Al momento, una cabeza rubia de mujer emergió a su lado.
—Dame la mano, hermana —le dijo con una voz que parecía agua saltarina—. Te alejaré de ese hombre despreciable tanto como pueda.
Confundida, Larissa abrió la boca para formular una pregunta, pero la mujer la arrastró con impaciencia bajo el agua, y el líquido limoso se le coló hasta la garganta; entonces sintió pánico y se debatió contra la misteriosa muchacha que al parecer quería ahogarla.
Sin embargo, la mujer no la soltó sino que continuó remolcando a la frenética Larissa a mayor profundidad cada vez. El corazón de la bailarina saltaba en su pecho y los pulmones pedían oxígeno a gritos, hasta que se vaciaron por sí solos y absorbieron agua.
Para su absoluta sorpresa, vio que respiraba con normalidad y, perpleja hasta lo indecible, dejó de rebelarse e inhaló agua con la misma naturalidad que los peces, mientras avanzaban a una velocidad inusitada. Giró el rostro hacia la rescatadora, pero no logró ver nada en la oscuridad líquida que la rodeaba. No obstante, la oía.
—Soy Ondina —se identificó la nereida—. Ese perverso Dumont se ha apoderado de mi manto, lo que le confiere poder sobre mí. Hace más de un año que soy esclava suya, y he intentado escapar algunas veces, pero siempre me descubre. Si es de él de quien huyes, eres amiga mía. —Continuaron nadando en silencio un buen rato, surcando las aguas como delfines, hasta que Ondina describió un ángulo ascendente hacia la superficie. Tan pronto como rozó el aire volvió a ser visible—. No me atrevo a ir más lejos. Ten mucho cuidado. Estas aguas… no son hospitalarias, ni siquiera para conmigo.
—Gracias, Ondina —dijo Larissa con sinceridad—. No sé cómo podré devolverte este favor.
—Si vences a Dumont —repuso la nereida con tono duro—, devuélveme el manto.
—Si tengo ocasión, así lo haré, te lo prometo.
Ondina se sumergió iluminada por la luna y desapareció enseguida de la vista.
Desde el agua, con la ropa empapada que todavía amenazaba con llevarla al fondo otra vez, Larissa miró el entorno y se alegró infinitamente al comprobar que la nereida la había llevado hasta la yola, que estaba varada en una maraña de vegetación. Allí estaba el saco, seco y a salvo, esperándola.
Se acercó nadando a la orilla y pisó tierra, relativamente seca. Echó un breve vistazo alrededor y aguardó a que el corazón se le calmara. Después, satisfecha de encontrarse a salvo de momento, se sentó cerca de la embarcación, se quitó el anillo que le había dado Fando y comenzó a darle vueltas entre los dedos.
Era un objeto sencillo, poco más que un aro de metal, y se lo había puesto en el índice porque Fando tenía unas manos mucho más grandes que las suyas. Colocándolo en la palma, lo tapó con la otra mano, cerró los ojos y se concentró en dejar la mente en blanco.
—Piensa en mí —le había recomendado Fando—. No permitas que interfieran otros pensamientos, y entonces recibirás ayuda.
Su respiración se hacía más lenta y profunda a medida que se relajaba y las imágenes del joven marinero acudían a su imaginación. El anillo empezó a calentarse, y Larissa abrió los ojos sorprendida.
Una lucecilla brillaba delante de ella, e inmediatamente se dio cuenta de que era como las del barco.
—¿Eres tú la ayuda que me envía Fando? —inquirió.
No obtuvo respuesta y suspiró. Supuso que la criatura tenía una naturaleza demasiado distinta de la suya como para entablar comunicación. De pronto, se llevó la mano a la boca al comprender: si aquel ser estaba vivo, los del barco no eran meras ilusiones, sino verdaderos esclavos; se sintió llena de piedad y rabia.
Entonces, la criatura se alejó con un zumbido, parpadeando con rapidez. Sí, estaba viva, se reafirmó Larissa, y se levantó para observar mejor aquella diminuta esfera de luz.
—No me entiendes, pero yo confío en ti —le dijo—. Te sigo.
La lucecilla emitió un resplandor azul pálido y palpitó con regularidad, hasta que se acercó al río; allí se quedó en suspenso, parpadeando a la espera de que Larissa siguiera sus pasos. La joven sacó el bote de la maleza con presteza y lo empujó a la corriente. Mientras lo hacía, algo que parecía un tronco giró un ojo con parsimonia en dirección a la joven, y ésta contuvo el aliento un momento, pero el cocodrilo no debía de tener ganas de atacar. Con gran precaución, empezó a bogar.
