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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

La Danza Del Cementerio (43 page)

BOOK: La Danza Del Cementerio
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El poli cachas flexionó los músculos e hizo un ruido burlón por la nariz.

—Le aseguro que es una emergencia, sargento. Por la sección 302(b)2 del código…

—¡Pero si también es abogado! «Una emergencia.» Vaya, vaya… ¿Qué tipo de emergencia?

Mulvaney se subió el cinturón, haciendo tintinear las esposas y las llaves, y esperó con la cabeza ladeada.

—De vida o muerte. Ha sido un placer conversar con usted, sargento, pero no tengo más tiempo para hablar. Lo lamento. Primer y último aviso.

—Oiga, que yo tengo mis órdenes: vigilar el acceso a la Ville por el río, y no pienso dejarle la lancha solo porque me lo pida.

El sargento cruzó sus gruesos brazos, sonriendo a Pendergast.

—Señor Mulvaney…

Pendergast se inclinó hacia él, apoyado en la borda, como si quisiera hacerle una confidencia al oído. En el momento en que Mulvaney se agachó para escuchar, hubo un movimiento rápido; el puño de Pendergast se clavó en su plexo solar, y Mulvaney se dobló sobre la borda.

Pendergast le tiró al agua con una maniobra rápida, provocando un sonoro chapuzón.

—Pero ¿qué cono…?

El otro policía se irguió con la mirada fija, cogiendo la pistola.

Pendergast ayudó a levantarse al sargento empapado, a quien ya había quitado la pistola, y apuntó al de la unidad marítima.

—Tire las armas a la playa.

—No puede…

La detonación sobresaltó al agente.

—¡Vale, vale! Caray… —Se quitó las armas y las tiró a los guijarros—. ¿Es el protocolo del FBI?

—Del protocolo ya me preocupo yo —dijo Pendergast, sin soltar a Mulvaney, que jadeaba—.

Usted lo que tiene que hacer es bajar ahora mismo de la lancha.

El otro ocupante de la lancha bajó al agua con cuidado. Pendergast saltó en un santiamén a la cabina, puso marcha atrás y apartó la embarcación de la orilla.

—Siento muchísimo haberles incomodado, señores —dijo al girar el timón y cambiar de marcha.

Aceleró, con un rugido del motor, y se perdió de vista al otro lado de la curva de la orilla.

70

R
ecurriendo a toda la presencia de ánimo que le quedaba, D'Agosta respiró más despacio y se concentró en su misión. Tenía que liberar a Nora. No pensar tanto en que estaba prisionero le ayudó a calmarse. El problema, más que haberse quedado atascado, era lo resbaladizas que estaban las paredes; le era imposible encontrar un asidero, y menos con un solo brazo en condiciones. Se había estropeado las uñas en un esfuerzo inútil, cuando lo que necesitaba de verdad era algo puntiagudo y resistente, algún instrumento dentado que se clavara en las paredes y le ayudara a salir.

Dentado…

A menos de quince centímetros de la mano tenía una mandíbula humana con todos sus dientes. Forcejeó desesperadamente, y al final consiguió mover bastante el brazo sano para cogerla. Entonces giró el cuerpo hacia un lado e introdujo los dientes de la mandíbula en una grieta del techo del nicho. A fuerza de estirar, y retorcerse al mismo tiempo, finalmente logró quedar libre.

Se arrastró fuera del nicho con un alivio enorme, y respiró con fuerza en el centro de la sala.

Todo estaba en silencio. Por lo visto el zombi y la partida de perseguidores se habían ido a enfrentarse con los manifestantes.

Volvió al pasillo central, y usó el mechero con cuidado para examinarlo en toda su extensión.

Por un extremo no tenía salida. En ambos lados había otras cámaras sepulcrales toscamente excavadas en la misma arcilla densa, y apuntaladas con madera, pero no se parecían en nada a la sillería del vídeo. De hecho, nada de lo visto hasta entonces guardaba similitudes con aquel tipo de construcción. Hasta el tipo de piedra difería. Tendría que buscar en otro sitio.

Rehizo su camino, rodeando el pozo, y llegó a la zona de la necrópolis abovedada. En las paredes había muchas puertecillas de hierro, que parecían corresponder a criptas familiares.

Intentó construir en su cabeza un mapa del sótano, para rellenar mentalmente las partes por las que había circulado medio inconsciente. Había puertas en los cuatro punto cardinales; una llevaba a las catacumbas; otra, comprendió, era la del pasillo sin salida del que acababa de llegar. Quedaban otras dos por probar.

Eligió una al azar, y la abrió.

También daba a un túnel, aunque a simple vista prometía más: las paredes eran de piedra mal cortada; no exactamente como las del vídeo, pero más parecidas.

Aquel pasillo olía a podrido. Hizo una pausa y encendió un momento el mechero, para ahorrar gasolina. El pasillo estaba sucio, con las piedras salpicadas de barro, supurando moho y hongos. El suelo cedía al tacto de una manera muy desagradable.

