio se dejó abrazar, absolutamente atónito, preguntándose si el comisario había perdido de repente el juicio. Cuando Montalbano lo soltó por fin, Fazio se aventuró a preguntar con un hilo de voz:

—¿Cómo procedemos?

—¡Luego hablamos, luego hablamos!

Mientras salía, Fazio lo oyó canturrear. Y, casi cantando, Montalbano le contó a Geremicca lo del cambio de cara.

• • •

De golpe y porrazo le entró un hambre voraz.

Miró el reloj; se habían hecho las ocho y media. Los violines habían dejado de sonar; las campanas continuaban, pero a un volumen más bajo.

Se levantó, salió del despacho y pasó por delante de Catarella con los ojos cerrados, como un sonámbulo. Catarella se alarmó.

—¿Se encuentra bien,
dottori
?

—Muy bien, muy bien.

Se preocupaban por su salud, cuando en ese preciso momento se sentía de nuevo un chaval. Un joven de veinte años. No, mejor no exagerar, Montalbà; dejémoslo en un hombre de cuarenta.

Subió al coche y se dirigió a Marinella. Nada más entrar, fue a abrir el frigorífico. Nada, vacío, con excepción de un plato de aceitunas y un tarrito de anchoas. Se apresuró a mirar en el horno. Nada. Fue entonces cuando vio una nota encima de la mesa de la cocina.

Comu no me encuentru muy bien porque me duele la caveza no puedu cocinar y me vuelvu a casa disculpe adelina.

No, no podría pasar aquella noche especial con el estómago vacío. No conseguiría pegar ojo. La única solución era meterse otra vez en el coche e ir a cenar a la
trattoria
de Enzo.

• • •

—¿Esta noche lo ha traicionado Adelina? —le preguntó Enzo al verlo entrar.

—No se encontraba bien y no ha podido preparar nada. ¿Qué me ofreces tú?

—Lo que usía quiera.

Empezó con unos entrantes marineros variados, y el pescadito frito estaba tan crujiente que pidió otro plato sólo de eso. Siguió con un generoso plato de espaguetis con sepia en su tinta, y terminó con una ración doble de salmonetes y herreras.

Al salir, vio clarísimo que necesitaba un paseo nocturno hasta el faro. No hizo el recorrido largo para ver los dos barcos. El muelle estaba desierto. Había dos grandes buques atracados, completamente a oscuras. Caminó a paso lento, sin prisa.

Era una noche en paz consigo misma. El mar respiraba despacio.

Al llegar a la roca plana, se sentó y encendió un cigarrillo. Y concluyó con amargura que, si bien como policía era bastante bueno, como hombre era una calamidad.

Porque mientras se dirigía hacia el faro, no había hecho otra cosa que pensar en Laura y en su propia reacción ante la noticia de que ella no había podido ir a casa de Mimì.

Un pensamiento lo había asaltado a traición para acabar de golpe con su alegría: «Pero tú, Montalbà, ¿en qué consideración tienes a esa joven? ¡Estabas convencido de que ella, la misma persona que el día antes no había querido quedarse a solas contigo, asustada por el sentimiento que estaba empezando a experimentar, caería al día siguiente indefectiblemente en los brazos de Mimì! ¡Y esa idea te desesperaba!

»Pero ¿cómo estabas tan seguro? Desde luego, el comportamiento sincero y leal de Laura contigo no te autorizaba a estarlo.

»¿Entonces? Entonces, ¿no nacería quizá esa convicción de un prejuicio tuyo no sólo respecto a Laura, sino respecto a la naturaleza de todas las mujeres? En otras palabras: que en el fondo basta un ligero empujoncito para convencerlas de que digan que sí. ¿No es eso lo que piensas de ellas en tu fuero interno? ¿Y no es una solemne gilipollez propia de alguien que no conoce en absoluto a las mujeres? ¿Quieres hacer la prueba? Cuéntale a Laura que habías pensado que acabaría en la cama con Mimì y verás cómo reacciona. Como mínimo, dándote una torta y exigiéndote disculpas.»

—Laura, te pido perdón —dijo en voz alta.

Y adquirió consigo mismo el firme compromiso de llamarla por teléfono a la mañana siguiente.

• • •

Después de fumar otro cigarrillo, se levantó y emprendió el camino de regreso. Había llegado a la mitad del muelle cuando oyó el ruido de una patrullera que estaba entrando en el puerto. Se volvió para mirar.

