La dulce envenenadora (8 page)

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Authors: Arto Paasilinna

BOOK: La dulce envenenadora
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Linnea decidió preparar una poción venenosa tan potente y concentrada que fuese suficiente para matar a medio Helsinki, en caso de necesidad. Consultó en los libros los ingredientes que tenía que conseguir para su pócima. Sin ir más lejos, una dosis de 8 o 10 µg de una toxina como la botulina bastaba para matar a un ser humano. Dicha unidad de medida correspondía, según sus cálculos, a la milesima parte de un miligramo. Sin embargo, la botulina no estaba a la venta en las farmacias, así que Linnea tubo que desistir de incluir ese veneno fulminante en su brebaje. Por el contrario, la digitoxina o digitalina cristalizada se podía conseguir, aunque no sin receta. Linnea escribió en un periquete el nombre de la sustancia en uno de los impresos del recetario de Jaakko y falsificó su firma. En la farmacia le entregaron la digitoxina sin más preguntas. Para matar a una persona hacían falta solamente 0,01 gramos. Linnea se procuró también fósforo amarillo, cianuro de sodio, ácido oxálico y estricnina. La morfina se la sisó a Jaakko del botiquín, al igual que unos cuantos barbitúricos de los potentes. Ya empezaba a tener los ingredientes básicos de la poción venenosa.

Linnea fue también al mercado de Töölö para ver si tenían bonetes
[1]
. Pero ya no quedaban, la temporada casi había terminado, se excusaron. Sin embargo, uno de los vendedores dijo que le podía ofrecer una pequeña cantidad, ya que había recogido bastantes setas para sus propias necesidades, aunque ya estaban un poco mustias.

—No se le habrá ocurrido secarlas —se inquietó la coronela. Sabía que el veneno de los bonetes se evaporaba con la desecación.

El vendedor le contestó que esa había sido su intención, pero que como el principio del verano era siempre tan ajetreado, no había tenido tiempo. Linnea le encargó tres cuartos de kilo de bonetes. Al día siguiente pasó por el mercado a recoger su encargo, del que reservó la mitad, y con la otra mitad preparó una deliciosa cazuela para la cena. Trituró el resto de las setas hasta conseguir una fina pasta, a la que añadió una pizca de fósforo y una gota de morfina. Introdujo este potaje en un frasco hermético de cristal, con la intención de usarlo más tarde para ligar el veneno. Con una sonrisa en los labios, la aprendiz de química recordó las ilustraciones de una vieja guía de micología, donde tres cruces rojas señalaban la excepcional peligrosidad de los bonetes. Por lo que Linnea recordaba, su veneno era especialmente nocivo para los riñones y el hígado.

La coronela compró en un semillero un bote de un virulento insecticida para plantas. Bastaba con quitar el tapón y acercar la nariz para que los ojos y la garganta empezaran a escocer. Ésta es la guinda final, pensó Linnea. En la gasolinera compró anticongelante, ya que había oído decir que en invierno, sólo en Helsinki, decenas de vagabundos morían tras ingerir aquella sustancia.

Para manipular y conservar los venenos y su conservación, Linnea había acumulado todo un surtido de frascos de cristal con tapón hermético, probetas y embudos.

Usaba guantes de goma para protegerse las manos, ponía gran cuidado en no aspirar las emanaciones de sus cocimientos y ventilaba frecuentemente su habitación.

En aquella fase de sus preparativos, necesitaba un lugar seguro para almacenar sus pociones, y se le ocurrió que para tal menester podía utilizar el tocador de la difunta esposa de Jaakko, en cuya puerta puso un pequeño candado. No es que no se fiara de Jaakko, pues a un caballero nunca se le ocurriría curiosear entre los objetos personales de su invitada, pero con la asistenta prefería andarse con pies de plomo.

Una vez reunidas todas las sustancias venenosas, hizo con ellas una mezcla y la vertió en frascos de diez centilitros, de los que llenó cuatro. El producto, de un agresivo color amarillo, despedía un ligero olor acre y un vaporcillo sutil, aun estando a temperatura ambiente. Tras verter unas pocas gotas en un pañuelo de papel, el veneno empezó a evaporarse inmediatamente y desapareció dejando una mancha amarillenta. Cuando se secó, el residuo se endureció y al contacto con el dedo, se convirtió en un polvillo ocre. Al recoger dicho polvillo en un dedal y aplicarle una llama, se produjo un crepitar furioso que dio paso a una humareda amarillenta que llenó la habitación, dificultando la respiración de la anciana y dejándola medio aturdida.

Linnea le sisó a Jaakko un par de jeringuillas del armario del instrumental para comprobar la densidad de su veneno. Era excelente: se podía inyectar directamente en vena, en caso de necesidad.

Llena de impaciencia por experimentar con el resultado de su trabajo, la coronela se puso a buscar un conejillo de Indias. Ella no se atrevía a probar ni una gota, ya que el riesgo le parecía absurdo. En aquella fase de la fabricación, no le parecía bien probar su veneno en ningún ser humano. Al final tuvo una idea: inyectó una solución al diez por ciento del producto a una hogaza de pan; luego lo metió en una bolsa de plástico que deslizó en su bolso, y se fue al parque Sibelius para alimentar a las palomas.

