La danza de los muertos (6 page)

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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

BOOK: La danza de los muertos
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—Gracias, señor.

Jack
el Hermoso
se mesó las grasientas guedejas y salió relamiéndose los labios de pensar en las delicadezas culinarias de Brock.

Dumont observó su partida con un gesto de desprecio en sus duros rasgos. Ya estaba harto del loco de Jack y de sus fallos, y el plan para después del desfile lo libraría de él para siempre.

Volvió la atención al muelle, donde ya se había reunido una multitud considerable; estaban bastante cerca y distinguía las caras, marcadas por un recelo comprensible. Pero enseguida se encargaría él de disipar aquellas dudas, con la colaboración de los deslumbrantes artistas de
La Demoiselle
. Alargó una mano, tiró de una cuerda y el silbato del barco sonó una vez más; el capitán sonrió al ver el sobresalto de algunos de los que miraban desde tierra.

Había algunas personas en ese sitio —¿cómo había dicho Larissa que se llamaba? ¡Ah, sí! Souragne— que vestían con gran lujo. Un joven de cabello oscuro, ataviado con una túnica de seda y unas botas de fino tafilete, se volvió para mirar el barco desde otra perspectiva y algo brilló a la luz del sol. Por el destello, Dumont supo que se trataba de una joya. La compañera del joven, una gentil muchacha de piel oscura, también iba ricamente ataviada; lucía unos pendientes en las orejas que complementaban el brillo de las joyas que colgaban alrededor de su fino y largo cuello.

Junto a la opulenta pareja había un hombre delgado vestido de harapos, y los dos jóvenes se alejaron de él con un gesto de desagrado en sus aristocráticos semblantes. Por todas partes se veían rostros obsesionados y mugrientos de chiquillos de la calle, que asomaban a mirar con curiosidad. La deslumbrante estampa de
La Demoiselle du Musarde
, además de captar la atención de toda la ciudad, había hecho olvidar a los pilludos por unos momentos su actividad habitual de robar carteras.

Dumont hizo sonar el silbato una vez más y llevó el barco hasta la dársena con una suavidad debida a muchos años de práctica. Desde su atalaya particular, el capitán veía trajinar a sus hombres, que se afanaban en tender la rampa. La gente del muelle retrocedió, más temerosa que curiosa.

Dumont no observaba las maniobras de la tripulación, sino a la gente y el lugar que estaba a punto de conocer; la ciudad parecía prometer diversidad, a juzgar por las magníficas viviendas que divisaba en la distancia, que contrastaban vivamente con los pobres edificios apiñados a lo largo del muelle. Al parecer, la comunidad agrícola se desenvolvía mejor que la de pescadores en esa tierra. Seguramente, aquel joven de aspecto refinado provenía de una de aquellas mansiones lujosas, y disfrutaba de una vida fácil gracias a los esfuerzos de un bisabuelo o, tal vez, al indeseable sudor de esclavos. El aspecto del paseo que recorría los muelles hablaba de negocios menos limpios, de ganancias inmediatas… y de peligro.

«¡Qué deliciosa mezcla de posibilidades donde escoger!», pensó Dumont para sí con una sonrisa. Allí encontraría abundancia de cosas que conocer: costumbres nuevas, ideas diferentes, otras criaturas… Muchas eran las mujeres hermosas que se preguntaban por qué el atractivo y adinerado Dumont no se instalaba para siempre en un sitio o no se dedicaba, cuando menos, a cubrir siempre el mismo recorrido.

La variedad de gentes, de lugares, de terrenos, de experiencias, de aventuras… lo atraía como un canto de sirena y le hacía olvidar cualquier otra voz. Ese placer era tan intenso que le impedía convertir un sitio determinado en su hogar. El alto y fornido capitán estaba completamente enamorado de la pluralidad.

En cuanto a los negocios, los ricos elegantes y sus haciendas presagiaban éxito financiero para
El placer del pirata
, mientras que los miserables bajos fondos del burgo prometían veladas animadas por entretenimientos menos sanos.

Su sonrisa se convirtió en una mueca de ave de presa. Los marinos ataron la nave al muelle y el capitán se apresuró a descender la rampa.

Lo primero que percibió tan pronto como salió de la cabina del piloto fue la humedad y el calor; aunque aún era una hora temprana de la mañana, el aire ya estaba caldeado y espeso. En Darkon hacía frío pero aquí era pleno verano. Una fina capa de sudor comenzó a cubrirle el rostro antes incluso de poner el pie en tierra.

Un hombre delgado y de pequeña estatura, envuelto en una espléndida capa azul de brocado, un poco larga para él, se adelantó hasta la primera fila; una recargada cadena de plata colgaba de su escuálido cuello. La muchedumbre se apartó para dejarlo pasar y, cuando el hombre llegó a la altura de Dumont, levantó la cabeza para mirarlo a los ojos, colocó los pulgares en el repujado cinturón de piel y se aclaró la garganta.

—Soy Bernard Foquelaine —se presentó, con una voz aguda y frágil—, alcalde de Puerto de Elhour, de la isla de Souragne. No solemos recibir extranjeros en nuestra tierra, como bien podéis imaginar. ¿Con qué propósito visitáis nuestra isla?

«De modo que Larissa tenía razón con respecto al nombre del lugar», pensó el capitán. Preparó su mejor sonrisa, la que le permitía lucir sus blancos dientes, y tendió la mano. Foquelaine, dubitativo, se la estrechó con la suya, húmeda de sudor.

—Alcalde Foquelaine, es para mí un placer visitar esta encantadora ciudad. Soy el capitán Raoul Dumont, y ahí tenéis mi nave,
La Demoiselle du Musarde
. Es un barco-teatro, señor, y ofrece el mejor espectáculo allí donde echa el ancla. Venimos en calidad de visitantes, de amigos y de honrados profesionales.

Los lagrimosos ojos azules de Foquelaine se iluminaron un poco, pero la tensión no cedió. A su espalda, la gente comenzó a murmurar con animación.

—¿Qué clase de espectáculo ofrecéis? —inquirió.

Dumont se percató de que el foco de atención había cambiado, y comenzó a dirigirse a la multitud.

—De todas clases, claro está, señoras y señores. Tenemos una obra musical titulada
El placer del pirata
, que incluye danza, canto y el arte dramático más acabado. Además, también es posible organizar honestos juegos de cartas, y…

—¿Tenéis tragafuegos? —preguntó el hombre que se hallaba cerca de la pareja de jóvenes al principio. Estaba tan sucio como Dumont había sospechado y olía como si no hubiera tomado un baño desde hacía siglos.

Sin perder un momento ni dejar de sonreír, Dumont se giró hacia el hombre.

—Naturalmente, señor, y una hueste de magos habilísimos capaces de realizar maravillas que os dejarán atónito y perplejo. Señor alcalde, ¿me concedéis permiso para anclar aquí, en vuestro hermoso puerto, y proporcionar diversión a vuestro pueblo a cambio de una modesta entrada?

—Bien… —Foquelaine dudaba y pestañeaba sin parar.

—Permitidme que os ofrezca, a todos, una pequeña muestra de lo que os espera en una noche a bordo de
La Demoiselle
. Mañana al atardecer, los actores representarán algunas escenas de la obra. Y, mi querido señor —añadió, dirigiéndose hacia el pordiosero como si fuera su alteza real—, los tragafuegos, los malabaristas y los ilusionistas ejecutarán sus mejores números para vuestro deleite.

—Huummm —musitó Foquelaine, no convencido del todo aún—. ¿Cuánto va a costamos?

—Ni una sola moneda, señor alcalde —replicó derrochando amistad—. Es mi regalo a la ciudad, y si no os gustara lo que vierais, mis actores y yo regresaríamos inmediatamente al barco y abandonaríamos el puerto en ese mismo instante. ¿Cerramos el trato?

A Foquelaine no acababa de seducirle la idea, pero notaba la excitación de su pueblo; sus vidas estaban necesitadas de algo tan espléndido o hermoso como el barco-teatro… Apenas llegaban viajeros a Souragne a través de las brumas, y la mayoría de los que llegaban eran personajes hechizados, almas quebrantadas o malévolas y ávidos vagabundos.

—Muy bien —cedió por fin—. La tripulación también puede bajar a tierra.

Dumont sonrió como un tigre hambriento; todo salía a pedir de boca.

En el instante en que regresó al barco, reunió a siete marineros en su camarote. Los hombres se pusieron firmes cuando el capitán les indicó que entraran; después lanzó una rápida ojeada alrededor y cerró la puerta tras de sí.

—Señores —comenzó, sentado en una silla amplia y cómoda y mirando a los siete que permanecían en pie—. Ya sabéis lo que quiero.

Los siete asintieron; sólo Ojos de Dragón se atrevió a recostarse contra la puerta en actitud negligente, con la navaja en la mano y un trozo de madera que ya empezaba a tomar forma. A sus pies, las virutas caídas formaban un montón, pero a Dumont no le importaba.

—Ojos de Dragón, Tañe y Jahedrin, quiero que vayáis a la ciudad; mezclaos con la gente tanto como os sea posible, entrad en los bares, en los burdeles y en sus casas, si es que tenéis ocasión, sin levantar sospechas. —Los tres hombres sonrieron e intercambiaron miradas de complacencia; en esa ocasión les tocaba a ellos el trabajo fácil—. Pero no bajéis la guardia —les advirtió—. No quiero prostitutas maltratadas, broncas de borrachos ni plata robada; condenaré esos actos en público y os entregaré al pueblo de Puerto de Elhour. Tal vez no sean kargat pero seguro que imponen castigos desagradables a los criminales.

