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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (11 page)

BOOK: La dama número trece
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La niña le llevaba bastante ventaja, por lo que bajó los peldaños de dos en dos, pero al llegar al vestíbulo no la encontró. Maldiciendo entre dientes, salió a la calle. La había perdido, increíblemente.

Confuso, volvió a entrar en el portal. Más allá de la hilera de buzones descubrió otras escaleras que se hundían en una puerta cerrada. Se trataba, sin duda, de un pequeño sótano destinado a albergar los contadores, a juzgar por el ruido de cronómetro que resonaba dentro. Se le ocurrió algo absurdo: ella le había hecho una pregunta en el lugar más alto del edificio, ¿y si ahora le aguardaba allí, en el más bajo?

Arriba, abajo.

Era una idea irracional. La niña no podía haber entrado en aquel sótano sin que él lo hubiese percibido. De hecho, estaba convencido de que la puerta se hallaría cerrada con llave.

Arriba, abajo.

Pese a todo, supuso que no perdía nada con probar. Bajó la pequeña escalera e hizo girar el pomo. La puerta no estaba cerrada.

Se trataba, en efecto, del cuarto de los contadores. Un mecanismo repicaba programado para apagar en poco tiempo el alumbrado del vestíbulo. La habitación era minúscula, y, a diferencia del desván, visible en su totalidad debido a la bombilla que colgaba del techo y que Rulfo encendió pulsando una llave en la pared. Un cubo y varios accesorios de limpieza se aglomeraban en una esquina. Olía a lejía y a moho.

La niña no estaba allí.

¿Y a su espalda?

Se volvió, preparado para verla. Pero se había equivocado otra vez. No había nadie. Respiró hondo, empujó la puerta para cerrarla

y descubrió

a la niña de pie

en el cuarto de los contadores, bloqueando con su cuerpecito la visión de las cosas que una fracción de segundo antes había contemplado sin ningún impedimento. Sofocó un grito, como si hubiese sorprendido la presencia de una tarántula en algún rincón familiar. Le pareció que el aire se había coagulado para formar aquella figura menuda.

La niña ya no sonreía.

—¿Por qué las buscas?

La luz de la bombilla le permita contemplarla mejor que nunca. Era algo mayor de lo que había supuesto, unos once o doce años, con el cabello rubio derramándose en apretados mechones sobre sus hombros y los ojos azul aciano, de escleróticas casi vacuas. El vestido, verde oscuro con esclavina blanca, estaba roto en varios lugares, particularmente en la falda, a través de cuyas aberturas se distinguían unas piernecitas rectas y flacas. El medallón dorado tenía la forma de una rama de laurel. La pelota roja que sostenía formaba un curioso contraste con el verde del vestido y con la piel, blanca como nada que Rulfo hubiese visto antes, de una albura de mineral frío, de ácido bórico, donde los hilos de las venas destacaban como las fisuras de una porcelana rota y vuelta a pegar.

Era inmensamente bella.

—¿Por qué las buscas? —repitió la voz bien timbrada, sin énfasis.

—Quiero conocerlas —murmuró.

La niña se movió de nuevo. Avanzó hacia él. Rulfo le dejó paso. Recordó un regalo que sus padres le habían hecho cierta vez: una especie de juego de preguntas básicas con una pequeña figura que señalaba con un puntero las respuestas correctas sobre un papel gracias a la presencia de un imán. Pensó en aquel momento que la niña se comportaba igual. No había emoción alguna en sus gestos: él respondía y ella iba de un lugar a otro. La diferencia era que ahora ignoraba si sus respuestas eran correctas.

Baccularia. La que Invita.

La niña salió a la calle y Rulfo la siguió. Hacía frío. La vio detenerse en la acera, abrazando la pelota roja.

—¿Cómo las buscas? —preguntó cuando él se acercó.

Son preguntas rituales. Es como si valorara si puedo ser «invitado».