Linnea siempre se había opuesto a los experimentos dolorosos e inútiles con animales. Cuando las palomas del parque se posaron a sus pies revoloteando confiadas, la conciencia de la ancianita protestó. Pero la acalló, diciéndose a sí misma que en ese caso no se trataba de tortura, ya que sin el experimento no iba a ser capaz de desarrollar el veneno. Deshizo minuciosamente la hogaza y echó las migas en el camino de gravilla, donde cuatro o cinco palomas hambrientas esperaban ya ansiosas el almuerzo.

Las aves se tragaron las migas con apetito. De repente empezaron a agitarse y tambalearse como borrachos antes de emprender el vuelo presas del pánico. La bandada pasó volando sobre la copa de un gran arce y, agitando rabiosamente el aire con las alas, siguió ascendiendo hasta que, una a una, las palomas cesaron de debatirse y terminaron cayendo sobre el césped, muertas en el acto. Impresionada, Linnea metió los restos de la hogaza en su bolso y abandonó discretamente el parque.

Al día siguiente, la coronela decidió probar su veneno en Jaakko Kivistö. Echó una sola gota del líquido, muy rebajado, en la copa de vino que éste solía tomarse con la cena. Curiosa y un poco inquieta, observó los efectos de su poción. Deseaba de todo corazón no haberse excedido con la dosis. Al fin y al cabo, Jaakko era en aquel momento el hombre más importante en su vida y habría sido muy triste que enfermase o, peor aún, que muriese a causa de su inocente experimento.

A Jaakko el vino le supo mejor que de costumbre. ¿Cómo podía ser? Curioso, el Beaujolais tenía normalmente un aroma más ligero… Sin duda aquel año el importador había logrado encontrar en Francia una cosecha fuera de lo común. Era muy injusto criticar los tintos envasados en Finlandia, que a veces eran mucho mejores que los vinos de añadas de dudosa calidad.

—¡Esto sí que es bueno para la circulación! —dijo Jaakko alegremente.

Parecía achispado, cosa del todo inhabitual en él. Se bebió la botella entera y soltó unas cuantas inconveniencias, pero pronto se calmó y, pidiendo disculpas, se fue a su cuarto. Se acostó sin desvestirse y roncó pesadamente durante toda la noche. Linnea, preocupada y arrepentida, se quedó escuchando detrás de la puerta. Luego entró a comprobar el pulso de su conejillo de lndias y lo cubrió amorosamente con la colcha. Llevada por el remordimiento, la coronela se pasó la noche en vela yendo cada poco a comprobar el estado de su víctima.

Por la mañana, el pobre Jaakko despertó avergonzado de su conducta de la noche anterior. Llegó tarde a desayunar y se quejó de que se sentía raro. Sin duda se estaba haciendo viejo, de joven nunca había tenido una resaca así por unas cuantas copas de vino. Se disculpó con Linnea. ¿Se había comportado impropiamente con ella la noche anterior?

A la vieja envenenadora le dio lástima Jaakko y le sugirió que descansase por ese día, que ella se ocuparía de cuidarle. Ventiló la casa, le preparó una comida reconstituyente y le dio un masaje en la nuca y las sienes. Por la noche, le llevó una infusión con miel a la cama. El enfermo se recuperó rápidamente y la felicidad volvió a reinar en la casa.

Por la reacción de las palomas y de Jaakko, Linnea dedujo que había logrado crear una poción de efectos letales. Poseía pues un producto con el que podría poner fin a sus días en cualquier momento. El veneno le proporcionaba cierta seguridad y la libertad de movimientos necesaria para enfrentarse a Kauko Nyyssönen y sus implacables secuaces. Mejor quitarse la vida que volver a ser humillada, se juró a sí misma.

Capítulo 9

Al cabo de unos días, llamaron del bufete del abogado Mattila para informar a la coronela Ravaska de que el anuncio de la venta de su propiedad en Siuntio había sido publicado en un periódico; habían aparecido unos cuantos compradores potenciales y deseaban visitar la casa.

Jaakko Kivistö se ofreció a ocuparse en nombre de Linnea de la venta y de la mudanza. Dijo que lo haría de buena gana: le parecía divertido, para variar, ocuparse de asuntos de índole económica. La coronela aceptó encantada. La idea de volver a Harmisto, aunque fuese sólo para preparar la mudanza, la horrorizaba, tan triste era el recuerdo que guardaba. Además, el dueño de la tienda de comestibles ya le había informado de la muerte de su gato, así que ni para eso era necesaria su presencia.

Y así fue como un sábado por la mañana, el doctor Kivistö salió para Harmisto con un representante del bufete, con el fin de mostrar la propiedad a los interesados. Linnea le había dado las llaves y le rogó que le trajera a la vuelta algunos de sus efectos personales.

