Read La Danza Del Cementerio Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Policíaca,
—Es increíble que aún exista un sitio así en Manhattan —dijo.
—Lo increíble es que exista, aquí o en cualquier sitio. ¿Qué hacemos?
—Esperar. Ver si hay alguien.
—¿Cuánto tiempo?
—Diez minutos, o un cuarto de hora; bastante para que haga la ronda un vigilante, si es que lo hay. Luego podremos acercarnos. No te olvides de anotarlo todo. Nos interesa que los lectores ¿el
West Sider
no se pierdan detalle.
—Vale —dijo Caitlyn con voz temblorosa, cogiendo con fuerza su libreta.
Nora se sentó a esperar. El cambio de postura le hizo sentir los arañazos del tosco amuleto en el cuello. Lo sacó para mirarlo. Su aspecto era tan raro como los fetiches dejados en la puerta de su piso: las plumas, la bola de gamuza… Pendergast le había hecho aceptarlo, con la promesa de ponérselo y llevar siempre encima la bolsa de franela. Por muy de Nueva Orleans que fuera, no daba la impresión de creer en el vudú. ¿O sí? Soltó el amuleto con cierta sensación de ridículo, alegrándose de que no lo hubiera visto la reportera.
Un débil ruido la sobresaltó. Había surgido de la oscuridad: un zumbido grave, como de cigarras monstruosas. Tardó un poco en darse cuenta de que salía de la iglesia. Se hizo paulatinamente más fuerte y nítido: un canto grave. No, más que un canto, una especie de cántico.
—¿Lo oyes? —preguntó Caitlyn, con voz tensa.
Nora asintió.
El sonido creció, adquiriendo volumen y un timbre más profundo; sonidos trémulos, con altibajos que obedecían a un ritmo complejo. Nora vio que Caitlyn tiritaba y se ceñía la chaqueta.
Mientras permanecían a la espera, muy atentas, el cántico se hizo más rápido e insistente.
Cada vez era más agudo.
—Mierda. No me gusta nada —dijo Caitlyn.
Nora le pasó un brazo por los hombros.
—Siéntate y no te muevas; nadie sabe que estamos aquí. En la oscuridad somos invisibles.
—He hecho mal en aceptar. Ha sido una mala idea.
Al darse cuenta del temblor de Caitlyn, Nora se extrañó de no tener miedo. Se lo debía a la muerte de Bill. No era exactamente falta de miedo, sino sentirse ajena al miedo. ¿Podía haber algo peor que la muerte de Bill? Morirse ella sería una especie de liberación.
El cántico se hizo más y más urgente, hasta la irrupción de un nuevo sonido: el balido de una cabra.
—Oh, no —murmuró Nora, estrechando más a Caitlyn.
Otro balido lastimero. El cántico se había vuelto agudo y rápido, casi maquinal, como el zumbido de una enorme dinamo.
Lo interrumpieron otros dos balidos, más penetrantes y atemorizados. Nora ya sabía lo que iba a pasar. Quiso taparse los oídos, pero no podía.
—Esto tiene que verlo alguien.
Se empezó a levantar.
Caitlyn la retuvo.
—No. Espera, por favor.
Nora se soltó.
—Es para lo que hemos venido.
—¡Por favor, que te verán!
—No me verá nadie.
—¡Espera…!
Pero Nora ya corría agachada por el campo. La hierba estaba mojada y resbaladiza. Se pegó a la pared trasera de la antigua iglesia y empezó a deslizarse hacia la ventanita amarilla. Tras una pausa, se asomó a ella con el pulso desbocado.
Un lavabo de porcelana, oscurecido por el tiempo; un orinal de loza, roto; una cómoda de madera astillada. Un viejo cuarto de baño, sin nadie dentro.
«Mierda.» Se agachó, pegando la cara a la madera fría y sin desbastar. Los materiales de aquel viejo edificio parecían exudar un olor peculiar, como de almizcle y humo. Desde aquella distancia se oía mucho más lo de dentro. Pegó la oreja a la pared y escuchó atentamente.
