De repente, los tambores que la habían obsesionado el día anterior comenzaron a redoblar otra vez; su sonido profundo y ominoso se unió a la música del baile, y la joven, sobresaltada por el retumbar que provenía de la oscuridad, tropezó. Sus azules ojos se abrieron de par en par al cometer la equivocación.
Se recuperó tan rápidamente que el público no alcanzó a darse cuenta de nada, pero sus compañeros sí lo habían hecho y estaban tan perplejos como ella, porque la muchacha era casi mágica cuando bailaba y nadie la había visto cometer un error jamás. Terminó su número, se quedó en una postura estática y tapó el Ojo con la mano.
En el mismo instante en que se hizo invisible, echó a correr hasta dejar atrás al público y se apoyó jadeante contra un gran ciprés. Estaba furiosa consigo misma, pues el baile era lo más importante del mundo para ella; desde luego que los tambores la habían distraído, sobre todo porque ignoraba su procedencia, pero era una profesional y no tendría que haber permitido que interfirieran en sus pasos.
Airada e impotente, golpeó el ciprés con los puños; se hizo daño, y la rabia contra sí misma aumentó.
—A los árboles no les gusta que les peguen, y creo que a ti tampoco te sirve de nada —dijo una voz a su espalda.
Larissa se giró asustada y se encontró cara a cara con un muchacho que la miraba sonriente. Por un instante, creyó que había soltado el colgante mágico, pero seguía con él en la mano y tragó saliva por la sorpresa.
—¿Me ves? —preguntó.
—Claro que sí —replicó el joven ensanchando la sonrisa—. Si no, ¿cómo sabría que estabas golpeando ese árbol? —Se apoyó en el ciprés y unió las manos, con los ojos brillantes de alegría. Al parecer, se divertía a costa del desconcierto de Larissa, pero sin el menor asomo de malicia.
Larissa, en plena confusión, no dejaba de mirar al desconocido, aunque tuvo que reconocer que bien valía la pena. Iba vestido con sencillez y sentido práctico, con una amplia camisa blanca, chaqueta sin adornos, pantalones y botas bajas de cuero. Era bastante alto —debía de sobrepasar el metro ochenta— y estaba bien proporcionado, si bien no era muy musculoso. El cabello, abundante y de color castaño, armonizaba con sus chispeantes ojos marrones, y sus facciones eran fuertes y bien cinceladas; las arrugas de la risa que le contorneaban los ojos y la boca parecían indicar que no se tomaba en serio a sí mismo.
Larissa notó que ella también sonreía. Abrió la boca para preguntarle cómo la había visto a pesar del Ojo mágico, cuando se dio cuenta de que la música había terminado y lanzó una exclamación. Era la segunda vez en la misma tarde que hacía algo mal, pues ya llegaba tarde al último saludo.
Abandonó al joven encantador y acudió rauda a ocupar su lugar entre Casilda y Sardan. La ovación fue tremenda, y los rostros del público irradiaban contento. La gente había disfrutado del mejor espectáculo de su vida.
Mientras hacía reverencias, Larissa buscaba entre los espectadores el rostro de Dumont, y al verlo se quedó paralizada; no sonreía, y sus verdes ojos la miraban duros como el jade.
Comprendió entonces con angustia que él también se había percatado del fallo y de que había llegado tarde al saludo final; la noche se iba a estropear, después de todo.
Miró furtivamente en dirección al joven desconocido, pero ya se había marchado y sintió una inesperada decepción. La gente acudió a felicitar a los actores y las conversaciones triviales reemplazaron a las canciones y la música.
Sin una palabra, Dumont extendió la mano. Larissa se quitó el colgante y lo depositó en la callosa palma; el capitán no descuidaba jamás sus tesoros.
—¿Qué te pasó? —le preguntó, mientras guardaba la joya en una bolsita que llevaba alrededor del cuello.
—Perdona, tío —respondió bajando los ojos—. Me distraje con los tambores.
—¿Qué tambores? —inquirió con el rostro pétreo—. ¿Los mismos que tanto te afectaron el otro día?
Larissa lo miró, enmudecida. Todavía los oía, con su ritmo repetitivo sobreponiéndose al de las cigarras y al de las voces humanas. ¿Es que acaso su tío no los percibía?
—
Esos
tambores —contestó, señalando en dirección al pantano.
—Todos cometemos errores —dijo Dumont sin suavizar la expresión, pero en tono paciente—, aunque nada se aprende de ellos si no los reconocemos; de modo que no culpes de tu fallo a unos tambores que no existen. Es la segunda vez que dices que los oyes, pero yo no; esa disculpa ya no te sirve.