—Siguiéndote a ti —dijo Rulfo sin asomo de duda.

En ese instante, la niña atravesó la calzada y empujó una doble puerta de gran tamaño situada frente al edificio. A Rulfo le pareció un viejo garaje, pero, al alzar la vista, pudo leer el letrero de bombillas apagadas que colgaba de la entrada: «Teatro».

Se acercó y se asomó al interior. Contempló un vestíbulo polvoriento. Al fondo vio otra puerta batiente de donde provenía cierta luz. La niña había desaparecido. Avanzó hacia allí, abrió la puerta y penetró en una sala de pequeño aforo con un escenario invadido de andamios y pivotes de metal. Las luces del escenario estaban apagadas, solo brillaban tenuemente las del patio de butacas. Había otra persona en el teatro: un hombre sentado en primera fila, en el extremo de la derecha. El silencio casi parecía un presagio. Rulfo caminó por el pasillo y, al llegar a la primera hilera, observó al desconocido. Era de edad madura, pelo cespitoso y grisáceo, gafas de montura dorada y una semibarba favorecedora. Vestía con elegancia: chaqueta de mezclilla azul, camisa a rayas azules y corbata amarilla.

—Siéntese, señor Rulfo —ofreció el hombre sin mirarle, educadamente, indicándole la butaca contigua.

No le intrigó demasiado que conocieran su nombre y se comportaran como si estuvieran esperándolo. Obedeció. Erguido y rígido contra el respaldo, el hombre siguió hablando sin mirarle, en un tono mecánico.

—¿Qué desea de ellas?

Rulfo creyó que empezaba a comprender aquel juego de preguntas y respuestas.

—No sé —contestó—. ¿Quizá conocerlas...?

El hombre sacudió la cabeza.

—Oh, no, no, no. Son ellas las que quieren conocerle a usted. Así funcionan las cosas: siempre son ellas las que quieren y nosotros los que obedecemos... Le advierto que es todo un honor. Nadie accede tan pronto. Pero a usted van a abrirle la puerta. Es un gran honor para un ajeno.

—¿Qué tiene usted que ver con ellas?


Todos
tenemos algo que ver con ellas —replicó el hombre—. Mejor dicho, ellas son parte de todo. Pero, en su caso, no se haga muchas ilusiones: usted tiene algo que les pertenece, y ellas desean recuperarlo. Así de fácil.

—¿Qué quiere decir? —preguntó, aunque sospechaba de qué se trataba.

—La imago.

—¿La figura que sacamos del acuario?

—Claro, qué otra cosa va a ser, me sorprende usted. —Mientras hablaba, el hombre sonreía. Pero, al estudiar mejor su expresión, Rulfo se dio cuenta de que era forzada: como si alguien lo encañonara por la espalda—. ¿Puedo preguntarle qué han hecho usted y esa chica con la imago, señor Rulfo?

Rulfo meditó su respuesta. No quería revelar que la figura se hallaba en casa de Raquel.

—Ya que lo saben todo, ¿por qué no saben también eso?

—La imago debe seguir dentro del saco de tela, bajo el agua —dijo el hombre eludiendo la respuesta—, en completa anulación. Es muy importante. Devuelva la figura, y todo irá bien... Ellas le dirán cuándo y dónde se reunirán con usted. Pero quieren hacerle una advertencia más —continuó, en el mismo tono impersonal—. A la cita solo podrán acudir usted y esa chica con la figura. ¿Me ha comprendido, señor Rulfo? Deje a sus amigos fuera de esto. Este asunto solo concierne a usted, a esa chica y a ellas. ¿Me he explicado con claridad?

—Sí.

Se estremeció. ¿Cómo sabían que acababa de hablar con César y Susana?

Entonces el hombre se volvió hacia Rulfo por primera vez y lo miró.

