Read La dulce envenenadora Online
Authors: Arto Paasilinna
Habla, habla, soldadito, había pensado Linnea, pues por aquel entonces no le interesaban lo más mínimo los secretos de guerra, aunque más tarde se dio cuenta de su error. Los hombres sólo hablan de sus asuntos. Si son soldados, se enzarzan con historias de tropas y de armas; si son poetas, se pasan el día parloteando sobre poesía y leyendo en voz alta sus propios versos; y si son médicos, como Jaakko, se dedican a describir enfermedades espantosas y dar charlas sobre los posibles tratamientos a seguir, como si las plagas que afligen a la humanidad fuesen un tema de conversación apasionante.
Sin embargo, gracias a aquella característica masculina, Linnea, durante su matrimonio, había adquirido amplios conocimientos en el ámbito militar, al principio sobre los asuntos que preocupaban a los oficiales de baja graduación y más tarde sobre complicadas estrategias militares, hasta el punto de que, a veces, estaba segura de saber tanto como un comandante del estado mayor.
El joven teniente era de una seriedad tan conmovedora, en su entusiasmo por todo lo que se refiriese a matar, que Linnea empezó a sentir hacia él un cariño casi maternal. Además, a Rainer le sentaba tan bien el uniforme… Sin ropa, esta impresión desaparecía. En la playa, Linnea lo había observado desnudo; que curioso lo ordinarios que parecían los militares en cuanto se despojaban del uniforme. Tras el baño, mientras dejaban que el sol y la brisa secara sus cuerpos, Linnea se había dicho que, a fin de cuentas, se casaría con aquel teniente.
¡Ah, el frescor de la brisa marina secando su piel húmeda de agua salada! A Linnea le hubiese gustado pasarse los días tumbada en la arena con su teniente hasta la puesta de sol, pero la hermana de Rainer, que también estaba en Carelia, siempre se las ingeniaba para dar con ellos e insistía constantemente en que la acompañasen al pabellón, o al chalet, o al hotel. Linnea pensaba que Elsa, por aquel entonces todavía soltera, había sido su pájaro de mal agüero, ya desde el principio. Era una descerebrada histérica, estúpida y perezosa, que había tenido una crisis al final de la guerra y nunca se había recuperado. Sin embargo, en aquellos tiempos logró casarse con un caradura, un don nadie llamado Nyyssönen, al que, encima, le dio un hijo. ¡Vaya estupidez! Kauko nació en 1958 y Elsa ya tenía por aquel entonces más de cuarenta años. Linnea se esforzó para calcular con más precisión: Elsa era seis años más joven que ella, sí…, o sea, que debía de tener cuarenta y dos cuando nació el niño. Naturalmente, hubo que hacerle una cesárea, lo cual la debilitó aún más, tanto física como mentalmente. Hubo muchas complicaciones. Pensándolo bien, tal vez no era tan extraño que de todo aquel asunto hubiera salido alguien como Kauko Nyyssönen.
La coronela regresó de golpe a la dura realidad. Sacó su neceser y se untó todo el cuerpo con una fina capa de crema hidratante, roció aquí y allá con colonia los lugares más estratégicos y luego se puso la ropa interior y un traje de calle azulado. Se echó suavizante en el pelo y se peinó la fina melena, que le llegaba a los hombros. Finalmente se ocupó de su rostro: primero extendió por el una fina capa de maquillaje transparente, Flor del Pantano, después un poco de polvos y para terminar un colorete llamado Frambuesa en las mejillas y en la frente. En los párpados se puso un poco de Arpa de Eolo y una pizca de sombra de ojos azulada. Se pintó las uñas con Cristal de Roca y su boca cobró color gracias a un brillo de labios rojizo.
Todo esto requería su tiempo, sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias, en medio del bosque. Tenía que inclinarse peligrosamente sobre la superficie del estanque para ver su imagen en la superficie del agua, pero poco a poco el efecto iba siendo satisfactorio, por no decir sobresaliente. Nadie hubiese creído que se trataba de la misma anciana que aquella mañana se había visto obligada a destripar un lechoncillo en la oscuridad de un establo.
A ojos de la coronela Linnea Ravaska, el maquillaje se podía comparar con los preparativos militares. Sin ir más lejos, la guerra de invierno había pillado a Finlandia con la cara limpia, como una criadita venida del campo que, llegada a una gran ciudad a merced de sus ricos señores, perdiera la virginidad. Por el contrario, la Finlandia de la guerra de continuación había sabido prepararse, incluso demasiado…, y se había maquillado el rostro con amenazadoras pinturas de guerra, con colores crudos y violentos…, la doncella se olvidó de lavarse y disimulaba su olor a sudor con el perfume barato y pesado de las furcias alemanas. Cuando se trataba de armarse para la batalla, tanto las naciones como las mujeres debían mostrar cierto sentido de la elegancia, para no perder la virginidad o la independencia y no tener que derramar en vano su sangre o sus lágrimas amargas.
