Read La Danza Del Cementerio Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Policíaca,
—En estas casas viejas siempre había alguna manera de bajar de la cocina al sótano —susurró Pendergast.
Pareció elegir una puerta al azar (la del este), y la cruzó seguido por D'Agosta. Era una despensa, llena de sacos de arpillera cuyo contenido parecía grano. Al fondo había un montaplatos antiguo y primitivo. D'Agosta pasó al lado del agente para echarle un vistazo.
Abrió la puerta, encendió la luz y miró hacia abajo, muy abajo.
De repente oyó una voz a sus espaldas, brusca, enérgica. —Eh, vosotros dos, ¿qué hacéis aquí?
E
l subcomisario Harry Chislett bajó del asiento trasero del Crown Vic sin identificar y caminó deprisa por la acera para reunirse con el inspector Minerva, su ayudante personal, que observaba a la multitud con sus prismáticos. Chislett pensó que «multitud» era mucho decir: entre doscientas y doscientas cincuenta personas desperdigadas por el campo de béisbol de la entrada del parque, agitando pancartas y gritando. Parecían del mismo tipo que la otra vez, ecologistas de tres al cuarto. Gritaron algo justo cuando les miraba, pero fue una consigna de lo más efímero.
—¿Has visto al de la barba? —preguntó—. El director de cine, el que les exaltó la última vez.
Minerva hizo un barrido del campo con los prismáticos.
—No.
—¿Puntos de control y posiciones de avanzada?
—Ya hay equipos en cada uno.
—Esencial.
Chislett oyó brotar alicaídamente otra consigna. Los manifestantes parecían bastante más apáticos que la otra vez. Sin el estímulo del orador, seguro que todo se apagaría en poco tiempo; y si no, estaba preparado.
—Señor…
Al girarse, le sorprendió ver a su lado a una mujer con galones de capitán en el cuello. Era menuda, morena, con una serenidad y una firmeza en la mirada que le irritaron enseguida, además de intimidarle un poco. La reconoció, aunque no formase parte de su equipo: Laura Hayward. La mujer capitán más joven del cuerpo. Y la novia del teniente D'Agosta (o ex novia, si eran ciertos los rumores). Ninguno de ambos atributos la hacían simpática a sus ojos.
—Dígame, capitana —respondió con voz tensa.
—He estado en la reunión de antes. Luego he intentado hablar con usted, pero se ha ido sin darme tiempo.
¿Y?
—Con todo respeto, señor, teniendo en cuenta el plan que ha expuesto, no estoy segura de que cuente con bastantes hombres para controlar a esta multitud.
—¿Hombres? ¿Multitud? Mire usted misma, capitana. —Chislett abarcó el campo de béisbol con un gesto—. ¿No percibe escasez de manifestantes? Al primer policía que les diga «¡uh!», se irán con la cola entre las piernas.
El inspector Minerva reaccionó a sus palabras con una sonrisa burlona.
—Dudo que estén todos aquí. Aún pueden llegar más.
—¿Ah, sí? ¿De dónde, si puede saberse?
—En este barrio sobran sitios donde se pueden reunir grupos de cierto tamaño —contestó Hayward—. De hecho he visto a bastante gente por la zona, sobre todo para una tarde laborable de otoño.
—Justamente por eso hemos puesto a nuestros hombres en posiciones de avanzada. Así tenemos la flexibilidad necesaria para actuar deprisa.
Chislett intentó disimular su irritación.
—He visto su esquema, señor, y las posiciones de avanzada solo consisten 'en una docena de agentes cada una. Si se rompe el cordón, los manifestantes podrán ir directamente hasta la Ville; y si dentro tienen como rehén a Nora Kelly, como parece posible, a sus secuestradores podría entrarles pánico. La vida de ella estaría en peligro.
Eran las mismas chorradas con que le había venido D'Agosta. Hasta era posible que Hayward viniera de su parte.
