La edad de la duda (9 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: La edad de la duda
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No, no era momento de hacerse preguntas. Fuera las dudas, oídos sordos a la conciencia y la razón. Cerró los ojos como si se dispusiera a saltar al vacío y echó a andar.

Laura ya no estaba en la galería.

En ese momento oyó, muy cerca, un coche que se alejaba.

Laura se había ido por el mismo camino que había llegado.

Montalbano se dejó caer en el banco. El nudo que tenía en la garganta casi le impedía respirar.

• • •

Consiguió adormecerse hacia las cuatro de la madrugada; desde que se había metido en la cama, todo había sido dar vueltas y más vueltas, un continuo levantarse y volver a acostarse. Dicen que la cama es una gran cosa, porque en ella o duermes o reposas. Pero a él aquella noche no le había proporcionado sueño ni reposo; sólo había sido causa de malestar, le había llenado el corazón a ratos de melancolía y a ratos de autocompasión. «Ocasión perdida no vuelve más en la vida», reza el refrán. Y estaba convencido de que era cierto. Recordó un poema de Saba. En general, la poesía lo ayudaba a pasar los momentos sombríos. Esta vez, en cambio, hurgó en su herida. El poeta se comparaba con un perro que persigue la sombra de una mariposa; como el perro, tendrá que conformarse con la sombra de una muchacha de la que está enamorado. Porque sabía, desconsolada tristeza, que era prudencia humana. Pero ¿era correcto, era honrado ser prudente ante la riqueza del amor?

Una hora después de haber conseguido cerrar los ojos ya los tenía otra vez abiertos. Al despertar, se convenció por un momento de que había soñado la escena entre Laura y él delante del horno, pero el dolor de los dedos quemados le confirmó que había ocurrido realmente.

Laura había sido más prudente que él.

¿Más prudente o más temerosa?

En cualquier caso, la escapada, la huida ante la realidad, no borraba la realidad; la dejaba intacta. De hecho, la volvía más consistente que antes, porque ahora eran plenamente conscientes de ella.

¿Y cómo se las arreglarían, cuando estuvieran delante de los demás, para ocultar lo que sentían? ¿Debía evitar verla por todos los medios? Era una posibilidad, aunque exigía abandonar la investigación. Pero ese precio era demasiado alto; no se sentía capaz de pagarlo.

• • •

Alrededor de las nueve de la mañana, Montalbano estaba en su despacho hacía media hora. El teléfono sonó.

Estaba de mal humor y no tenía ganas de hacer nada. Miraba las manchas de humedad del techo tratando de reconocer alguna cara o algún animal, pero aquella mañana la imaginación lo había abandonado y las manchas seguían siendo manchas.

—¡Ah,
dottori
! Hay un hombre que dice que se llama Fiorentino.

¿Sería posible que Catarella dijera por fin un apellido correctamente?

—¿Te ha dicho qué quiere?

—Sí, señor. Quiere hablar con usía personalmente en persona.

—Pásamelo.

—No se lo puedo pasar porque se
incuentra

—¿Aquí?

—Sí,
siñor.

—Dile que entre.

Transcurrieron cinco minutos y no apareció nadie. Llamó a Catarella.

—¿Y ese tal Fiorentino? ¿Dónde se ha metido?

—Le he hecho entrar.

—¡Pues aquí no ha llegado!

—No ha podido llegar,
dottori
, porque, como usía mi ha ordenado, lo he hecho entrar en la sala de espera.

—¡Dile que entre en mi despacho!

—Ahora mismo,
dottori.

Se presentó un cincuentón bajito, bien vestido, con gafas.

—Siéntese, señor Fiorentino.

El hombre pareció un tanto sorprendido.

—Me llamo Toscano.

Catarella se perfeccionaba cada vez más en el arte de deformar los apellidos.

—Disculpe. Siéntese y dígame qué desea.

—Soy el propietario del hotel Bellavista.

Montalbano lo conocía; era un hotel de reciente construcción que estaba nada más salir del pueblo, en la carretera de Montereale.

—Hace unos días llegó un cliente, dijo que estaría un día y una noche, subió a la habitación, bajó, mandó llamar un taxi, se fue y desde entonces no hemos vuelto a verlo.

—¿Lo recibió usted?

—No; yo paso por el hotel una vez al día. Mi actividad principal es la venta de muebles. Anoche, cuando me iba a dormir, me llamó el recepcionista del turno de noche para decirme que acababa de oír en Retelibera una noticia sobre un desconocido al que han encontrado muerto. Según él, la descripción coincide con la de nuestro cliente. He venido para decírselo.

—Gracias, señor Toscano. Entonces, en el registro de su hotel estarán todos los datos de ese hombre.

—Desde luego.

—¿Me acompaña?

—A su disposición. He organizado las cosas para que el recepcionista de noche continúe de servicio.