Cuando hubo terminado, Linnea guardó sus cosas y llamó al gato. Deshizo por un rato el camino andado, pero al poco volvió a girar de nuevo en el sendero, hacia el bosque. Al cabo de unos minutos llegó a la vía del tren. El gato trotaba sobre los raíles, mientras que Linnea daba grandes zancadas sobre las traviesas, para evitar que la grava le hiciese raspaduras en los zapatos.
Por primera vez en mucho tiempo, sintió que la carga de su ser se aligeraba, pero pensó que se debía al baño en el manantial y a la mejoría de su aspecto. Se había preparado para el combate, con sus armas de mujer. La vieja coronela necesitaba recuperar su orgullo perdido y tantas veces pisoteado sin escrúpulos a lo largo de los años.
Siguiendo las vías llegó a la desierta estación de Harmisto. Dejó atrás sus bellos edificios de madera y se acercó hasta la tienda de comestibles, donde su mejoradísimo aspecto despertó cierta admiración entre un par de clientes y el tendero. Linnea le preguntó si podía usar el teléfono de la trastienda.
La coronela llamó a la policía. Contó que llevaba años viviendo bajo el peso de una opresión inhumana y que finalmente se había visto obligada a huir de su propia casa y a refugiarse en el bosque. Quería denunciar que el jardín de su casa había sido invadido por un grupo de hombres borrachos, los cuales llevaban dos días comportándose desvergonzada y violentamente. Linnea pidió que fueran a detener a aquella pandilla de delincuentes, emprendiesen las pesquisas necesarias sobre sus abusos y pusiesen lo antes posible a los sinvergüenzas en cuestión a disposición judicial.
El agente de guardia se disculpó, lamentando la falta de efectivos. ¿Era realmente urgente? ¿Alguien había sido maltratado? ¿No sería más bien un caso de justicia civil, puesto que se trataba de la visita, tal vez turbulenta, de un pariente lejano y sus amigos? ¿No estaría la buena señora exagerando un poco las cosas…?
Linnea respondió que estaba segura de que, como poco, los hombres habían estado conduciendo bajo los efectos del alcohol y también de que habían robado, como mínimo, un coche y un gorrino. El coche, al parecer, estaba destrozado junto a una carretera y el lechón lo habían matado. Aquellas sabandijas le habían destrozado también diferentes partes de su casa y, no contentos con eso, la habían obligado a firmar un testamento falso. Los tres individuos en cuestión tenían antecedentes penales. ¿Acaso eso no le bastaba a la policía para intervenir?
Según el agente de guardia, en aquel momento había por la zona tal cantidad de pandillas por el estilo, que no tenían suficientes efectivos para andar tras ellas. Pero que haría lo que estuviera en su mano.
Nada más colgar el teléfono, el agente le comentó a uno de sus compañeros que había llamado otra vieja histérica. Al parecer, su sobrino había estado empinando el codo un poquillo en su sauna y la abuela había perdido los nervios. A lo mejor habría que mandar una patrulla…
A la media hora, un coche de policía se detuvo frente a la tiendecita. De él se bajaron tres policías uniformados que, sin prisa alguna, entraron para indagar de que se trataba. Linnea les explicó la situación y el tendero les advirtió que si pensaban ir a la casa, era mejor que desenfundaran sus armas. Impresionados, los representantes del orden, pidieron que les indicasen el camino y se marcharon en esa dirección. Poco antes de llegar a la casa pusieron en marcha la sirena, así que la pandilla, alertada, puso pies en polvorosa y desapareció en el bosque.
Los policías inspeccionaron el lugar y, para su alivio, constataron que los causantes del desorden habían desaparecido. Informaron por radio de los hechos a la central de guardia y pidieron instrucciones. Recibieron órdenes de arrestar a los tres vándalos o, de no ser posible, establecer al menos un perímetro de seguridad.
Dos de los policías hicieron una inspección de rutina por el bosque lindante, mientras el tercero vociferaba por el megáfono que se entregaran. Sin embargo, la naturaleza permanecía en silencio y tan sólo se oía a los pajarillos, pía que te pía en los abetos.
Kauko Nyyssönen, Pertti Lahtela y Jari Fagerström se habían dispersado hábilmente por los bosques que rodeaban la casa. Alejándose cada vez más por los senderos, Kauko llegó hasta un claro en cuyo centro había un pequeño estanque y una vieja cabaña. Se tumbó entre la crecida hierba con los dientes apretados, pensando con amargura en Linnea, que seguramente era quien había alertado a la pasma. La muy cotorra se arrepentiría de lo que había hecho.
Su miserable vida desfiló ante sus ojos: perseguido, sin tregua, nunca había podido llevar una existencia digna de ese nombre. Hiciera lo que hiciese, siempre acababa sufriendo las consecuencias legales de sus actos, yendo de tribunal en tribunal, soportando condenas que no llevaban a ningún sitio… ¡Pero esta vez la cosa había ido demasiado lejos! ¡Su propia tía le acosaba! ¿Acaso la vieja estaba tan loca como para atreverse a lanzar a la policía en pos de él? Se puso a recordar la de veces que había alabado a Linnea ante sus camaradas durante aquella visita. Y así era como se lo agradecía… Mundo traicionero…, Kake se puso a maldecir con toda su alma.