—Tomo nota de su preocupación —contestó. Ya no se molestaba en esconder su tono de sarcasmo—. No obstante, le hago constar que hoy mismo un juez ha dictaminado que no existen pruebas de la presencia de Nora Kelly, y se ha negado a emitir una orden de registro.
Y ahora, capitana, ¿sería tan amable de decirme qué hace aquí? Inwood Hill Park no forma parte de su jurisdicción, que a mí me conste.
Hayward no contestó. Chislett vio que ya no le miraba a él, sino algo encima de su hombro.
Se giró. Por el este se acercaba otro grupo de manifestantes. No llevaban pancartas, pero parecían ir en serio; caminaban deprisa y en silencio hacia el campo de béisbol, cada vez más juntos. Era un grupo más heterogéneo y de aspecto más duro que el que ya estaba en el campo.
—Déjame los prismáticos —le dijo a Minerva.
Al observar al grupo con los gemelos, vio que lo encabezaba el joven rechoncho que la otra vez había ayudado a dirigir la manifestación. Su expresión decidida, y las facciones tensas de sus acompañantes, le pusieron un poco nervioso.
Pero fue un nerviosismo pasajero. ¿Qué más daban cien o doscientos más? El disponía de efectivos para manejar a cuatrocientos manifestantes, contando por lo bajo, y además su plan de contención era una obra maestra de economía y versatilidad.
Le devolvió a Minerva los prismáticos.
—Que corra la voz —dijo con su tono más marcial, sin hacer caso de Hayward—. Ahora iniciaremos el despliegue final. Diles a las posiciones de avanzada que estén listos.
—Sí, señor —contestó Minerva, desenfundando la radio.
D'
Agosta se quedó muy quieto. Pendergast, encapuchado, masculló algo y arrastró los pies hacia el hombre, tambaleándose un poco, como un anciano que no se tuviera muy bien sobre sus pies.
—¿Qué hacéis aquí? —volvió a preguntar el hombre, con un acento extraño, exótico.
—
Va t'en, sale hete
—dijo Pendergast con voz ronca.
El hombre dio un paso hacia atrás.
—Ya, pero… no deberíais estar aquí.
Pendergast se acercó un poco más, mientras su mirada avisaba a D'Agosta de que estuviera listo.
—Solo soy un viejo… —jadeó en voz baja, levantando solícitamente una mano—. ¿Me puedes ayudar…?
El hombre se inclinó para oírle. D'Agosta se colocó ágilmente a su lado y le dio un golpe en la sien con la culata de su pistola. La figura cayó al suelo, inconsciente.
—Tocado, claramente tocado —dijo Pendergast, cogiendo hábilmente el cuerpo inerte.
D'Agosta oyó voces agitadas en las habitaciones contiguas; al parecen no estaban todos en la ceremonia de la iglesia central. No había puerta trasera a la despensa; era una habitación sin salida, y estaban atrapados con el hombre inconsciente.
—Al montacargas —susurró Pendergast.
Le metieron en el montacargas, cerraron la puerta corredera y le bajaron al sótano. Casi enseguida aparecieron tres hombres en la entrada de la despensa.
—¿Qué haces, Morvedre? —preguntó uno de ellos—. Ven con nosotros. Y tú también.
Pasaron de largo. D'Agosta y Pendergast se colocaron detrás, tratando de imitar su forma lenta y sigilosa de andar. D'Agosta sentía crecer su frustración y su tensión. Les sería imposible mantener el engaño mucho tiempo; tenían que escaparse, y empezar a registrar el sótano. Se les echaba el tiempo encima.
