La danza de los muertos (21 page)

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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

BOOK: La danza de los muertos
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El conejo se volvió de nuevo hacia la muchacha, que lo miró sin pestañear y sin dejar de remar, y movió los bigotes con aire reflexivo.

—Si estás dispuesta a liberar a mi primo, tú y yo somos aliados —reconoció de mala gana, y después soltó una carcajada—. Jamás pensé que fuera a colaborar con una humana, pero acepto lo que se presenta. Por otra parte —añadió—, eres una mata-blanca y tal vez valgas más de lo que parece a primera vista.

Larissa se puso roja de despecho; ser insultada por un conejo era bastante humillante, aunque se tratara de un ejemplar excepcionalmente grande, dotado de habla y de unos dientes tan largos como sus propios índices.

—Espero no defraudarte —replicó con frialdad.

—Ya veremos —contestó Orejasluengas sin hacerse eco del sarcasmo—. Primero tienes que ganarte la aprobación de la Doncella.

Larissa iba a contestar cuando la corriente cobró velocidad. El estrecho canal por el que iba remando se ensanchó al unirse con otro arroyo para formar una especie de río, y la joven tuvo que centrar toda la atención en maniobrar con el remo para mantener el equilibrio de la yola y no irse a pique. De pronto, Orejasluengas gritó:

—¡A la derecha! Esa isla…, ésa es la isla de la Doncella.

Larissa intentó virar a estribor con todas sus fuerzas, pero la corriente parecía juguetear con la frágil embarcación y no quería dejarla acercarse a la orilla. Orejasluengas saltó al agua, tomó la cuerda entre sus poderosos dientes y empezó a nadar hacia la margen derecha. Entre sus potentes brazadas y los desesperados esfuerzos de Larissa, lograron llevar el bote a tierra.

La bailarina empujó la barca hasta dejarla lejos de las voraces aguas, y Orejasluengas emergió a unos metros y procedió a sacudirse como un perro. La isla era una de las pocas zonas de terreno seco entre las ciénagas, y la joven comprendió entonces lo maravilloso que era sentir la solidez de la arena y el suelo bajo los pies. La noche se le había hecho eterna y se alegró de la llegada del día. Se sentó, apoyó la espalda en un árbol y sintió todo el peso del cansancio acumulado durante la dura jornada.

Detrás de ella sonó una cálida risa que la hizo ponerse en pie de un salto, dispuesta a defenderse.

—Nada temas, Larissa Bucles de Nieve —dijo una voz acariciadora, desde el interior de un árbol. La voz terminó por tomar los tonos dulces de una garganta femenina—. Yo soy aquella por la que te has atrevido a cruzar los marjales.

Ante la mirada fascinada y ciertamente asustada de Larissa, el árbol sobre el que se había apoyado comenzó a lucir con una luz trémula de fresco color verde, que ganó intensidad hasta el extremo de obligar a la joven bailarina a taparse los ojos. Pero al momento el árbol se retorció y cambió de forma hasta adquirir la de una mujer hermosa y excepcional que no se parecía a ninguna otra.

Tenía una estatura de más de un metro ochenta centímetros, y la piel clara, traslúcida, con grandes ojos de color verde esmeralda. Su cabello era largo, blanco-verdoso, musgo de verdad, según comprobó Larissa. Llevaba una túnica de hojas y enredaderas y se movía de forma tal que sus pies nunca parecían perder contacto con la tierra; los dedos de la mano, con que sujetaba un bastón de madera largo y tosco, semejaban zarcillos.

—Tengo entendido que traes un mensaje para mí —prosiguió la Doncella con el mismo murmullo balsámico y sedoso.

Larissa tragó saliva, intimidada por la serena belleza de la mujer vegetal.

—Vengo de parte de Fando —logró decir tras un silencio.

—De la misma forma que yo lo envié a él —asintió con su musgosa cabeza—. ¿Qué ha averiguado? ¿Qué ha hecho el capitán del barco con nuestra gente?