—Ellas quieren que le diga que yo las traicioné una vez... y mi hija pagó las consecuencias. Mi nombre es Blas Marcano Andrade, soy empresario teatral.

Como si esas palabras fueran la señal acordada, una fastuosa orquesta de músicos invisibles iluminó de metales el escenario al tiempo que estallaban candilejas cegadoras. Entonces una silueta apareció por un lateral. Era una adolescente de pelo castaño y cuerpo delgado. Vestía una ceñida malla color carne y aparentaba unos quince o dieciséis años. Sus facciones mostraban cierta vaga semejanza con las de Marcano. Adoptando una graciosa postura, se inclinó y saludó como si el teatro se hallara repleto.

—Ésa era mi niña —dijo Marcano en un tono distinto, como si por primera vez se le hubiese permitido mostrar sus emociones.

La muchacha saludaba y repartía besos a la platea, entre bellos cimbrados, al ritmo de un vals estridente, pero, mientras la observaba, la mente de Rulfo se anegó con una inusitada y espantosa certidumbre.

Estaba muerta.

Se inclinaba, sonreía, besaba el aire,

pero estaba muerta.

Aquella chica había muerto. Lo supo en ese preciso instante.

La joven terminó de saludar e hizo mutis por el mismo lateral por el que había entrado. Entonces la música finalizó con un golpe abrupto de platillos y el escenario volvió a quedar a oscuras.

—Los castigos de ellas son terribles —dijo Marcano en el poderoso silencio que siguió—. Devuelva la figura, señor Rulfo.

Las luces de la sala empezaron a apagarse al tiempo que Marcano quedaba paralizado, como si un mecanismo en su interior hubiese llegado al final.

Rulfo se levantó, buscó la salida y llegó a la calle jadeando.

V. LA FIGURA

L
a muchacha llegó a casa muy tarde aquella noche, cruzó el patio con un repiqueteo de tacones, introdujo la llave en la cerradura, abrió y sintió que el corazón le daba un vuelco. Había luz en el saloncito. La lámpara de camping estaba encendida. Y olía a tabaco, pero no de la marca que solía fumar Patricio.

Supo quién era antes de oír la voz.

—Ignoraba tus aficiones noctámbulas. Llevo esperándote por lo menos dos horas.

De pie en el umbral, la muchacha tomó aire, apretó los párpados e intentó reunir fuerzas. Aquella visita era cruel después de un día tan agotador, pero sabía que los clientes podían venir cuando les apeteciera. Patricio les había dado copias de su llave a todos los que pagaban bien y ella estaba obligada a atenderlos, fuera la hora que fuese.

Recobró la compostura enseguida, entró, cerró la puerta y avanzó hacia el saloncito.

El hombre estaba sentado en el desvencijado tresillo con las piernas abiertas. Vestía como siempre: traje oscuro, camisa a rayas grises y corbata perla, azul y gris. La camisa y la corbata abultaban debido a la prominencia del vientre. Alzaba una mano con un cigarrillo entre los dedos. Su rostro blando y blancuzco se hallaba atravesado por unas gafas de sol y una sonrisa perennes. Nunca se quitaba aquellas gafas. Nunca dejaba de sonreír. Ella ignoraba su nombre.

Le saludó sin recibir respuesta, dio dos pasos más y se detuvo frente a él.

—¿No vas a disculparte?

—Lo siento.

Sabía que todo formaba parte del juego preferido del hombre de las gafas negras: la humillación. Por supuesto, no se sentía culpable de llegar a esa hora. Los viernes y sábados las citas se acumulaban, y debía, además, acudir al local del club, un antro de paredes rojas en los sótanos de un burdel de carretera, para concertar sus próximas citas. Al terminar deseaba únicamente cerrar los ojos y descansar todo lo posible. Pero su vida no era suya, y lo sabía. Ni su descanso.

—¿Eso es lo único que se te ocurre decir?

De repente ella se había puesto a pensar en otra cosa.