No entendía las palabras. Ni siquiera sabía en qué idioma cantaban. Inglés no, en todo caso.
¿Francés? ¿Criollo?
Además del cántico, se oía un ritmo rápido, como de pies descalzos. Sobre el insistente ostinato se elevaba una sola voz, trémula y aguda, que pese a su falta de musicalidad formaba claramente parte del ritual.
Otro balido largo y asustado. Agudo, lleno de pánico. Y de pronto un silencio absoluto.
Luego, cortando el aire, el grito, pura expresión animal de sorpresa y dolor; grito ahogado casi de inmediato en una gárgara, seguida por una tos silbante, larga, prolongada, y después por el silencio.
A Nora no le hizo falta verlo para saber exactamente lo ocurrido.
El cántico se reanudó de golpe, rápido, exultante, dominado sin la menor duda por algún tipo de sacerdote que gemía de gozo, en un registro agudo. Todo ello mezclado a otro ruido, como un resuello sibilante y húmedo.
Nora tragó aire a bocanadas, con una repentina sensación de náuseas. Aquel sonido le había llegado hasta la médula, reviviendo inesperadamente el horrible momento en que había visto a su marido inmóvil en un charco de sangre, sobre el suelo de la sala de estar. Se sintió paralizada. La tierra de su alrededor giraba sin parar. Veía manchas. Caitlyn tenía razón.
Había sido una mala idea. Fueran quienes fuesen los de dentro, no se tomarían nada bien una intrusión. Se aferró durante uno o dos minutos a la pared de ladrillo, hasta que se le pasó la sensación, y comprendió que debían irse cuanto antes.
Justo cuando se giraba, vio moverse algo por la oscuridad, en la esquina del edificio del fondo. Inestable, a trompicones, una mancha borrosa de carne amarillenta en la espectral luz de la luna. Y luego nada.
Parpadeó con fuerza, electrizada de temor, y abrió otra vez los ojos. Todo estaba silencioso y oscuro. Ya no se oía el cántico. ¿Realmente había visto algo? Justo cuando llegaba a la conclusión de que no, apareció de nuevo: calvo, extrañamente hinchado, con harapos. Se acercó a ella con un movimiento que parecía a la vez aleatorio y lleno de una horrible determinación.
Al mirarlo fijamente, Nora no pudo menos que acordarse de lo que la había perseguido dos noches atrás por la sala de los esqueletos de ballena. Se puso de pie, ahogando un grito, y corrió por el campo.
—¡Caitlyn! —jadeó al chocar con la reportera y cogerla por la chaqueta, sin poder respirar—.
¡Tenemos que irnos ahora mismo!
—¿Qué ha pasado?
El pánico de Nora aterró inmediatamente a Caitlyn, que se encogió en el suelo.
—¡Vamos!
Nora tiró de ella por la camisa, levantándola a pulso. Caitlyn tropezó al ponerse de pie.
Nora la aguantó.
—Ay, Dios mío… —dijo Caitlyn. Se había quedado paralizada, mirando fijamente hacia atrás—. Dios mío…
Nora se giró. La cosa (un rostro abotargado, deformado, que con tan poca luz no se veía bien) se les echaba encima con un movimiento horriblemente dislocado.
—¡Caitlyn! —chilló Nora, obligándola a dar media vuelta—. ¡Corre!
¿Qué…?
Pero Nora ya se había lanzado por la oscuridad del barranco, estirando a la reportera por un brazo. Era como si el miedo tuviese drogada a Caitlyn, que resbalaba con las hojas, y no se cansaba de mirar atrás.
La cosa se movía más deprisa, dándoles caza con unas zancadas de siniestra intención.
Nora ya oía su respiración, ansiosa y babeante.
—¡Que viene! —dijo Caitlyn—. ¡Viene a por nosotras!
—¡Cállate y corre!
«Dios mío… —pensó Nora al correr—. Dios mío… No puede ser Fearing. ¿Verdad que no?»