Larissa no podía creerlo; los tambores estaban ahí, resonando a lo lejos con un ritmo que le llegaba al alma, y el capitán aseguraba que no los oía. Intentó discutírselo, pero la interrumpieron.
—¡Ah, capitán Dumont! —exclamó Foquelaine acercándose a grandes zancadas con una amplia sonrisa en la cara—. ¡Qué actuación! ¡Cuánto talento tenéis a bordo!
—¡Gracias, señor alcalde! Os presento a mi protegida, Larissa Bucles de Nieve. Larissa, querida, te presento al alcalde Bernard Foquelaine.
El hombre, encantado, tomó la mano de la damisela y le dio un húmedo beso.
—Es un gran placer, señorita —dijo extasiado—. Vuestra recreación de la Dama del Mar ha sido esplendorosa. ¡Jamás en mi vida había visto una danza tan perfecta! Capitán, debéis quedaros una temporada con vuestro barco en Puerto de Elhour.
Dumont le devolvió la sonrisa.
—Sería un gran honor representar para vuestras gentes. Parece que les ha gustado de verdad.
Lanzó una mirada al mar de rostros, iluminados por las numerosas antorchas de la plaza. La ilusión de la isla paradisíaca había desaparecido, pero aún flotaba el recuerdo en el ambiente. La plaza no aparecía tan desolada como antes, pues los actores se mezclaban con el público y la gente de Souragne, habiendo superado sus recelos iniciales, conversaba animadamente.
—Claro que aún está pendiente la cuestión del precio —comentó Foquelaine—; mi pueblo no tiene mucho dinero.
—Veo ricos vestidos, joyas valiosas, regias mansiones, ¿y decís que no hay dinero, señor? —Dumont se permitió una carcajada.
—Nuestra economía se basa en el trueque, los servicios, las mercancías y todo lo demás. Creo que una o dos monedas de cobre…
Larissa dejó de atender a la conversación en cuanto comenzó la sesión de regateo. Volvió a escuchar los tambores y miró alrededor. Al parecer, a nadie le molestaba el incesante sonido; aunque los souragneses estuvieran acostumbrados a oírlos, sus compañeros de
El placer del pirata
no lo estaban.
Casilda charlaba con un apuesto joven y Sardan ocupaba el centro de un grupo de alborotadas muchachas, y ninguno de los dos estaba desconcertado. Comprobó con decepción que el atractivo joven desconocido no se hallaba entre la bulliciosa multitud y recordó su sonrisa jovial y sus ojos chispeantes. ¿A dónde habría ido?
Un roce suave en el brazo la devolvió a la realidad. Foquelaine se había marchado y Dumont la miraba con fijeza.
—¿Dónde estabas hace un momento,
chérie
? —le preguntó con voz aterciopelada.
—En ninguna parte —mintió, sonrojada sin saber por qué—. ¿Has cerrado el trato con el alcalde?
—Una moneda de plata por persona, más todo lo que necesitemos durante nuestra estancia. Pero no te preocupes de esas cosas; vamos, hace demasiado calor esta noche para quedarse aquí entre la gente. ¿Me acompañas a dar un paseo? —Ofreció el brazo a la joven.
Larissa respondió con una sonrisa, aliviada por la reaparición de la actitud habitual de su protector. Le tomó el brazo y se lo apretó con cariño; el capitán de
La Demoiselle
la alejó de la algarabía de la plaza por una calle lateral de firme empedrado.
Anduvieron unos metros en silencio; el camino se alejaba del centro de la ciudad y se internaba en el campo rodeando las grandes mansiones que habían visto desde el barco. Éstas se alzaban a unos metros del camino, y cada una tenía un sendero vallado que conducía a la puerta principal. Larissa observó una de ellas especialmente hermosa, construida en piedra y madera de ciprés; había poca luz y no distinguía con claridad todos los detalles de la fachada, pero vio los amplios ventanales, una excentricidad cara en una comunidad aislada. El sendero estaba cerrado por unas verjas de hierro forjado flanqueadas por unos dragones de mampostería que servían de candeleros para las antorchas. El camino seguía describiendo una curva, pero Dumont se detuvo y tomó la mano de Larissa; ella lo miró, inquisitiva.
—No pretendía enfadarme contigo ayer. Fuiste muy valiente al enfrentarte a aquel horror de la niebla como una heroína —le dijo con sinceridad—. Pero comprende que yo temía por tu vida.
—Ya lo sé, tío —repuso ella con tono cariñoso, apretándole las manos—, y te prometo… ¡Oh!
Una silueta grande y jorobada apareció de pronto frente a ellos. Llevaba una capucha negra y blandía una espada, que apuntó a la garganta de Larissa. Mantenía la calma, seguro como estaba de su gran ventaja, armado y en la oscuridad de la calle desierta.
—Un movimiento equivocado y mato a la chica —susurró amenazador.