La embarcación de la Guardia Costera apuntaba con un foco una barcaza a la que remolcaba. A bordo de la barcaza se entreveía una masa oscura. Era una treintena de inmigrantes, pegados unos a otros, muertos de frío y hambre.

Vio también que en el muelle de poniente, donde solían desembarcar a los inmigrantes ilegales, habían encendido dos potentes focos. Allí debían de estar los colegas de la policía con autobuses, ambulancias y coches, además de un montón de curiosos.

Para su desgracia, una vez se había encontrado justo en medio del desembarco de un grupo de esos desdichados, y desde entonces había decidido no presenciar jamás otro. Por suerte, ese asunto era ajeno a la competencia de su comisaría; de él se ocupaba directamente la Jefatura Superior de Montelusa.

Ante una escena semejante, conseguía soportar la visión de esos ojos, desorbitados por el miedo vivido y por la incertidumbre de su futuro, conseguía soportar la visión de los cuerpos macilentos que no se tenían en pie, las manos temblorosas, las lágrimas mudas, las caras de los niños que se convertían en caras de viejos en un momento… Lo que no conseguía soportar era el olor. Aunque quizá no había olor; quizá era cosa de su imaginación. En cualquier caso, fuera o no fantasía, él lo percibía; lo dejaba paralizado, le traspasaba el corazón.

No era un olor nacido de la falta de limpieza, no; era algo completamente distinto. De su piel emanaba el olor fuerte y antiguo, pero presente, de la desesperación, la resignación, las desgracias padecidas, los abusos sufridos, las agresiones consentidas agachando la cabeza.

Eran, efectivamente, los dolores del mundo ofendido, como había leído en un libro de Elio Vittorini, los que desprendían ese olor hiriente.

Sin embargo, en esta ocasión, sus pasos, desobedeciendo al cerebro, se dirigieron hacia el muelle de poniente.

• • •

Llegó cuando la patrullera acababa de atracar y se quedó a cierta distancia, sentado en un noray.

Parecía una película muda a medias. Las personas asignadas a esa tarea ya sabían lo que tenían que hacer; no había necesidad de dar ni recibir órdenes. Sólo se oían ruidos: portezuelas que se cerraban, pasos, sirenas de ambulancias, motores que se ponían en marcha.

Y los habituales cámaras de televisión, que filmaban inútilmente la escena. Habrían podido emitir de nuevo el material filmado un mes antes; total, todo era exactamente igual y nadie se daría cuenta.

Montalbano esperó hasta que los focos se apagaron y la oscuridad pareció volverse más densa. Entonces se levantó, dio la espalda a las tres o cuatro sombras que seguían hablando entre sí y se dirigió hacia su coche.

De pronto oyó unos pasos que corrían detrás de él.

Se detuvo y se volvió.

Era Laura.

Sin saber cómo, se encontraron estrechamente abrazados. Ella hundió la cabeza en su pecho. Y Montalbano la notó temblar ligeramente de arriba abajo. No acertaron a hablar.

Luego Laura se desasió de su abrazo, le volvió la espalda y echó a correr hasta perderse en la oscuridad.

Capítulo 12

Lo primero que hizo al volver a Marinella fue desenchufar la clavija del teléfono. Si Livia, Dios no lo quisiera, lo llamaba, sería incapaz de cruzar una palabra con ella; cada sílaba suya sería una puñalada de punzante remordimiento, así como de vergüenza por verse obligado a mentir.

—¿Qué has hecho hoy?

—Lo de siempre, Livia.

—Sí, pero cuéntamelo.

Y a partir de ese momento ponte a soltar una mentira tras otra, mentiras cada vez más gordas. Y luego las reticencias, las medias palabras… No, a su edad ya no podía prestarse a ese juego.

Necesitaba reflexionar con calma, con toda la lucidez posible, sobre el milagro que le había sucedido, y después tomar una decisión clara y definitiva. Y si decidía rendirse a ese milagro, a esa gracia que lo llenaba de alegría y espanto a un tiempo, su deber era comunicárselo de inmediato, cara a cara, a Livia.

Pero por el momento no estaba en condiciones de razonar. La excitación le causaba una gran confusión mental. Si al principio habían sonado campanas y violines, después de lo ocurrido en el muelle la música había cesado; ahora sólo oía correr su sangre, veloz y límpida como el agua de un arroyo alpino, palpitar deprisa su corazón. Necesitaba descargar toda esa energía que se acumulaba de minuto en minuto hasta resultar casi insoportable.