El médico estuvo todo un día en Siuntio, y ni siquiera llegó a tiempo para la cena. La coronela empezó a preocuparse, ¿y si el viejo había ido a parar a una zanja con su coche? Por fin, a eso de las diez, Jaakko abrió la puerta del piso. Venía en un estado lamentable, con el ojo izquierdo a la funerala y las manos y la cara cubiertas de vendajes.

Le contó que, tal como estaba convenido, había dedicado la mañana a mostrar la propiedad. Se habían presentado tres posibles compradores, muy interesados, y cada uno le había hecho su oferta. En opinión del agente inmobiliario, valía la pena aceptar la mejor de ellas: algo menos de doscientos mil marcos por todo. El comprador disponía ya de un préstamo hipotecario, así que podían cerrar el trato en cuanto quisieran.

Concluida la visita, los posibles clientes y el representante del bufete se marcharon por donde habían venido. Jaakko se dispuso a cargar en su coche las cosas de Linnea. Acababa de recoger la ropa de cama y las toallas, cuando se presentaron tres jóvenes de aspecto desaseado y apestando a alcohol, preguntando insistentemente por la propietaria. El de más edad era, al parecer, Kauko Nyyssönen. Sin duda, habían ido a Harmisto atraídos por el anuncio de la venta de la propiedad.

La pandilla, visiblemente cargados de malas intenciones, se comportó desde un principio de manera amenazadora. Insistían en conocer a toda costa el paradero de Linnea, saber si esta pensaba vender la finca sin consultarlo antes con su sobrino y, sobre todo, qué se le había perdido a él en la casa.

El doctor les había rogado que se fueran de allí, pero ellos se habían reído en su cara. Luego se habían metido por la fuerza en la casita y lo habían zarandeado. A continuación se había producido una refriega cuyos resultados eran aún visibles en el pobre Jaakko: le habían pegado un puñetazo en el ojo izquierdo, que estaba hinchado, tenía el cuerpo cubierto de cardenales y arañazos superficiales aquí y allá. El doctor había intentado defenderse, pero la superioridad del enemigo en número y fuerzas había sido demasiado para él. Sin embargo, los tipos no habían conseguido sacarle información alguna sobre Linnea. Como colofón a la paliza, habían proferido amenazas de lo más siniestras. Luego se fueron de la propiedad en un coche. El incidente había convencido a Jaakko de que aquellos tres tipos eran extremadamente peligrosos. Estaba claro que buscaban a Linnea con muy malas intenciones con respecto a su integridad física, e incluso a su vida. Tras librarse del trío, Jaakko había reunido las pocas fuerzas que le quedaban para arrastrar hasta su coche lo que Linnea le había pedido. Luego había cerrado la casa con llave y se había dirigido al hospital de Jorvi para que le diesen los primeros auxilios. Y allí estaba, en casa…; las cosas se habían quedado abajo, en el coche. Si le parecía bien, las subiría a la mañana siguiente aunque fuera con ayuda del portero.

Linnea le contestó que no hacía falta molestar al portero por semejantes trastos. Le pidió a su amigo las llaves del coche y ella misma subió sus cosas al piso. Luego le preparó a Jaakko un baño caliente y su infusión de la noche. Insistió para que se echase a descansar y le puso un filete de carne picada en el pómulo, afirmando que eso bajaría la hinchazón. El médico no creía en el remedio de la vieja coronela, pero permitió que esta le cuidase. Antes de acostarse, los dos ancianos decidieron que había que instalar una mirilla y una cadena de seguridad en la puerta del piso. Luego se preguntaron si sería conveniente presentar una denuncia por las lesiones sufridas por Jaakko. Pero no había testigos y, por otra parte, les daba un poco de miedo denunciar a la policía a aquellos criminales.

—Qué vida tan espantosa has debido de llevar en Siuntio —le dijo Jaakko mientras Linnea le cambiaba los vendajes.

La coronela contempló conmovida a aquel magullado viejo que tan valerosamente había defendido sus intereses en la casa de Harmisto. El otoño de 1941 acudió a su mente. A Rainer lo habían ascendido a teniente coronel tras la gran ofensiva del verano. El batallón de Ravaska había luchado valerosamente, sufriendo grandes pérdidas, y en aquel momento se hallaba en la línea de defensa de la Carelia Oriental. Rainer había salido ileso, pero contrajo una disentería tan grave que estuvo a punto de morir. Y sin duda así hubiera sido de no haberse presentado Linnea en el hospital militar para ocuparse de su marido, preparándole reconfortantes papillas de cereales para cuidar sus intestinos. Incluso el médico jefe admitió que las sopas de Linnea habían salvado al teniente coronel de las garras de la enfermedad. Tras muchas semanas en el hospital, Rainer volvió por fin a casa y Linnea le mimó con todas las delicias que por suerte aún se podían conseguir. Había dispuesto en la mesita de noche una bonita cesta de mimbre, con una botella de champán, bombones y pastelillos, para que Rainer pudiese comer todo lo que quisiera durante la noche. Más tarde este le aseguró agradecido que el champán había eliminado los últimos bacilos de la disentería que quedaban en su organismo.

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