Sin embargo, tenía la certeza de que sí.
Llegaron al final del barranco. La puerta y la valla estaban justo delante.
—¡Levanta el culo! —le gritó a Caitlyn, que resbaló y estuvo peligrosamente a punto de caerse.
Lloraba, y le costaba respirar. Un ruido de pisadas en el suelo se acercaba muy deprisa por la oscuridad. Nora levantó a Caitlyn.
—Ay, Dios mío…
Llegó a la valla, con la periodista a rastras. La tiró contra la tela metálica y la levantó con todas sus fuerzas. Caitlyn empezó a arañar la malla hasta encontrar dos agujeros y empezar a subir.
Nora fue tras ella. Llegaron al otro lado, aterrizaron sobre las hojas y volvieron a correr.
Se oyó un impacto en la tela metálica. Nora se giró. A pesar de lo deprisa que latía su corazón, tenía que saberlo. Tenía que saberlo.
—¿Qué haces? —exclamó Caitlyn, corriendo como loca.
Nora metió una mano en la mochila, sacó la linterna, la encendió, enfocó la valla…
… Nada, solo un abombamiento convexo en la parte del acero oxidado que había recibido el impacto de la cosa, y un leve movimiento residual debido al golpe, que hizo chirriar la tela metálica hasta que volvió el silencio.
La cosa ya no estaba.
Oyó alejarse los pasos de Caitlyn por el viejo camino.
La siguió sin correr mucho, pero a un ritmo constante, y tardó poco en encontrarla, jadeante y exhausta. Caitlyn se agachó sin poder respirar, y vomitó. Nora le sujetó los hombros.
—¿Quién… qué era eso? —logró articular la periodista, atragantada.
Nora la ayudó a levantarse sin decir nada. Diez minutos después estaban en Indian Road, otra vez en terreno conocido, pero Nora (que se palpaba inconscientemente el amuleto del cuello) no podía borrar de su cabeza el sentimiento de horror despertado por la cosa que acababa de perseguirlas, y por los estertores de la cabra condenada. Constantemente la asaltaba un pensamiento espantoso, una idea irracional, inútil y nauseabunda: ¿sería el mismo ruido que había hecho Bill al morirse?
E
1 teniente D'Agosta estaba sentado en su cuchitril del edificio de jefatura, absorto en la pantalla del ordenador. Era escritor. Tenía dos novelas publicadas, con muy buenas críticas.
Entonces, ¿por qué narices le costaba tanto redactar un informe provisional? Aún le escocía el rapapolvo del jefe de policía de la tarde anterior. Estaba claro que Kline había tenido acceso a él.
Dejó de mirar la pantalla y se frotó los ojos. Por la única ventana del despacho, que le permitía ver un trocito de cielo, entraba sin fuerzas la luz de la mañana. Dio un trago a su tercera taza de café, e intentó despejarse la cabeza. Tenía la impresión de que a partir de cierto punto lo que hacía el café era cansarle más.
¿Cómo podía haber pasado solo una semana desde el asesinato de Smithback? Sacudió la cabeza. En aquel momento debería haber estado en Canadá, visitando a su hijo y firmando papeles para su inminente divorcio, pero no, lo que estaba era encadenado a Nueva York, y a un caso que se volvía más extraño cada día.
Sonó el teléfono en la mesa. Lo que le faltaba, otra distracción. Descolgó, suspirando para sus adentros.
—Homicidios, aquí D'Agosta.
—¿Vincent? Soy Fred Stolfutz.
Stolfutz era el fiscal adjunto que le estaba ayudando a redactar la petición de orden de registro de la Ville.
—Hola, Fred. ¿Qué, qué te parece?
—Si pretendes entrar a buscar pruebas de homicidio, ya puedes olvidarte. Hay demasiada poca base para que algún juez te conceda una orden, sobre todo después del numerito de Kline del otro día.
—Pero bueno, ¿cómo te has enterado tú de eso?
—Lo sabe todo el mundo, Vinnie. Por no hablar de que el jefe…
D'Agosta le interrumpió, impaciente.