Al mover la linterna, oyó un grito en sordina al fondo de la oscuridad, corto, agudo y lleno de terror.

¿Nora?

Corrió por el pasillo hacia el sonido, levantando el mechero.

71

C
on Plock al frente, los manifestantes corrieron por la iglesia en una orgía de destrucción, volcando altares y capillas llenas de fetiches. La caída del sacerdote, mientras tanto, había sembrado la confusión entre los hombres de las túnicas, que se habían retirado a la penumbra, muy inferiores en número, y temporalmente desconcertados. Plock se dio cuenta de que la iniciativa la tenían ellos; la clave era aprovecharla y conservarla. Seguido por la multitud, se dirigió al altar central, donde había un poste con manchas de sangre y vísceras; era, evidentemente, el lugar donde se producían los sacrificios de animales, y en el que un charco de sangre recién derramada esperaba su indignación.

—¡Destruid este matadero! —exclamó, mientras se arremolinaban en torno a la plataforma que contenía el altar y el cercado de los sacrificios, derribaban el poste, abrían cajas y tiraban reliquias al suelo.

—¡Blasfemos! —tronó la voz profunda de Bossong.

Estaba al lado del cuerpo del sacerdote caído, que yacía inconsciente, gravemente pisoteado por la multitud. Tampoco Bossong había quedado ileso: cuando caminó hacia el pasillo central, se vio que tenía un reguero de sangre en la frente.

La voz del líder de la Ville tuvo un efecto electrizante en los hombres de los hábitos.

Interrumpieron su retirada y guardaron una especie de inmovilidad. En algunas manos aparecieron cuchillos.

—¡Carnicero! —le gritó a Bossong uno de los manifestantes. Plock se dio cuenta de que tenía que evitar que se parasen. Había que llevarles fuera de la iglesia, al resto de la Ville. Quedarse allí podía degenerar rápidamente en actos de violencia.

De pronto un fiel con hábito corrió gritando hacia un manifestante, y quiso clavarle un cuchillo; la pelea entre los dos, corta y violenta, derivó con gran rapidez en un choque multitudinario, con miembros de ambos grupos acudiendo en defensa de los suyos. Se oyó un alarido. Alguien había recibido una cuchillada. —¡Asesinos! —¡Criminales!

Todo eran forcejeos, patadas y puñetazos; todo hábitos marrones, colores caqui y algodón Pima. El espectáculo era casi surrealista. En cuestión de momentos, varias personas sangraban en el suelo de piedra.

—¡Los animales! —exclamó Plock de repente. Los oía y los olía: un pandemónium que se filtraba por una puerta al fondo del altar—. ¡Por aquí! ¡Vamos a buscar a los animales y soltarlos! Se lanzó hacia la puerta y empezó a aporrearla. Las primeras filas se abatieron sobre ella, y reaparecieron los arietes. La puerta se vino abajo con un fuerte crujido. La marea humana cruzó un arco de piedra, pero se encontró con que una gran verja de hierro forjado les cerraba el paso a la siguiente sala. La visión del otro lado era infernal: decenas de crías de animales (corderos, cabritos, terneros, y hasta perritos y gatitos) encerrados en una enorme sala de piedra, cuyo suelo estaba recubierto de una fina capa de paja. Se elevó un coro estridente de lamentos animales: los corderos balaban, los perritos gañían…

Al principio Plock enmudeció de horror. Era peor de lo que se había imaginado.

—¡Abramos la verja! —exclamó—. ¡Soltemos a los animales! —¡No! —gritó Bossong, intentando acercarse, pero le empujaron al suelo sin contemplaciones.

Los arietes chocaron con la verja de hierro, cuya resistencia demostró ser mucho mayor que la de las puertas de madera. Golpearon el hierro sin descanso, mientras los animales, encogidos, chillaban de miedo.

—¡Una llave! ¡Encontrad una llave! —exclamó Plock—. Seguro que él tiene una.

Señaló a Bossong, que había vuelto a levantarse, y forcejeaba con varios manifestantes.

La multitud se echó encima de él. Desapareció en un remolino, mientras se oía un ruido de tela desgarrada.

—¡Aquí!

Un hombre enseñó una anilla de hierro con llaves, que corrió de mano en mano. Plock insertó una tras otra las antiguas llaves en la cerradura, hasta que una de ellas funcionó. Abrió de par en par la verja.

—¡Libres! —exclamó.

La vanguardia de los manifestantes entró e hizo salir a los animales, intentando que no se dispersaran, pero nada más cruzar la verja las crías corrieron asustadas en todas las direcciones, mientras sus gritos subían hacia las grandes vigas de madera, y resonaban por el vasto espacio.

Se había levantado mucho polvo. Ahora la iglesia presentaba un panorama infernal de peleas y huidas, en el que se apreciaba a simple vista la ventaja de los manifestantes. Los animales corrieron por la nave en estampida, saltando para zafarse de los fieles, que intentaban cogerlos, y desaparecieron rápidamente por todas las puertas y vanos que encontraban.