El guía danzaba alrededor, ora en torno a su cabeza, ora planeando en la altura. Larissa avanzaba tensa y alerta, pero en la noche de los marjales no parecía acechar un peligro inmediato; no sabía hasta qué punto sería debido a la presencia de la pequeña escolta, que, por otra parte, la llevaba hacia un punto determinado, porque al llegar a una bifurcación escogió un camino sin dudarlo un momento. Maravillada por su propia temeridad, continuó tras la luz.
La noche se cerraba, y sobre los marjales reinaba un silencio inquietante, a excepción del constante canto de las cigarras en la distancia; sólo se oía el remo en el agua, que rompía la superficie con un leve chapoteo. Poco después, y a pesar de estar rodeada de agua, sintió mucha sed.
—¿Hay agua potable en algún sitio? —preguntó a la criatura luminosa.
La lucecilla hizo caso omiso, y la joven puso los ojos en blanco con exasperación. Observó el río y dedujo al punto que por allí no había ninguna zona lo suficientemente limpia como para beber. Tragó saliva con la garganta seca y siguió escrutando el panorama con la esperanza de descubrir un manantial o un charco de agua de lluvia donde mitigar la sed.
Cerca de la orilla localizó un macizo de hermosas plantas; en las blancas corolas, de casi un metro y medio de diámetro, se había depositado tentadora agua pura de lluvia. Se humedeció los resecos labios y remó con alegría hacia las flores hasta alcanzarlas con la mano.
La luz comenzó a revolotear como loca ante su rostro, con fuertes tonos rojos y verdes, y zumbaba al pasar cerca de ella. Larissa se detuvo con las manos extendidas hacia las plantas, confundida por la actitud de su guía.
Entonces se oyó un terrible chasquido, como de una rama al desgajarse, y un tentáculo de enormes proporciones surgió de la tierra para cerrarse en torno a las manos de la joven. Por todas partes volaban terrones de barro, y Larissa, en medio de gritos y zarandeos por desasirse, se dio cuenta de que el tentáculo era una raíz.
Enseguida apareció el dueño de la raíz, a medida que la muchacha era arrastrada hacia un árbol colosal. Una segunda raíz salió de la tierra y le rodeó el torso, mientras que una tercera se enroscaba a sus piernas; entre los tres sarmientos la llevaron al pie del árbol, sobre cuyo tronco la joven alcanzó a distinguir un repulsivo rostro caricaturesco.
—¡Soltadme! —gritó.
El ser luminoso evolucionaba más calmado, aunque todavía titilaba inquieto. Larissa forcejeaba con rabia, pero las raíces eran como ataduras de hierro y no iba a poder deshacerse de ellas mediante sus propias fuerzas. Al levantar la vista, vio que el hueco del tronco se movía como una boca gigantesca.
«¡Los árboles no se mueven!», gritó en silencio al recordar el follaje que parecía cerrarse sobre la vía del barco. Pero sí se movían, al menos el que tenía delante, y de repente dio por sentada la horripilante e irracional idea de que el árbol iba a comérsela.
En ese momento se produjo un sonido con el que la asustada bailarina ya estaba familiarizada: el redoblar de los tambores. Advirtió con gran sorpresa que provenía del árbol mismo; las raíces golpeaban el tronco y producían un retumbar profundo y sonoro. El ser luminoso revoloteó ante sus ojos, y Larissa, ofendida, frunció el entrecejo.
—¡Me has engañado! —gritó a la criatura pataleando en vano contra las ataduras inquebrantables de las raíces—. ¡Me
guiaste
hasta aquí, tú, condenado aborto dos veces maldito…! —Los furibundos epítetos salían de su boca como bombas, y, al parecer, el diminuto ser captó algo de ellos porque comenzó a parpadear con agitación y se alejó de ella. Al final, agotado su bien pertrechado arsenal de insultos, la joven se derrumbó desarmada sobre las nudosas raíces.
Captó un movimiento por el rabillo del ojo. Se trataba de un corzo, que avanzaba con solemne elegancia por la orilla; se detuvo a mirarla un momento con sus brillantes ojos marrones y las alargadas orejas en acción, como deliberando consigo mismo. Tras decidir que Larissa era inofensiva, se acercó a las flores blancas, inclinó la estilizada testuz y comenzó a beber.
A una velocidad inimaginable, las flores se cerraron y engulleron al venado hasta los cuartos traseros; a pesar de todas sus patadas y su agitación, no logró soltarse de la planta carnívora. Empezó a gemir sofocadamente, y Larissa, desbordada por el horror, apartó la vista del horripilante espectáculo. El venado no tardó en dejar de moverse y la planta se abrió y volvió a cerrarse hasta encajar todo el cadáver en el interior de la corola; luego se cerró definitivamente.