—Entonces, ¿qué posibilidades tengo?
—Pues… Dices que está en pleno bosque, ¿no?
—Exacto.
—Entonces, descartada la doctrina del caso Horton: no puedes acercarte bastante para reconocer pruebas a simple vista, pongamos por caso, u oler humo de marihuana. Tampoco habrá circunstancias que lo exijan, como alguien pidiendo ayuda a gritos, o algo por el estilo.
—Gritos ha habido muchos, pero de animales.
—Sí, es lo que me estaba planteando. Por homicidio nunca entrarás, pero sobre crueldad con animales es probable que te pueda redactar algo. Eso sí que podría tener un pase. Si vas con un agente de control de animales, puedes estar atento a las pruebas que buscas.
—Interesante. ¿Tú crees que colará?
—Yo sí. —Eres un genio, Fred. Llámame cuando sepas algo más.
D'Agosta colgó el teléfono y se concentró otra vez en su problema.
A primera vista no era complicado. Había testigos buenos, excelentes, que habían visto entrar y salir del edificio a Fearing; y aunque los resultados no fueran oficiales, y no se pudieran usar en ningún juicio, se había encontrado ADN de Fearing en el lugar del crimen, algo que tarde o temprano confirmarían los resultados oficiales. Fearing estaba persiguiendo a Nora. También en ese caso tenían la prueba de su ADN. Su nicho estaba vacío, sin cadáver.
Esas eran las pruebas, por un lado.
¿Y por el otro? Un forense agobiado de trabajo, borde y poco escrupuloso que no podía reconocer que se había equivocado. Un tatuaje y una marca de nacimiento, que tanto en un caso como en el otro, teniendo en cuenta el tiempo pasado en el agua por el cadáver, podían ser falsos o haber dado lugar a confusiones. La identificación de una hermana, pero no sería la primera vez que un pariente demasiado traumatizado, o un cadáver demasiado cambiado, provocaban falsas identificaciones. Podía ser un fraude del seguro, con la complicidad de la hermana. La desaparición de esta última no hacía sino abonar esas sospechas.
No, Colin Fearing estaba vivo. De eso D'Agosta no tenía la menor duda. Y no era ningún zombi, qué narices. ¿Quién estaba detrás, Kline o la Ville? Pensaba presionar a ambos.
Cogió el café, se lo quedó mirando y lo echó a la papelera, seguido por la taza. Menos meterse porquería en el cuerpo. Pensó en el crimen en sí. A él no le parecía una violación frustrada. Por otra parte, al entrar, el culpable había mirado a la cámara: sabía que le grababan… pero le daba igual.
Tenía razón Pendergast. No era un asesinato desorganizado, sino que detrás había un plan.
Pero ¿qué plan? Masculló una maldición.
Sonó otra vez el teléfono.
—D'Agosta.
—¿Vinnie? Soy Laura. ¿Has visto el
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de esta mañana?
—No.
—Pues más vale que lo busques.
—¿Qué pone?
—Tú échale un vistazo. Y…
—¿Y qué?
—Y espérate una llamada del jefe. No le digas que te he avisado, pero prepárate.
—Mierda, otra vez no.
D'Agosta colgó, se levantó y fue a los ascensores más cercanos. Probablemente pudiera gorronearle a alguien el
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allá mismo, en la planta, pero si era verdad lo que decía Laura, necesitaría algo de tiempo para digerirlo, fuera lo que fuese, antes de que le llamara el jefe.
Sonó el timbre del ascensor. Se abrieron unas puertas. Minutos después, llegó al quiosco del vestíbulo y vio el
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donde siempre, colgado muy visiblemente en el expositor de arriba a la izquierda. Dejó las dos monedas en el mostrador, cogió el primer ejemplar del montón y se lo puso debajo del brazo. Luego entró en el Starbucks del otro lado del vestíbulo, pidió un expreso normal, se lo llevó a una mesa y abrió el periódico. El titular se le echó prácticamente encima: