—¡Oh, Jacky, muchacho! —suspiró Dumont, de hinojos junto al cadáver—. ¿Por qué has tenido que hacer una cosa así? —Agachó la cabeza simulando pesar y después se puso en pie con los brazos extendidos hacia Larissa; al verla retroceder, se detuvo.
—¡Larissa!
Pronunció su nombre con auténtico sentimiento. Dumont se había imaginado muchas veces cómo lo abrazaría la joven, llena de agradecimiento, tras haber acabado con el malhechor por defenderla a ella. Había tomado la resolución de eliminar a Jack
el Hermoso
antes incluso de proponerle la participación en el incidente. El piloto, a pesar de su estupidez, sabía demasiado sobre Dumont y representaba un peligro constante; además, sus borracheras eran cada vez peores y podía decir cualquier cosa si soltaba la lengua.
Sin embargo, al capitán de
La Demoiselle
no le había salido redonda la jugada; no sólo acababa de perder a un piloto, sino también la confianza de Larissa.
—¡Larissa! —llamó de nuevo.
El desgarro de la voz del capitán mitigó la desconfianza de la muchacha y le hizo sentirse avergonzada. Aunque Dumont hubiera matado a uno de sus hombres, Jack se había disfrazado y la había amenazado a ella con la espada; el capitán no había tenido otra opción más que hacer lo que hizo.
—Perdona, tío, es que…
—Vamos, vamos,
ma chérie
—la consoló; se acercó a ella con rapidez y la tomó entre los brazos—. Te has asustado, eso es todo.
Ella lo abrazó y escondió la cabeza contra su fuerte pecho, como había hecho tantas veces a lo largo de ocho años. Dumont le acarició el pelo, le ciñó la cintura con una mano y la estrechó más; el deseo comenzó a mezclarse con la excitación del asesinato.
—Larissa —pronunció con voz enronquecida, y le alzó la cara.
No era la primera vez que la joven escuchaba ese tono en un hombre y había aprendido a no confiarse, pero, al escucharlo en boca de su protector, se sintió traicionada y confundida. Lo alejó de sí y lo miró fijamente con una mezcla de rabia, miedo e incredulidad. A Dumont no le gustó esa reacción, y su rostro adquirió una expresión tenebrosa.
Larissa, presa del pánico, corrió a apoderarse de la espada que se le había caído a Jack; pesaba más que las armas que en ocasiones había utilizado en el teatro y se le resintió la muñeca al empuñarla. A pesar de todo, la agarró con ambas manos y apuntó decidida al estómago de Dumont.
—No te acerques —le advirtió con voz temblorosa.
Dumont, cada vez más encolerizado, lanzó una carcajada ronca y cruel.
—No tienes la menor idea de cómo utilizarla —le recordó.
Naturalmente tenía razón, y Larissa lo sabía; de todas formas, no aflojó el pulso y afirmó la mandíbula para simular una confianza en sí misma que estaba lejos de sentir.
—Tal vez —admitió—, pero es una espada y soy capaz de manejarla.
A Dumont se le había agotado la paciencia; todo salía mal en aquella isla, desde el ataque del monstruo de la niebla, pasando por la crisis nerviosa de Brynn, hasta ese inesperado cambio en el rumbo de los acontecimientos. No estaba dispuesto a aguantar ahora una discusión con Larissa; se enderezó, y la parpadeante luz de la antorcha confirió un aire demoníaco a su rostro.
—No eres más que una criatura —le espetó—, y no estoy de humor para jugar contigo. Ya es hora de que te conviertas en una adulta. —Larissa mantenía su posición y lo miraba desafiante para disimular su temor. Dumont frunció el entrecejo—. ¡Dame esa espada ahora mismo! —Avanzó hacia ella, y a Larissa le pareció mucho más temible que Jack
el Hermoso
.
—¡Ven a buscarla! —le gritó, y arrojó la pesada hoja contra él con todas sus fuerzas.
El golpe lo alcanzó en la espinilla izquierda, se la rajó dolorosamente y lo hizo caer al suelo. Larissa no se detuvo a comprobar el resultado de sus esfuerzos, pues había dado media vuelta en el momento en que la espada salía de sus manos; echó a correr hacia el pueblo a tanta velocidad como le permitían las piernas. El aullido iracundo que resonó a su espalda le indicó que Dumont la perseguía.
No se había dado cuenta de lo mucho que se habían alejado, paseando, de Puerto de Elhour y de la seguridad de las luces; a medida que dejaba atrás las lujosas residencias se preguntaba si no sería preferible pedir asilo a los habitantes, pero un rápido vistazo a las gárgolas acechantes que guardaban las verjas le hizo desistir enseguida.
Larissa oyó que Dumont la llamaba, y entrecerró los párpados con determinación; pese al vestido de la representación, corría a grandes zancadas, pero no sabía cuánto tiempo podría mantener la distancia entre ella y el capitán, cuyas piernas eran más largas y potentes.