Kauko sacó del bolsillo de su pantalón el testamento que Linnea había firmado. Sediento de venganza, pensó que iba a encargarse de que el papel terminara saliéndole caro a la vieja.
Deprimido y borracho como una cuba, Kake se tumbó panza abajo a la orilla del pequeño lago. Se guardó el testamento en la billetera en la que, por suerte, le quedaba un buen fajo del dinero que le había quitado a su pérfida tía. Dios, cómo odiaba a la vieja en aquel momento. No se explicaba cómo alguien, y aún menos una mujer, podía entregar a la policía a la carne de su carne. Era incomprensible.
Ante su rostro, entre la hierba, había una cajita de plástico azul. Kake la abrió y vio que contenía un jabón perfumado. ¿Qué demonios quería decir aquello? —pensó con desconfianza. Lo que no sabía era que el jabón se le había olvidado a su tía adoptiva. Agarró la jabonera y la arrojó lejos, tras la cabaña medio derruida. Luego bebió un poco de agua del manantial y lamentó no haber tenido tiempo de llevarse unas cuantas latas de cerveza, porque a él la sed no se le quitaba a base de agua. Hecho esto, se meó en el lago, apuntando con el chorro lo más lejos que pudo, para expresar su cólera.
Ya que los policías no habían sido capaces de detener a los sospechosos, se quedaron en la finca, siguiendo las órdenes recibidas, para mantener el orden. La tarea les pareció mucho más agradable cuando se dieron cuenta de que en medio del jardín les esperaba, aún crujiente sobre las calientes brasas, el delicioso lechón asado y a medio comer. Los agentes procedieron a sacar del establo y de la leñera unos cuantos cajones de los de guardar patatas, en los que asentaron sus posaderas y acto seguido se pusieron a cortar grasientas tajadas de asado. Como a propósito para ellos, en medio del jardín había dispuesta una mesa con cerveza, mostaza y especias. Así que, al darse cuenta del hambre que tenían, se pusieron a zampar alegremente en medio del bello paisaje veraniego.
La coronela ya no se atrevía a regresar a su casa. Dejó el gato al cuidado del tendero, pagó lo que debía por la cerveza y luego llamó un taxi para que la llevara a Helsinki.
Ni siquiera se volvió a mirar atrás cuando el coche arrancó. Su gato se quedó en las escaleras de la tienda, maullando.
Una vez en Helsinki, la coronela Linnea Ravasla le dio al taxista la dirección del doctor Jaakko Kivisto en la calle Dobeln, del barrio de Töölö, pero le rogó que diese primero un rodeo por la calle Calonius; Linnea deseaba ver de nuevo, después de tanto tiempo, la calle donde había vivido. Como el conductor era del campo de Siuntio, no estaba acostumbrado a la gran ciudad, y ella tuvo que guiarle para que encontrase ambas calles.
La canícula pesaba sobre las calles, pero en ellas ya no reinaba el silencio de muerte de los veranos de otras épocas. Antiguamente, la gente de Töölö salía en tropel hacia el campo en cuanto llegaba el verano y en la ciudad no quedaba más que algún que otro funcionario, por cuestiones de trabajo, y obreros, claro, aunque éstos no vivían en Töölö, precisamente, porque la plebe prefería vivir en Hakaniemi y Sörnäinen.
Linnea le pidió al taxista que aminorase la marcha a la altura de la Calle Calonius, para que le diese tiempo de asomarse a ver las ventanas de su antigua casa, en la cuarta planta del edificio. ¡Habían cambiado las cortinas! Conocía bien aquellas ventanas, tras las cuales colgaban ahora algo parecido a unos trapos de un color verde sucio… En sus tiempos ella las había tenido muy arregladas, con unos alzapaños que recogían coquetamente los visillos blancos a ambos lados.
Linnea recordó de repente el último verano de la guerra. La lucha encarnizada había cesado en el istmo de Carelia, y se hablaba de una tregua. A Rainer le dieron un permiso y pudo venir a Helsinki. Había invitado a casa a algunos de sus compañeros de armas alemanes para una especie de cena de despedida y Linnea fue la encargada de organizarla. La penuria general era tal que no había conseguido nada digno que ofrecerles y el ambiente, dadas las trágicas noticias que llegaban del frente del este, era de todos modos de lo más lúgubre. Tal vez por eso habían bebido más de lo habitual de manera que, ya entrada la noche, un capitán alemán había decidido matarse. Se las apañó para abrir una ventana de la cocina que daba a la calle y se dispuso a saltar del cuarto piso. Ante el inminente peligro, Linnea había temido el escándalo. Sin duda los soldados alemanes morían a millones, en aquella época, pero hubiese sido muy embarazoso que uno de ellos hiciera su gran viaje bajo la mismísima ventana de la coronela.