Por unos momentos, Larissa fue incapaz de enfrentarse a aquellos increíbles ojos verdes, y sintió vergüenza de tener algún vínculo con Dumont.

—El capitán Dumont ha esclavizado a los
feux follets
; utiliza su necesidad de sentimientos positivos para acrecentar las ganancias del barco-teatro. También ha atrapado a Panzón, el pariente de Orejasluengas, igual que a otros muchos animales de otras tierras. Algunos llevan años prisioneros, y Fando desea haceros saber que tiene intención de liberarlos a todos.

—¿A todos? —repitió la Doncella con los ojos un poco más abiertos—. Fue enviado para liberar sólo a los nuestros. ¿No es capaz de determinar por sí mismo la forma de cumplir ese cometido?

—Están atrapados por medio de una magia de gran poder, señora, y, después de haber visto a todos los prisioneros, Fando dice que no abandonará hasta devolver la libertad a todos ellos.

—Sí, debe de haber magia de gran poder en ese barco, teniendo en cuenta por dónde navega —reflexionó la Doncella con un suspiro.

—También me encargó que os comunicara que Lond viaja a bordo. Quiere… —Larissa calló al ver que el rostro de la Doncella se tornaba sombrío por la furia y el sufrimiento.

—¿Lond? —musitó. Alargó la otra mano hacia el báculo y se lo acercó al cuerpo en actitud defensiva—. ¿Es cierto? ¿Con qué propósito?

—Fando cree que Lond desea salir de Souragne. —La joven hablaba con menos seguridad, ahora que había visto que la noticia había afectado sobremanera a la Doncella—. Señora… —Calló otra vez, impotente. Miró hacia Orejasluengas, que también había adoptado una actitud solemne.

La Doncella dio media vuelta como si Larissa no existiera, moviéndose con la gracilidad del viento entre las hojas, e inclinó la cabeza en actitud angustiada. Larissa y Orejasluengas se miraron en silencio y, finalmente, la Doncella se irguió, recompuso el gesto y se dirigió a Larissa de nuevo.

—Si has viajado en el barco durante tanto tiempo como tengo entendido, habrás vivido rodeada de maldad, Larissa, aunque tal vez no hayas sido consciente. Me gustaría creer que no han logrado afectarte. Al escapar de
La Demoiselle du Musarde
has corrido mayores riesgos de lo que piensas, pues Lond es un hombre sumamente maligno. Es una triste noticia que él y el capitán Dumont hayan unido sus fuerzas. —Suspiró y, por un momento, brilló de una forma que más parecía una planta que un ser humano, pero enseguida recobró sus rasgos femeninos—. No puedo prestar la ayuda del pantano y de todas sus criaturas para una empresa como la que Fando se propone, y lo lamento más de lo que puedas imaginar.

Larissa estaba aturdida. Ni por un momento se le había ocurrido pensar que aquella mujer misteriosa a quien tanto reverenciaba Fando les negaría su colaboración. El marinero estaba tan convencido… Abrió la boca, pero Orejasluengas la interrumpió.

—¡Pero se trata de Panzón, no de una bestia cualquiera! —la increpó—. ¡Es
loah
, Doncella! Si no estás dispuesta a rescatarlo…

—¡No es decisión mía! —gritó la Doncella. El dolor que le causaba la negativa forzosa se reflejaba en su bello rostro, y las lágrimas se le acumulaban en los ojos—. ¿Crees que no siento su terror? Los dos somos criaturas de la tierra, y por eso mismo me veo impotente para ayudarlo, a él o a los
feux follets
o a los otros desgraciados seres. Yo no puedo dar ni negar mi consentimiento cuando Lond utiliza la magia negra del plano acuático, y el capitán ha esclavizado al
loah
de la tierra. —Levantó una mano hacia el conejo—. Tú conoces mis limitaciones mejor que nadie; no me censures por algo que sabes que no depende de mí.