Larissa no tenía la menor intención de hacer un movimiento equivocado; en realidad, no movía ni un músculo. Sardan le había enseñado a tratar a los borrachos, a los descarados y a los jovenzuelos enamoradizos, pero los rufianes que amenazaban con la punta de la espada eran cuestión aparte, y se quedó muy quieta mientras sus pensamientos volaban buscando la mejor forma de proceder.
—Así me gusta —dijo el encapuchado—; y ahora, señor, si sois tan amable de poner a mi disposición todo el dinero que llevéis encima…
Larissa parpadeó; aquella voz le resultaba familiar, e incluso toda la situación le parecía conocida. Rogó porque Dumont obedeciera al gorila y el incidente no tuviera mayores consecuencias, pero, para su desencanto y desesperación, oyó el chasquido de una espada al ser desenvainada.
—Suéltala; tú, patética excusa para que un hombre demuestre su valor —masculló Dumont; en un abrir y cerrar de ojos, su expresión había cambiado de la sorpresa a la brutalidad—. Me resisto a derramar sangre en la tierra que me acoge, pero lo haré.
—Entonces, ¿preferís la muerte, perro? ¡Pues que así sea! ¡Muere!
El encapuchado se alejó de Larissa de un salto y lanzó una torpe estocada a Dumont, quien la esquivó sin esfuerzo. Sin perder un segundo, Larissa echó a correr para ponerse a cubierto y se escondió del asaltante tras uno de los dragones de piedra.
El hombre gruñó y asestó un segundo golpe, pero Dumont lo paró y lo obligó a recular. El encapuchado tropezó sin llegar a caer, y se detuvo un momento para recuperar el aliento. El capitán, por el contrario, ni siquiera había empezado a sudar, y se balanceaba sobre los pies, listo para detener cualquier ataque del asaltante.
—Una lid entre valientes, pero mi espada probará el sabor de vuestra sangre sin tardanza. ¡Ved cuan sedienta está! —El ladrón hizo unos pases con la hoja en el aire antes de cargar de nuevo.
Larissa contuvo el aliento; ya sabía por qué le resultaba conocida la situación. Aquel hombre recitaba un parlamento del tercer acto de
El placer del pirata
.
—¡No! —exclamó la joven, al tiempo que salía de su escondite—. ¡Tío! ¡Detente! ¡Ese hombre no es un asesino! ¡Se trata de una broma que…! —Sus palabras se ahogaron en el chocar de los metales.
El rufián acertó un golpe por casualidad y Dumont lanzó un grito de dolor. La sangre le brotaba de un rasguño en el brazo y, a la pálida luz de las antorchas, el líquido rojo parecía negro. Se volvió furioso contra el ladrón, que estaba tan asombrado como él.
—Se ha terminado el juego —rugió Dumont, y comenzó a atacarlo de verdad, sin tregua.
El asaltante intentaba zafarse de las veloces y contundentes estocadas y lo logró durante unos segundos, pero Dumont era un experto espadachín y, con la limpieza de una pantera al matar a un conejo, la punta de su espada tocó el blanco. El falso ladrón se miró el torso y la sangre que comenzaba a teñirle de una humedad negra la pechera de la camisa.
—La escoria como tú merece morir —sentenció Dumont con frialdad.
El hombre avanzó unos pasos a trompicones y cayó de rodillas con un quejido; alzó la vista hacia Larissa, que a su vez lo miraba petrificada de horror.
—Liza… —musitó, y cayó de bruces en el suelo. Un charco de sangre empezó a formarse debajo del cuerpo. Todo quedó en silencio un momento, excepto el rítmico sonido de los tambores lejanos, que al parecer sólo Larissa oía. Lentamente, la bailarina apartó la mirada del muerto.
—Tío —dijo con voz serena—, ¿qué ha dicho de Liza?
Dumont había sacado un pañuelo con dos dedos y limpiaba meticulosamente la sangre de la espada, pero se paró en seco al oír la pregunta.
—¿A qué te refieres? —preguntó con cautela a su vez.
—Ese hombre dijo…
—Ha dicho «paliza»; yo lo llamé «escoria», y él dijo que el insulto merecía una paliza. ¡Pobre niña! Veo que estás horrorizada. —Envainó el acero y se acercó al cadáver—. Vamos a ver quién eras, mi querido… ¡Jack! —exclamó con fingida sorpresa.
Larissa volvió la cabeza a otra parte al reconocer al jefe de los pilotos, embargada de compasión por la idiotez del marino. ¿Cómo se le habría ocurrido gastar semejante broma a Dumont? Tendría que haber pensado en la reacción del capitán. El muerto tenía los ojos completamente abiertos, con una expresión de sorpresa y dolor.