Se metieron todos por un pasillo largo y estrecho. Una puerta de dos hojas les llevó a la iglesia. El aire estaba muy cargado de olor a cera e incienso. La multitud se agitaba y murmuraba urgentemente, moviéndose como un mar en respuesta a las cadencias del sumo sacerdote, Charriére, que estaba al fondo, de pie. A la luz de dos hileras de cirios encendidos, cuatro hombres se afanaban en una losa del suelo. Detrás había muchos más, varias docenas, silenciosos en una oscuridad de cera, con el blanco de los ojos brillando como perlas en la densa tiniebla de sus formas encapuchadas; y a un lado, Bossong, erguido casi regiamente en toda su estatura, lo observaba todo desde la penumbra, inescrutable.
D'Agosta vio que los cuatro hombres hilvanaban cuerdas en las anillas de hierro de las esquinas de la losa (que era muy grande), las ataban, las dejaban en el suelo de piedra y se quedaban a su lado. Se hizo el silencio, mientras el sumo sacerdote se acercaba con un pequeño candelabro en una mano y un sonajero en la otra. Se movía muy despacio, con su basta capucha de tela marrón: un pie descalzo tras el otro, con los dedos hacia abajo, hasta situarse en el centro de la losa.
Sacudió un poco el sonajero: una vez, dos veces, tres, mientras giraba lentamente, llenándose los brazos de cera derretida, y salpicando la losa con ella. Una de sus manos se metió en el bolsillo del hábito, sacó un pequeño objeto con plumas y lo soltó sin dejar de girar. Después de agitar un poco más el sonajero, y de otra vuelta lenta, levantó mucho el pie descalzo, lo dejó un momento en el aire y lo descargó con fuerza en la losa.
Un brusco silencio. De pronto se oyó algo debajo: un silbido de aire, una respiración fricativa.
En el presbiterio, el silencio se hizo total.
El sumo sacerdote sacudió otra vez el sonajero, esta vez con algo más de fuerza, y trazó un nuevo círculo. Después levantó el pie y volvió a descargarlo en la losa.
«Aaaaauuuu…», se oyó debajo, lastimeramente.
D'Agosta miró a Pendergast con inquietud, mientras se le aceleraba el pulso, pero el agente del FBI seguía observándolo todo con gran atención bajo la protección de su pesada capucha.
El sacerdote empezó a bailar pausadamente en círculos alrededor del objeto con plumas, palmoteando con suavidad el suelo con sus pies cubiertos de vello blanco. De vez en cuando plantaba el pie con fuerza, mucho más sonoramente, y siempre le respondía un gemido desde abajo. Cuando el baile se hizo más rápido, y los impactos más frecuentes, los gemidos aumentaron de duración e intensidad. Eran vocalizaciones de alguien o algo a quien causaba irritación el ritmo de la superficie. D'Agosta quedó consternado al reconocerlas más allá de cualquier duda.
«Aaaaiiuuuuuuuuuuuuuuuuu…», se repetía la nota quejumbrosa, mientras Charriére seguía con su danza; «aaaiiuuuuu… aaaiiuuuu…», sin que las prolongadas vocalizaciones se ajustaran a ningún ritmo, aunque su agitación crecía inversamente a su duración. Cuando adquirieron más fuerza y urgencia, la multitud empezó a reflejarlas con un cántico de notas graves, que comenzó como un susurro, pero ganó en intensidad hasta que se entendió perfectamente la única palabra que entonaban:
Envoie! Envoie! Envoie!
El baile del sacerdote se hizo más veloz; sus pies iban tan rápido que ya no se veían claramente, y el palmoteo marcaba el ritmo como un tambor de carne.
—¡Aiiuuuuu! —gruñía lo de abajo.
—
Envoie!
—cantaba arriba la multitud.
Charriére se paró de golpe. También el cántico se interrumpió, dejando flotar sus últimos ecos por la iglesia; lo que no paró fueron los ruidos de abajo, que se fundieron en una sola nota, un gemido, un estertor, acompañado de pasos incesantes, arrastrados.
D'Agosta siguió mirando desde la oscuridad, con el alma en vilo.
—
Envoie!