• • •

El documento que el cliente le había dejado al recepcionista y que no había podido recoger no era de gran ayuda. Se trataba de un pasaporte de la Unión Europea expedido por la República Francesa y renovado hacía dos años, el cual informaba de que su tenedor se llamaba Émile Lannec y había nacido en Ruán el 3 de septiembre de 1965. La diminuta fotografía mostraba el rostro anónimo de un hombre de unos cuarenta años, rubio y de espaldas anchas. A Montalbano le pareció que había oído antes aquel nombre. Pero ¿cuándo? ¿En qué ocasión? Hizo un esfuerzo por recordar, en vano.

El pasaporte presentaba la peculiaridad de tener todas las páginas repletas de timbres y visados de entrada y salida de países orientales y africanos. ¡Pues no había viajado nada en dos años! ¡Ese hombre daba más vueltas que un trompo!

Émile Lannec. No conseguía quitárselo de la cabeza. Y de repente asoció aquel nombre con el mar. Lannec tenía algo que ver con el mar. No le extrañaría que lo hubiera conocido aquella vez que Livia se empeñó en ir a Saint-Tropez y a él le entraban ganas de pegarse un tiro a cada momento de la rabia que le daba encontrarse metido en un lugar tan vulgar.

—Esto me lo llevo —dijo, guardándose el pasaporte en el bolsillo.

En cambio, resultó de grandísima ayuda Gaetano Scimè, el cuarentón y experto recepcionista de noche.

—¿Fue usted quien registró al cliente?

—Sí, señor.

—¿Qué horario hace?

—De las diez de la noche a las siete de la mañana.

—¿A qué hora llegó este señor?

—Sobre las nueve y media de la mañana.

—¿Cómo es que todavía estaba usted de servicio?

Scimè abrió los brazos.

—Por casualidad. Mi compañero, el que hace el turno de día, es amigo mío. Tenía que acompañar a su mujer al hospital y me pidió que lo sustituyera hasta mediodía. De vez en cuando nos hacemos favores de ese tipo.

—¿Qué aspecto tenía el cliente?

—Exactamente como lo han descrito en la televisión. Tuve oportunidad de observarlo detenidamente cuando bajó para…

—Procedamos con orden, por favor. Cuando lo vio la primera vez, ¿qué le pareció?

El recepcionista lo miró con expresión de desconcierto.

—Perdone, pero ¿en qué sentido?

—¿Estaba nervioso, preocupado…?

—A mí me pareció de lo más normal.

—¿Cómo llegó?

—Creo que en taxi.

—¿Qué significa «creo»?

—Que desde aquí no veo la explanada y por lo tanto no pude ver el taxi. Pero, cuando entró, el cliente todavía llevaba la cartera en las manos, como si acabara de pagar la carrera. Y oí que se alejaba un coche.

—En su opinión, ¿de dónde venía?

—De Punta Raisi, del aeropuerto —respondió sin dudar. Y previendo la siguiente pregunta del comisario, añadió—: A las siete aterriza el avión de Roma. De hecho, una media hora después que él llegaron tres clientes de Roma. Por lo visto, el francés había salido del aeropuerto antes que los otros.

—¿Y cómo explica eso?

—Verá, sólo llevaba una bolsa para un viaje de un día, equipaje de mano, mientras que los clientes que llegaron después llevaban maletas y por eso perdieron más tiempo esperando para recogerlas.

—Continúe.

—El francés estuvo aproximadamente una hora en la habitación y luego bajó.

—¿Hizo llamadas?

—A través de la centralita, no.

—¿Desde las habitaciones se puede llamar directamente, sin pasar por la centralita?

—Sí. Pero en ese caso las llamadas se cargan en la cuenta, y no hay ningún cargo en la de esa habitación.

—¿Sabe si llevaba teléfono móvil?

—No, no lo sé.

—Continúe.

—Como le decía, bajó y me dijo que le pidiera un taxi. Como estamos un poquito a desmano, el coche tardó unos veinte minutos en llegar.

—Y en ese tiempo, ¿qué hizo él?

—Se sentó a hojear una revista. Estaba… —Se interrumpió—. No, nada; disculpe.

—No lo disculpo. Termine la frase.

—Cuando bajó, me pareció que había cambiado ligeramente de humor.

—¿Cómo estaba?

—Pues… más alegre. Canturreaba.

—¿Como si hubiera recibido una buena noticia?

—Algo así.

—Debería haberse hecho usted policía.

—Gracias.

—¿Hablaba italiano?

—Se hacía entender. Luego llegó el taxi y el cliente se fue.

—¿Y desde entonces no ha dado señales de vida de ninguna forma?

—No, ni una llamada.

—¿Había hecho una reserva?

—No.

—Según usted, ¿cómo es que conocía este hotel?

—Hacemos mucha publicidad —respondió el director—. También en el extranjero.

—¿Ha habido llamadas para él estos días?

—Ninguna.

—¿Descarta que se haya alojado anteriormente en este hotel?

—Yo nunca lo había visto.

—¿Conoce al taxista que vino a recogerlo?