Nunca se había sentido tan sola y atemorizada en su vida. La luna iluminaba escasamente el camino, pero agrandaba las sombras que se cernían a ambos lados de la calzada empedrada. La niebla comenzó a elevarse del suelo y a enroscársele en los tobillos ocultando la carretera, y estuvo a punto de caer en más de una ocasión.
El sonido de los tambores iba en aumento, y rezó una plegaria en silencio; el pueblo ya estaba más cerca.
—¡Larissa!
El corazón, que trotaba acelerado, le dio un brinco en el pecho; sin perder velocidad, la joven bailarina viró de repente a la izquierda y trepó como una ardilla por una valla de hierro oxidada. Tocó el suelo y, sin dejar de correr, sonrió al pensar que Dumont no salvaría el obstáculo con tanta facilidad como ella, lo cual le proporcionaría unos segundos preciosos.
Entró en una callejuela oscura y dobló una esquina. Entonces se percató de que casi había llegado a la plaza del mercado. Pese a que estaba a unas pocas calles, no se detuvo a considerar que ya se hallaba a salvo. Su mundo se tambaleaba; era un animal acosado y sólo quería escapar.
El pequeño edificio que tenía a la derecha era una taberna; según el cartel, se trataba de El Arrendajo Enfadado, y tenía dibujado un pájaro furioso que espantaba con un graznido a una ardilla entrometida. Entre el atronador redoble de tambores que resonaba desde el marjal, oyó unos acordes desafinados y también un ruido de voces.
Saltó hacia lo alto sin pararse siquiera a pensar, se agarró al recio travesaño de donde colgaba el cartel y trepó hasta sentarse encima; reculó en dirección al tejado y, asegurando los pies en los canalones que recorrían el alero, se deslizó hacia el otro lado con cautela. Una astilla se le clavó en el muslo y contrajo el rostro de dolor, pero no emitió un solo gemido.
Cuando Dumont dobló la esquina, la espinilla le sangraba; corría cojeando, con el severo rostro convulso de rabia, y miraba furibundo alrededor. La presa había volado. El cartel de El Arrendajo Enfadado todavía se movía pero él no se dio cuenta; entró en la taberna y cerró la puerta de un golpe. Larissa lo oyó hablar con el tabernero; exhaló un estremecido suspiro de alivio y cerró los ojos. Se había salvado.
—¡Bien, bien! ¿Qué ave eres tú, que te escondes en el tejado?
La voz la sorprendió tanto que estuvo en un tris de perder el precario equilibrio que guardaba; giró el cuello para ver quién la había descubierto y reconoció al joven de cabello oscuro con quien había hablado antes. Estaba justo debajo, con los brazos cruzados y una sonrisa burlona en el rostro. La joven se llevó un dedo a los labios y sacudió la cabeza con un gesto negativo.
El joven ensanchó la sonrisa, asintió y desapareció de su vista. A Larissa se le detuvo el corazón al oír que abría la puerta y decía a gritos:
—Señor, he visto a esa chica que andáis buscando.
—¿Dónde? —oyó preguntar a Dumont en tono frío.
—Se fue por la Avenida del Ciprés Viejo. A lo mejor pretende esconderse en uno de los…, de las casas.
Larissa levantó la cabeza gratamente sorprendida; la primera intuición sobre el singular joven desconocido no le había fallado, después de todo.
Oyó que Dumont lanzaba un juramento y se alejaba a grandes zancadas. Tras aguardar unos momentos, se asomó con cuidado; el muchacho estaba otra vez bajo el cartel y seguía sonriendo.
—No me…, no me has traicionado —logró decir Larissa.
—¡Claro que no! Me pareció que quería hacerte daño. ¿Piensas bajar, o subo yo?
—Ahora bajo —replicó entre risas—. Ya me has salvado una vez esta noche. —Alcanzó el alero del tejado, saltó y aterrizó con ligereza y gracia—. ¿Puede la dama que antes se hallaba en peligro preguntar el nombre de su salvador?
La miró, francamente sorprendido, y Larissa enarcó una ceja.
—Huummm…, me llamo… Fando.
Larissa no le creyó ni por un momento. Pensó que el muchacho no solía mentir y que acababa de contarle un auténtico embuste; la forma en que desviaba la mirada y su actitud general reforzaban su sospecha.
—Bien, Fando, yo me llamo Larissa Bucles de Nieve, y soy…
—La Dama del Mar en
El placer del pirata
. Fui a ver la representación, ¿recuerdas? —Sonreía de una forma tan sincera que no se percibía el menor atisbo de ironía—. Estoy encantado de que nos hayamos presentado formalmente, señorita Bucles de Nieve. Aunque —añadió en voz baja y mirando alrededor— sería mejor seguir hablando en otra parte.
La joven se sintió aprensiva de pronto, y también bastante molesta; no quería pasarse la noche huyendo de las compañías masculinas no deseadas, pero una rápida ojeada disipó toda duda respecto a las intenciones de Fando.
Las sucias calles olían a desechos. Una mujer con mucho maquillaje y poca ropa salió a trompicones de un edificio cercano y, cuando vio a Fando, sonrió y se contoneó provocativamente. Dos hombres dieron la vuelta a la esquina y también se quedaron mirando a la pareja.