Orejasluengas titubeó, temblando de furia, y de pronto desapareció saltando entre la maleza con su blanca cola en alto.

Larissa se giró hacia la Doncella, y la mujer de belleza singular la miró sin parpadear.

—Fando confiaba en vos —le dijo, consciente de la temeridad y la necedad de discutir la decisión de la Doncella, pero no podía impedir que las palabras se le escaparan solas de la boca—. Ahora está atrapado en ese barco, casi como los animales a quienes intenta rescatar. ¿Es que no lo comprendéis?

—¡Ay, pequeña! —suspiró con suavidad la Doncella del Pantano sin dejar de mirarla, y los árboles de la isla se agitaron con el mismo sentimiento—. Eres tan joven y estás tan segura de ti misma, y hay tantas cosas que no conoces ni puedes conocer…

—Sé que Fando tiene problemas porque trata de salvar varias vidas, incluida la mía —replicó Larissa, cada vez más airada—. Si no tenéis intención de ayudarlo… —No supo cómo terminar la frase.

—Si no tengo intención de ayudarlo… ¿qué? —preguntó la Doncella con una ligera tensión en la voz.

—Pues —repuso Larissa tras humedecerse los resecos labios—, ¡Orejasluengas y yo tendremos que encontrar solos la solución! —El pensamiento de que Fando podía estar muerto o sufriendo le dolía mucho más de lo que habría supuesto. Ante su sorpresa, la Doncella sonrió levemente.

—Tal vez sea posible, pequeña. Al fin y al cabo eres una mata-blanca. —Hizo una pausa y su hermoso rostro resplandeció con esperanzas renovadas. Se acercó a Larissa y le puso las manos sobre los hombros—. Sí… es posible que haya una forma de lograrlo, a pesar de todo. ¿Has dicho esas palabras sinceramente? ¿Te atreverías a enfrentarte a tu protector y a Lond con sus oscuros poderes? ¿Serías capaz de atacar ese barco mágico e inexpugnable con tus solas fuerzas?

La bailarina se sonrojó. Había dicho una baladronada, y la Doncella le había tomado la palabra; pero, en el fondo del corazón, sabía que no sería capaz jamás de condenar a Fando a su destino, y menos aún si existía la mínima posibilidad de evitarlo. Se le ocurrió pensar si eso sería estar enamorada, pero desechó la idea al instante e hizo un gesto afirmativo con el corazón embargado de miedo.

Una sonrisa lenta y placentera apareció en el rostro de la Doncella, que tendía la mano hacia Larissa.

—En ese caso, hija del pantano, debes venir conmigo para aprender.

Tras una leve vacilación, la joven se adelantó hacia la mujer y tomó la mano extendida; estaba fresca como las hojas, y suave. La Doncella la atrajo hacia su cuerpo pasándole el delgado brazo por los hombros al tiempo que el otro brazo se cerraba también en torno a ella con el báculo apretándole la espalda.

—Nada temas —le susurró dulcemente; su aliento, lleno de fragancias estivales, acariciaba con ternura el blanco cabello de la joven.

La ribera desapareció, y Larissa se encontró de pronto envuelta en una muralla de olas marrones y verdes. Los brazos de la Doncella le recordaron de súbito a las raíces opresivas del árbol movedizo, y por un instante se sintió cegada de pánico. Tomó aire para gritar, y diversos aromas le invadieron los sentidos: marga, madreselva, el olor extraño y terroso de los árboles…

Pero pasó pronto. Larissa estaba de pie a la orilla de un pequeño estanque, en el corazón del bosque, donde todo era sombra y frescor. Los árboles se alzaban al cielo y no parecían sino meros árboles, en vez de las impresionantes monstruosidades deformes que se cernían sobre los arroyos.

Parpadeó mareada y se dirigió hacia la Doncella con una expresión interrogante. La Doncella sonreía.