Se desnudó, se puso el bañador, bajó a la playa, fue hasta la orilla, donde la arena era compacta, y empezó a correr.

• • •

Volvió a casa cuando su reloj marcaba las doce y media pasadas. Había corrido dos horas seguidas, sin parar ni un minuto, y le dolían las piernas.

Se metió en la ducha, estuvo un buen rato bajo el chorro y después se fue a la cama, extenuado por la carrera y por la felicidad. La cual, cuando es verdaderamente grande, puede paralizarte exactamente igual que un gran dolor.

Despertó con la impresión de que la persiana del dormitorio era sacudida por el viento. ¡Qué raro! ¿De dónde había salido semejante vendaval tan de repente?

Abrió los ojos, encendió la luz y vio que la persiana no se movía. ¿Qué era, entonces, lo que golpeteaba? Al cabo de un instante oyó el timbre. Llamaban a la puerta. Miró el reloj: las tres y diez. Se levantó y fue a abrir.

Era Fazio el que estaba armando aquel escándalo.


Dottore
, le pido disculpas. He llamado, pero no me contestaba nadie; debe de tener el teléfono desconectado.

—¿Qué ha pasado?

—Han encontrado muerto a Chaikri.

En cierto sentido, se esperaba algo así.

—Un momento, que me visto.

Lo hizo en un abrir y cerrar de ojos; cinco minutos después estaba sentado al lado de Fazio, que conducía el coche de servicio.

—Dime cómo ha muerto.


Dottore
, no sé nada. A mí me llamó Catarella. Por cómo lo llamaba, Craqui, tardé en comprender que hablaba del magrebí. Y sin perder tiempo, después de estar llamándolo en vano, he venido a buscarlo.

—Pero ¿sabes al menos adónde tenemos que ir?

—Claro. Al muelle, a donde está atracado el
Vanna.

• • •

En el muelle, justo delante de la pasarela del velero, estaban el teniente Matticca, un marinero de Capitanía y el capitán Sperli. Se dieron la mano.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Montalbano a Matticca.

—Quizá sea mejor que hable el capitán —contestó.

—Estaba en mi camarote —dijo Sperli— e iba a acostarme cuando me pareció oír un grito.

—¿Qué hora era?

—Las dos y cuarto. Miré el reloj instintivamente.

—¿De dónde provenía?

—Ahí está la cosa. A mí me pareció que venía del alojamiento de la tripulación, que se encuentra precisamente, como ve, en este costado, el más cercano a tierra.

—¿Fue sólo un grito? ¿No oyó ningún otro ruido?

—Sólo eso. Un grito cortado a la mitad, como interrumpido bruscamente.

—¿Qué hizo usted?

—Salí del camarote y fui al de la tripulación. Álvarez, Ricca y Digiulio dormían profundamente. La litera de Chaikri, en cambio, estaba vacía.

—¿Qué más?

—Entonces pensé que quizá el grito venía del exterior. Subí a cubierta con una linterna encendida, pero el muelle, por lo que se podía ver a la luz de las farolas, estaba desierto. Me apoyé en esa barandilla, la que está justo encima de la pasarela, y al moverme la linterna se inclinó hacia abajo. Y así, de forma casual, lo descubrí.

—Enséñemelo.

—Puede verlo desde aquí, sin necesidad de subir a bordo.

Se acercó al borde del muelle e iluminó la estrecha zona de unos cincuenta centímetros que había entre el cemento y el costado del velero. Montalbano y Fazio se inclinaron para mirar.

Había un cuerpo encajado cabeza abajo, sumergido hasta las caderas; sólo la pelvis y las piernas absurdamente abiertas quedaban fuera del agua.

A Montalbano se le ocurrió una pregunta y se la hizo al capitán:

—Pero, dada la posición del cuerpo, ¿cómo supo que se trataba de Chaikri?

Sperli no mostró la menor vacilación.

—Por el color de los pantalones. Los llevaba a menudo.

Eran unos pantalones de un amarillo tan intenso que parecían fosforescentes.

—¿Ha avisado a la señora Giovannini?

Esta vez el capitán no consiguió disimular un instante de titubeo, aunque sólo un instante.

—N… no.

—¿No se encuentra a bordo?

—Sí, pero… está durmiendo. No quisiera molestarla. Total, ¿de qué serviría?

—¿Y se lo ha dicho a la tripulación?

—Verá, a ésos la mona les dura un buen rato. Y anoche debieron de beber bastante. Lo único que harían es armar jaleo.

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