Larissa, estremecida, tragó con fuerza. La lucecilla había vuelto a acercarse, y la joven se acordó de la agitación que el pequeño ser había mostrado cuando ella se disponía a beber en las flores.
—El árbol y tú me habéis salvado.
La lucecilla voló de arriba abajo con una suave tonalidad rosa. Despacio, con una voz que se asemejaba al murmullo de las hojas, el árbol habló.
—El
feu follet
me dijo que
ella
así lo deseaba.
—Pero… ¡si hablas! —exclamó Larissa, atónita—. ¿Quién es «ella»?
—Alguien con quien, personalmente, no estoy de acuerdo, pero a quien obedezco… de momento —respondió otra voz desde el pie del árbol.
Larissa vio a un conejo enorme. Iba a corresponderle con una sonrisa cuando el animal se sentó sobre las patas de atrás y la miró directamente a los ojos. Al principio, Larissa había creído que se trataba de un animal agradable, pero después se dio cuenta de que aquella mirada severa no tenía nada de cálida o inocente; su expresión era maliciosa, y sus dientes frontales, tan afilados como los de un lobo.
—Si te hubieras adentrado aquí sin la guía del
feu follet
, te habría despedazado para comerte el corazón.
—Pero yo no te he hecho nada —se defendió Larissa, que se había quedado helada.
—Mi primo Panzón está prisionero en tu barco. Es razón más que suficiente para acabar con cualquiera que navegue en ese maldito navío, por lo que a mí respecta. No obstante —añadió de mala gana—, estás bajo la protección de los
feux follets y
de la Doncella, y te conduciré hasta ella. Me llamo Orejasluengas.
Larissa recordó dónde había oído esos nombres antes. La taberna Dos Liebres era un homenaje a los dos conejos, héroes legendarios, llamados Panzón y Orejasluengas. El descomunal conejo se dirigió al árbol.
—Árbol movedizo que creces junto a las flores de la muerte, la Doncella te agradece tu ayuda. Ahora llévame a ella con esta muchacha.
La presión que Larissa sentía en el pecho cesó al aflojarse las raíces; tenía las piernas tan agarrotadas que apenas logró evitar caer al suelo. Entre quejidos, comenzó a frotarse los entumecidos miembros.
Sintió entonces algo que se deslizaba a sus pies, pero no prestó atención pensando que sería otra raíz; sin embargo, cuando vio la fría piel de reptil que pasaba suavemente sobre su pierna desnuda, se levantó de un brinco y lanzó un grito. La serpiente, tan asustada como ella, se apresuró hacia el agua, donde desapareció bajo una pequeña onda. Orejasluengas la traspasó con una mirada reprobatoria.
—¿Y tú vienes a rescatar a las criaturas del barco? —se mofó—. ¡Pero si te asusta una pequeña e inofensiva serpiente! ¡No mereces esos bucles blancos!
Larissa se debatió entre la ira y la vergüenza.
—Las serpientes son peligrosas —adujo—. Seguro que tú también temes a los zorros y a los lobos, Orejasluengas. Y ¡que las brumas se te lleven, conejo! ¿Qué diablos tiene que ver el color de mi pelo con esto?
Orejasluengas estiró su hendido labio superior y enseñó los dientes, afilados como cuchillas.
—Al contrario, mata-blanca, soy yo quien se alimenta de zorros y de lobos, no al revés. En cuanto a tu pelo… —hizo un gesto displicente—, enseguida lo sabrás. Ven conmigo. La Doncella del Pantano desea verte.
Orejasluengas no resultaba un compañero de viaje tan agradable como la lucecilla danzarina, el
feu follet
, se dijo Larissa. El descomunal conejo iba sentado en la proa del bote con las orejas tiesas y la mirada atenta en el horizonte. Durante las primeras horas, mientras se deslizaban lánguidamente sobre las aguas tranquilas, las únicas palabras que oyó de él fueron secas instrucciones. Aburrida, cuando el día comenzó a clarear en el cielo, decidió hacerle algunas preguntas.
—¿Qué son los
feux follets
?
—Son de la familia de los fuegos fatuos —respondió sin volverse a mirarla—, pero los
feux follets
viven de emociones positivas, no negativas.
—¿Por qué vino uno a ayudarme en el pantano?
Orejasluengas la miró irritado por encima de su peludo hombro.
—Lo llamaste y acudió. Como ya te he dicho, tienes suerte. —Volvió la cabeza otra vez hacia adelante—. Tu capitán va a maldecir el día en que se le ocurrió ir a Souragne. Panzón será liberado.
—Eso es lo que intentamos hacer Fando y yo —añadió Larissa—. Me pidió que buscara a la Doncella, que no se quién es, y que le explicara la difícil situación de las criaturas del barco.