—exclamó el sumo sacerdote, bajando de la losa—.
Envoie!
Los cuatro hombres de las cuatro esquinas cogieron sus respectivas cuerdas, se giraron, se las pusieron al hombro y empezaron a estirar. La losa se inclinó con un chirrido, osciló y se alzó.
—
Envoie!
—exclamó de nuevo el sacerdote, levantando las palmas.
Los hombres se alejaron, arrastrando la losa, que dejó a la vista un hueco en el suelo del presbiterio. La dejaron y soltaron las cuerdas. El círculo de hombres se estrechó, en silenciosa espera. Todo estaba en suspenso, inmóvil. Bossong, que no pestañeaba, miró a los hombres con sus ojos oscuros. Por el hueco salía una vaga exhalación: el perfume de la muerte.
La oquedad se llenó de un sonido constante: pasos, rasguños, correteos, sorbos húmedos, ávidos…
Hasta que finalmente surgió de la negrura, aferrándose al borde de piedra: una mano reseca y blanquecina, y un antebrazo huesudo en que los músculos y los tendones se marcaban como cuerdas. Después apareció otra mano, y por último, acompañado de una especie de arañazos, una cabeza: pelo aplastado y grasiento, rostro inexpresivo más allá de un ansia vaga… Uno de los ojos giraba blanco en su órbita; el otro lo tapaban grumos de sangre seca y otras sustancias. La cosa se dio un impulso repentino para salir del agujero, y se dejó caer con todo su peso en el suelo de la iglesia, arañándolo con las uñas. Se oyeron cortarse varias respiraciones, y unos cuantos murmullos de satisfacción.
D'Agosta miraba horrorizado, sin dar crédito a sus ojos. Era un hombre, o por lo menos lo había sido. No dudó ni un momento (ni uno solo) de que fuera lo que le había perseguido y atacado en los alrededores de la Ville hacía exactamente siete días. Sin embargo, no parecía Fearing, ni mucho menos Smithback. ¿Estaba vivo… o era un muerto resucitado? Se le puso la piel de gllina al contemplar su cara fofa, su piel arrugada y pálida, y los arabescos, líneas y cruces que se traslucían bajo los sucios harapos que hacían las veces de ropa; pero no, al fijarse mejor se dio cuenta de que el hombre, o cosa, no llevaba harapos, sino restos de seda, satén o alguna antigua gala que el paso del tiempo había deshecho, y puesto rígido de tierra, sangre y mugre.
La gente murmuraba con una especie de veneración, mientras el hombre cosa daba pasos vacilantes a ambos lados, mirando al alto sacerdote como si esperase instrucciones, con un hilo de saliva colgando de sus labios gruesos y grises, y una respiración que era como apretar una bolsa mojada. Su único ojo bueno parecía muerto, completamente muerto.
Charriére hurgó en los pliegues de su sotana y sacó un pequeño cáliz de latón, en el que introdujo los dedos para rociar con una especie de aceite la cabeza y los hombros de la forma que se bamboleaba frente a él. A continuación, para infinita sorpresa de D'Agosta, se arrodilló ante la criatura y se inclinó profundamente. Los demás hicieron lo mismo. D'Agosta notó que le estiraban el hábito: era Pendergast, que le pidió por señas que siguiera el ejemplo de los fieles. D'Agosta se puso de rodillas y tendió ambas manos hacia el zombi (suponiendo que realmente lo fuese), como veía hacer a los demás.
—¡Nos inclinamos ante el protector! —recitó el sumo sacerdote—. ¡Salve a nuestra espada, nuestra roca!
Todos lo repitieron al unísono.
Charriére siguió hablando en otro idioma, al igual que los demás.
D'Agosta miró a su alrededor, y ya no vio a Bossong.
—¡Que te fortalezcamos —dijo el alto sacerdote, otra vez en inglés—, como nos fortalecen a nosotros los dioses del cielo!