No había un ápice de humor en sus ojos. Los hombres sabían que cumpliría su palabra pero ninguno protestó. Trabajar en
La Demoiselle
tenía una increíble serie de ventajas, y otras tantas ocasiones de peligro, y hacía mucho tiempo que habían aceptado las condiciones de Dumont.

—Astyn, Philippe, Brynn y Kandrix; vosotros embarcáis en la yola y registráis los marjales —prosiguió, mientras sacaba la pipa y se disponía a llenarla de tabaco de aroma arrutado—. Todos sabéis lo que busco. Si encontráis algo que pueda interesarme, traedlo.

Los hombres asintieron de nuevo.

—Excelente; sois un grupo de chicos estupendos. Informadme antes del desfile de mañana, y, como de costumbre, el primero que me traiga algo que me guste de verdad, se gana una noche en la ciudad por mi cuenta. —Silbó y encendió la pipa con la llama azul de la punta del índice—. Disolveos.

Los hombres saludaron marcialmente y salieron en fila del camarote por la puerta principal, en vez de utilizar la estrecha escalera que conducía a la cabina del piloto. Dumont se levantó chupando la fragante pipa y se quedó mirando la portilla.

La mañana daba paso a la tarde con rapidez; los árboles no se movían y el musgo que los cubría goteaba sin ser perturbado por la menor brisa refrescante. Dumont recorrió el pantano con su verde mirada para terminar de nuevo en el muelle y en las pretenciosas residencias del sur. Comenzó a sonreír. Estaba en un territorio sin explorar, nuevo para él y para el barco; a duras penas podía aguardar al día siguiente.

—¿Con qué me vais a sorprender? —musitó a los árboles y a las aguas, a los suburbios y a los barrios ricos—. ¿Qué voy a encontrar entre vosotros?

CUATRO

—Adelante —dijo Larissa al tiempo que tapaba con un corcho un pequeño frasco de pintura azul.

Entró Casilda, ataviada para el desfile con el traje de Rose, una muestra sorprendente de la moda de Richemulot, la patria chica de Dumont; estaba sumamente favorecida con el vestido de crujiente seda rosada y escote bajo, que se ceñía a sus bien desarrolladas curvas. Tenía el cabello, negro como el azabache, peinado hacia arriba y recogido con lazos bordados, y sus castaños ojos chispeaban bajo la espesa capa de maquillaje; se había pintado los labios y las mejillas en un tono sonrosado, en armonía con el atuendo.

Larissa la miró en el espejo y sonrió al tiempo que daba los últimos retoques a su maquillaje.

—¡Oh, Cas! Estás guapísima con ese traje. Rose te sienta muy bien.

Casilda puso los ojos en blanco e hizo una mueca graciosa que provocó la risa de las dos. En
El placer del pirata
, Rose era la doncella empalagosa que conquistaba el amor del atormentado Florian y lo libraba del poder de la perversa Dama del Mar, papel desempeñado por Larissa.

—Si no fuera tan patosa —replicó Casilda sonriendo a su amiga—, preferiría ser la Dama del Mar. Es mucho más divertida.

—Sí —asintió Larissa con una carcajada—, pero me lo han dado a mí sólo porque tengo tanto talento para cantar como una rana afónica. —No era una frase dicha por modestia; más que cantar, graznaba, y por eso no solía hacerlo.

«La Dama del Mar» se levantó y terminó de ponerse el vestido. Casilda sacudió la cabeza con admiración; había visto a Larissa ataviada así cientos de veces pero siempre sentía un escalofrío por la columna vertebral cuando volvía a verla. Larissa era una joven encantadora incluso con la ropa más sencilla, pero con aquel disfraz cortaba la respiración.

La funda ajustada de tela azul que cubría su delgado cuerpo desde el cuello dejaba poco a la imaginación, y los trocitos sueltos de gasa verdeazulada apenas escondían su estilizada figura; el pelo y el vestido estaban cuajados de innumerables conchas diminutas y la extraordinaria melena blanca parecía, tal como Dumont solía decir, espuma de mar. Causaba la impresión de una mujer poderosa, con una pincelada de irrealidad, y el público siempre se quedaba sin aliento cuando la veía aparecer por primera vez.

—¿Estás segura de que todo irá bien si sales fuera? —preguntó Casilda, recobrando la sobriedad de repente—. Anoche estabas muy preocupada.

Larissa reflexionó por un momento antes de responder con una afirmación; sus valientes palabras ante Dumont tras la conversación habían sido una mera bravata y, tan pronto como salió del camarote de su protector, se encerró en su habitación y pasó todo el día y toda la noche acurrucada en la cama. Casilda no había ido a verla hasta después de comer, y Larissa le confió entonces sus cuitas. La cantante se compadeció de ella aunque no comprendía nada. En realidad, ¿quién podía comprenderla?

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