—¡Es el momento! —chilló Plock—. ¡Vamos a echar a los vivisectores! ¡Vamos a echarles! ¡Ya!

72

L
a lancha de la policía, con Pendergast al timón, iba por el río Harlem a cincuenta nudos, siguiendo la curva del extremo norte de la isla de Manhattan, nimbo al sur. Pasó como una exhalación bajo una serie de puentes: el de la calle Doscientos siete, el de George Washington, el de Alexander Hamilton, High Bridge, el de Macombs Dan, el de la calle Ciento cuarenta y cinco, y por último el de la avenida Willis, donde el Harlem se ensanchaba, formando una bahía al acercarse a su confluencia con el East River. Sin embargo, en vez de ir hacia este último, Pendergast imprimió un brusco giro a la embarcación y la dirigió hacia el Bronx Kill, un riachuelo estrecho y contaminado que separaba el Bronx de la isla de Randall.

Tras reducir su velocidad a treinta nudos, se metió por el Bronx Hill (que tenía más de cloaca y vertedero al aire libre que de vía navegable), dejando una estela marrón de la que se levantó como un miasma un olor a metano y aguas fecales. Delante había un oscuro puente de ferrocarril. Al pasar por debajo, el motor diesel llenó de extraños ecos el corto túnel. Había caído la noche sobre el sórdido paisaje. Pendergast tenía bien sujeta el asa del foco de la lancha, dirigiendo su luz a los diversos obstáculos que había delante, mientras la embarcación esquivaba cascos medio hundidos de barcazas viejas, pilares podridos de puentes que ya no existían desde hacía mucho tiempo y esqueletos sumergidos de vagones de metro antiguos.

El Bronx Kill se ensanchaba otra vez, bastante bruscamente, en una amplia ensenada que daba a la parte superior de Hell Gate, y a la punta norte del East River. Justo delante se erguía el gran complejo carcelario de la isla de Rikers, con sus malfamadas torres de cemento en forma de equis bañadas por luces inclementes de sodio, contra un cielo negro.

Cada minuto era vital. Quizá ya llegase demasiado tarde.

Cuando apareció el faro de Sand Point, Pendergast puso rumbo a la playa, cruzó la ancha boca de Glen Cove y fue directamente al otro lado, a tierra firme, sin apartar la vista de las fincas que se sucedían en la costa. Apareció un embarcadero largo, en una playa cubierta de árboles.

Puso rumbo a él. Al fondo del embarcadero había un gran césped que subía hasta las torrecillas y los hastiales de madera de una gran mansión de la Costa de Oro.

Llevó la lancha hasta el embarcadero a una velocidad espeluznante, invirtiendo los motores en el último momento, y girando la embarcación para apuntar hacia el estrecho. Antes de que se parase la lancha, encajó una de las defensas entre el borde del timón y el acelerador, saltó al embarcadero desde la proa y corrió hacia la casa, oscura y silenciosa. Sin capitán, con la palanca fija en la velocidad mínima, la lancha se alejó del embarcadero y no tardó mucho en perderse de vista en el estrecho de Long Island, hasta que sus luces rojas y verdes se fundieron con la oscuridad.

73

L
a capitana Laura Hayward observó consternada la doble puerta rota por la que se entraba a las oscuras fauces de la Ville, a la vez que oía el barullo de dentro. El acto de protesta estaba planeado con mano experta. Se habían confirmado sus temores. No era ninguna reunión cutre hecha a base de parches, sino un grupo bien planeado que sabía muy bien a qué iba. Le habían ganado claramente la partida a Chislett, superado con creces, y a todas luces incapaz de hacer frente a la situación. Durante cinco minutos cruciales, mientras se formaba como por arte de magia una gran multitud, Chislett se había quedado anonadado, sin reaccionar más allá de la sorpresa y la impotencia. Se habían perdido minutos valiosísimos, en que la policía, como mínimo, podría haber frenado un poco el avance, o haber metido una cuña en la vanguardia de la manifestación. Para colmo de males, al recuperarse, Chislett había empezado a dar órdenes contradictorias a diestro y siniestro, agravando la confusión de sus hombres. Hayward ya veía que varios policías de las posiciones de avanzada tomaban decisiones por su cuenta, y corrían con gas lacrimógeno y equipo antidisturbios hacia la puerta principal de la Ville, pero era demasiado tarde; ya estaban dentro los manifestantes, y la situación táctica se presentaba extremadamente difícil y compleja.

De eso, sin embargo, no podía preocuparse. En lo que pensaba era en la llamada de Pendergast. «Podría estar en peligro de muerte», había dicho. Y no era alguien propenso a la exageración.

Se puso muy seria. No era la primera vez que la asociación de Vinnie con Pendergast acababa desastrosamente; para Vinnie, claro, porque parecía que Pendergast siempre saliera indemne (como esta vez, en que le había dejado a su suerte).

Se sacudió la rabia. Ya habría tiempo de cantarle las cuarenta a Pendergast. De momento tenía que actuar.

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