—Me traslado a placer en esta isla. Acabas de viajar de un árbol que posee mi esencia a otro, situado en lo más profundo del bosque. Aprenderás a moverte de la misma manera, Larissa.

—No sé si lo deseo —arguyó la joven, todavía un poco intranquila.

—Debes de tener mucha sed —rió la Doncella—. Bebe de ese estanque hasta saciarte; su agua es fresca y limpia.

Larissa obedeció y se arrodilló en la hierba que crecía tupida y tierna junto al agua. Vio su rostro y su cabello reflejados en la superficie y una nube que pasaba lentamente por el cielo azul; tomó agua en el cuenco de la mano y bebió.

Había olvidado lo sedienta que estaba, y el líquido le supo delicioso, refrescante y puro. Al tercer trago, comenzó a borrársele la visión, parpadeó y sacudió la cabeza pero no sirvió de nada; su imagen cambiaba, se disolvía.

La cabeza le daba vueltas y se dejó caer al suelo con pesadez. Arañó la tierra con los dedos como si a fuerza de intentarlo pudiera conservar la conciencia.

Oía lejana la voz de la Doncella, sutil como un céfiro estival.

—Nada temas —le susurró—. Mira el estanque, Larissa Bucles de Nieve, y descubre el secreto de tu verdadera naturaleza.

Larissa, obstinada en no colaborar, se apretaba las sienes temerosa e impotente. Jamás había sido víctima de un encantamiento y…

No es un encantamiento; sólo te proporciono respuestas a cosas que ya sabes. No te opongas a mí, Larissa
.

La voz hablaba desde el interior de su cabeza; sintió un escalofrío y depuso su actitud sin luchar más. Volvió la mirada hacia el agua y ya no vio el cielo azul, sino un paisaje nocturno cuajado de estrellas y enmarcado por hierba verde.

Se rindió, y la orilla del lago desapareció. Se encontraba en la linde de los marjales; de la ciudad llegaban ruidos apagados, y del pantano, el canto de las cigarras y el murmullo del río. Llamó con voz infantil y desamparada: «¡Papá…!».

No conocía el lugar y lloraba porque estaba muy asustada; tenía unos cinco años y los cabellos rubios le caían enmarañados sobre el rostro húmedo de lágrimas. Sin embargo, a medida que se acercaba a los marjales, su miedo se iba trocando en curiosidad. Se arrodilló a observar unos guijarros brillantes, acarició la espalda húmeda de una rana y rió alborozada al verla saltar y alejarse croando ofendida.

La luz aumentó; la niña levantó la mirada y se quedó embelesada. De las sombras del bosque habían surgido multitud de lucecillas que revoloteaban; se congregaron tantas alrededor de la pequeña que su luz le permitía ver perfectamente. Se sentó a la orilla del río, riendo y batiendo palmas ante las travesuras de las esferas brillantes.

Unas quince, o veinte tal vez, giraban alrededor de la cabeza de Larissa, se quedaban flotando, rebotaban o describían círculos. De vez en cuando, la niña alargaba una mano para atrapar alguna, pero se escapaban volando a gran velocidad.

Empezó a sentir un cálido cosquilleo por todo el cuerpo, una sensación agradable que la recorría de los pies a la cabeza. Rió y enseguida se puso seria otra vez al ver que sus amigas comenzaban a alejarse. Ansiosa por no perderlas tan pronto, se puso en pie y las siguió camino de los marjales.

—¡Larissa! —La serenidad de la noche fue rasgada por el grito repentino de su padre, que se acercaba corriendo desde la ciudad.

La niña se giró hacia él con el entrecejo fruncido. Las criaturas luminosas parecían disminuir de tamaño a medida que se alejaban, espantadas por los agudos gritos del padre. Algunas se marcharon definitivamente a otra parte, volando como inocuas luciérnagas, pero otras se quedaron flotando cerca de ella.

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