La habitación cerrada.

Aquel tipo afirmaba llevar mucho tiempo esperándola. Pero ¿se había limitado a aguardar allí sentado? No: lo más lógico era que hubiese recorrido su minúscula casa y entrado en aquella habitación. Y si había sido así, ¿qué había hecho?

Se moría de ganas por comprobar que todo estaba bien. Pero no podía hacer eso. Aún no.

Una puntera de zapato tocó su pie izquierdo.

—Repito: ¿ésa es tu forma de disculparte...? ¿Decir «lo siento»?

El hombre continuaba tranquilo, cómodamente sentado, sosteniendo el cigarrillo entre sus gruesos dedos con el ampuloso gesto de un pantocrátor de piedra, sonriendo y hablando con suavidad, casi en tono cariñoso. Sin embargo, ella sabía
cómo era
en realidad. Sus maneras no la engañaban. De hecho, era casi el
peor
de todos. Acostumbraba a aparecer de forma imprevista, en medio de la noche, y sus visitas siempre resultaban inolvidables. La mayoría de los clientes solo buscaba diversión, pero el hombre de las gafas negras parecía desear únicamente su sufrimiento. La muchacha le temía más que a Patricio.

Se arrodilló en el suelo e inclinó la cabeza. No tuvo necesidad de apartarse el pelo: en el trabajo siempre se lo ataba en un moño sobre la nuca.

—Lo siento —repitió.

Las gafas, encaramadas sobre la sonrisa como un cuervo, la contemplaban.

—Me decepcionas. Mi perro braco sabe hacerlo mejor que tú...

La muchacha respiró hondo. Sabía lo que él quería y cómo acabaría todo.

Sin incorporarse, se quitó la cazadora, deslizó el jersey por encima de la cabeza y comenzó a desabotonarse la falda. En los cristales de las gafas negras su cuerpo se reflejó como una llamarada. Se despojó también de los zapatos, las medias y las bragas a un ritmo lo bastante rápido como para no impacientar al hombre, pero cuidando de no estropear ninguna prenda. Cuando acabó de desvestirse se tendió en el suelo por completo, con suma sencillez, acostumbrada a hacerlo miles de veces. Sintió la frialdad de las baldosas contra la carne y la dureza metálica de las anillas y el collar de Patricio, de los que nunca podía desprenderse, y buscó con los labios los lujosos zapatos. Olió a cuero nuevo. Sacó la lengua.

El brusco, inesperado tirón de pelo le hizo alzar la cabeza.

—Abre los ojos —dijo el hombre con otro tono de voz.

Lo hizo. La mano tiró de su cabello y ella se incorporó un poco, solo un poco, hasta quedar de rodillas. Vio oscilar frente a su nariz un saquito de tela rígida.

—Dónde está.

Sus ojos se desviaron lentamente del saquito a las gafas de sol. La sonrisa había desaparecido del rostro del hombre.

—Solo he encontrado la filacteria. Dónde está la figura.

El hombre seguía agarrándola del pelo y haciendo oscilar el saquito frente a su rostro con la otra mano. Al pronto, ella no supo de qué podía estar hablando. Entonces lo recordó todo. Fue como si el miedo la hubiese mordido.

—No sé —dijo.

—Claro que lo sabes. —El hombre tiró de su pelo una vez, luego otra—. No se te ocurra mentirme. Ni lo pienses siquiera.

—No miento, no lo sé, de verdad, no lo sé...

Era cierto. Se había olvidado por completo de aquella estúpida figura. Suponía que el tipo barbudo, (
¿cómo se llamaba ...? Rulfo. Salomón Rulfo
), se la había llevado junto con el retrato la noche anterior. Pero lo más increíble era comprobar que aquel hombre sabía algo sobre eso. ¿Acaso conocía también las pesadillas que ella había tenido? Había mencionado un extraño nombre: «filacteria». ¿Qué podía significar?

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