—Tienes razón —dijo al misterioso salvador—, vamos a otra parte.
—¿Quieres que te acompañe a
La Demoiselle du Musarde
?
Larissa asintió despacio.
—Sí, pero no ahora mismo. ¿Hay algún barrio menos peligroso en la ciudad? Necesito pensar un rato.
—Como quieras —repuso, rozándole el hombro con suavidad. Una expresión reflexiva asomó a su rostro—. Hay un sitio agradable a unas pocas calles de aquí donde ofrecen comidas, si es que tienes apetito.
Larissa acababa de pensar lo agradable que sería acallar el rugido de sus tripas. No podía probar bocado cuando tenía que salir al escenario, pero después tenía un apetito voraz; además, dedicaba tantas horas a la danza, y con tanta intensidad, que necesitaba comer en proporción.
—Sería capaz de devorar un toro con cuernos y todo —le dijo a Fando.
—No creo que nadie sirva carne de toro en esta ciudad, pero podemos intentarlo —respondió el joven, con expresión ceñuda.
Larissa estalló en una carcajada explosiva; por primera vez se sentía contenta, después del asesinato de Liza. Fando quedó un poco confundido un momento, pero enseguida sonrió y le ofreció el brazo con una galantería exagerada; ella respondió de la misma forma y lo tomó del brazo.
Descendieron por el centro de la avenida para evitar las callejas y los portales oscuros; a Larissa no le agradaba aquella zona en absoluto y se sintió aliviada tan pronto como las construcciones en decadencia dieron paso a las viviendas particulares y a los comercios y tabernas bien conservados. De repente notó que los tambores habían cesado y se preguntó cuánto tiempo habría pasado sin saberlo.
—¿Qué hacemos si nos encuentra el capitán Dumont? —preguntó al cabo.
Fando sacudió la cabeza e intentó reprimir la risa, pero sin éxito, y las carcajadas salieron a borbotones como una música alegre en el aire cálido de la noche.
—No nos encontrará, porque lo mandé a la Avenida del Ciprés Viejo. —Al ver la expresión interrogante de Larissa, explicó—: Allí están los burdeles.
Sus alegres ojos castaños invitaron a Larissa a unirse a la broma que le había gastado al capitán, y Larissa así lo hizo; cuando llegaron a la acogedora taberna Dos Liebres, la joven sentía pinchazos en el estómago, y no sólo de hambre.
Miró el cartel y estuvo a punto de empezar a reír de nuevo al ver el dibujo, que representaba a dos conejos erguidos que se apoyaban uno en el hombro del otro con las patas delanteras y un vaso de vino en la mano; uno parecía despierto, e incluso sobrio, mientras que el otro estaba tan borracho que hasta se le caían las orejas.
El buen humor de la muchacha se evaporó en cuanto entró en el establecimiento. Era una sala oscura, iluminada por unas pocas linternas humeantes y el fuego de la chimenea; las conversaciones enmudecieron, y los tres músicos que tocaban se detuvieron con una confusión de notas discordantes. No había muchos clientes a esa hora de la noche, pero los pocos que aún se demoraban con sus jarras de cerveza miraron con descaro a la joven bailarina; sus miradas recelosas recorrieron la figura de Larissa, que de pronto recordó que aún llevaba el atrevido atuendo de la obra de teatro.
Iba a decirle a Fando que prefería marcharse, cuando éste avanzó con decisión hasta el centro del salón, al encuentro del obeso tabernero que se hallaba tras la barra del bar; el hombre dejó de limpiar vasos y miró a Fando con ojos pequeños y hostiles.
—Jean… Jean, sí, ¿no es eso? ¡Esta noche vas a recibir un gran honor! —anunció Fando con entusiasmo—. Nos honra con su presencia una de las principales estrellas del barco-teatro, y tiene muchas ganas de probar tus deliciosos manjares. Le he dicho que son los mejores de Puerto de Elhour —añadió en son de broma.
Jean se quedó mirando al joven fijamente, hasta que su negra barba se abrió para dar paso a unos dientes amarillentos.
—¿Los mejores de Puerto de Elhour? —se mofó—. ¡La mejor cocina de todo Souragne! De modo, señora, que sois del barco-teatro, ¿eh?
Larissa se quedó asombrada por el cambio en el ambiente. Jean no había terminado de hablar siquiera cuando todo volvió a la normalidad; los músicos continuaron tocando y los parroquianos retomaron sus jarras de cerveza sin interesarse más por ella.
—Sí, en efecto —respondió al tabernero.
—¡Ah, sí! ¡Ahora me acuerdo! ¡La Dama del Mar! Hacedme la merced de sentaros, que yo os traeré el mejor vino de la casa.
Con más agilidad de la que se hubiera esperado en un hombre de su tamaño, Jean despejó una mesilla de madera cerca de la chimenea y les indicó que se sentaran.
—Los hombres como tú merecen un calificativo —susurró al oído de su compañero.
—¿Cuál? —interrogó Fando receloso.
—¡Encantador! —Fando sonrió aliviado—. Bien, ¿qué se puede comer aquí?