—Claro. Pippino Madonia, número catorce de la cooperativa.

—¿Dónde está la bolsa de viaje?

—Sigue en la habitación —contestó el director.

—Deme la llave.

—¿Quiere que lo acompañe?

—No, gracias.

Émile Lannec y el mar.

• • •

La habitación, en el tercer piso, estaba en perfecto orden. El baño también. Tenía un balcón desde el que se veía el mar y, a la izquierda, medio puerto. Estaba tan limpia que parecía que nadie la hubiera ocupado nunca. La bolsa, cuyo tamaño era más para un fin de semana que para un día, estaba cerrada sobre un mueble. Montalbano la abrió. Una camisa, un par de calzoncillos y un par de calcetines limpios; en otro compartimento estaba la ropa sucia que Lannec se había quitado.

Pero lo que Montalbano no esperaba encontrar eran unos grandes prismáticos. Los cogió y los observó detenidamente antes de salir al balcón, apuntar con ellos hacia una barca de remos que era apenas un puntito, y enfocar. Aquellos prismáticos debían de tener un extraordinario aumento, porque el puntito se transformó en la cara de uno de los dos pescadores que iban en la barca.

Luego desplazó la mirada hacia el puerto.

En un primer momento no comprendió lo que estaba viendo; después se dio cuenta de que era la cubierta del
Vanna
, concretamente la abertura que conducía a la zona inferior.

Volvió dentro y vació la bolsa encima de la cama. Ni un papel, ni un documento, ni un billete, nada de nada. Lo guardó todo, incluidos los prismáticos, cerró la bolsa, la cogió, bajó al vestíbulo y se la dio al director.

—Esto guárdelo usted en depósito.

Capítulo 8

En la cooperativa, en cuanto se identificó, lo enviaron al despacho del señor Incardona, el secretario. Un tipo con cara de funeral, perilla caprina y expresión antipática.

—Necesitaría hablar urgentemente con uno de sus socios, Madonia, el del taxi número catorce.

—Pippino es un hombre de bien —replicó Incardona a la defensiva.

—No lo pongo en duda, pero…

—¿No puede hablar conmigo?

—No.

—A estas horas seguro que está trabajando, y no me parece oportuno molestarlo.

—A mí, en cambio, sí me lo parece —repuso Montalbano, que empezaba a sentir que aquel sujeto estaba tocándole las narices—. ¿Lo dejamos aquí o vamos a hablar del asunto a la comisaría?

—Dígame.

—¿Tienen contacto con él?

—¡Naturalmente!

—Vaya a informarse y dígame dónde se encuentra ahora.

Lo dijo en un tono tal que el tipo se levantó sin rechistar y salió del despacho. Volvió al cabo de un momento.

—Ahora mismo está en la parada al lado del bar Vigàta.

—Dígale que me espere allí.

—¿Y si mientras tanto llega un cliente?

—Que se considere ocupado. Yo le pagaré la carrera que pierda.

• • •

En la parada había cuatro taxis. Y en cuanto Montalbano llegó, los cuatro taxistas, que estaban charlando, se volvieron a mirarlo con curiosidad. Por lo visto, el 14 les había hablado a sus colegas de él.

—¿Quién es Madonia? —preguntó asomándose por la ventanilla.

—Yo —dijo un cincuentón robusto sin un solo pelo en la cabeza.

Montalbano aparcó el coche con toda tranquilidad en uno de los sitios reservados para los taxis.

—Ahí no puede dejarlo —dijo un taxista.

—¡No me diga! —exclamó el comisario, poniendo cara de asombro.

Abrió la portezuela del taxi 14 y se sentó en el asiento del acompañante. El taxista, desconcertado, subió y ocupó el suyo.

—Arranque y vayámonos.

—¿Adónde?

—Se lo diré por el camino.

En cuanto se alejaron de la parada, Montalbano empezó a hablar.

—¿Recuerda que hace unos días lo llamaron por la mañana del hotel Bellavista para que recogiera a un cliente?

—¡Comisario, no pasa una mañana sin que me llamen!

—Era un hombre de unos cuarenta años, atlético, un buen mozo que… —Se acordó de que llevaba el pasaporte en el bolsillo. Lo sacó y se lo enseñó.

—¡Un francés! —exclamó nada más ver la fotografía.

—¿Lo recuerda?

—¡Cómo no!

—¿Por qué?

—Porque no sabía adónde tenía que ir, o al menos eso me pareció a mí.

—Explíquese.

—Primero pidió que lo llevara al cementerio; bajó, entró, estuvo diez minutos y volvió. Después pidió que lo llevara a la entrada norte del puerto; bajó, desapareció diez minutos más y volvió. Luego me hizo ir a la estación; bajó, estuvo diez minutos y montó de nuevo en el coche. Finalmente dijo que lo llevara al restaurante Pez de Oro, donde se apeó y me pagó.

—¿Vio si entraba en el restaurante?

—No, señor; yo lo dejé allí parado, mirando alrededor.

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