El ambiente era expectante. Todos aguardaban el castigo.
El condenado y Milton eran los únicos que carecían de máscara. El primero permanecía de pie junto al ara vestido con una túnica blanca. No estaba atado, pero parecía incapaz de moverse, o no deseoso de hacerlo. Su expresión era borreguil. Se trataba de un hombre maduro, de barba desgreñada. Milton sabía que había sido sentenciado por hablar de Ellas ante quienes no debía. Y sospechaba que haber sido invitado a presenciar aquella ordalía era, a su modo, una grave advertencia.
Mientras contemplaba las refulgentes llamas, recordó la última conversación que había mantenido en Florencia con uno de los sectarios, un hierofante de cierta importancia. Le había contado muchas cosas: el nombre y símbolo de cada una, la antigüedad inconcebible de la secta, las figuritas de cera que elaboraban, llamadas imagos, mediante las cuales podían vivir eternamente... Y su labor, consistente en conocer e inspirar a los poetas. Él lo había interrumpido para preguntarle por qué hacían eso. El hierofante no había respondido: simplemente, le había aconsejado que asistiera esa noche a la sesión de castigo.
Estaba allí para conocer aquel último enigma.
Un movimiento en una de las escalinatas del fondo llamó su atención. El chiquillo, de largo pelo negro y labios rojizos, no tendría más de doce años. Vestía una ligera túnica bermellón y era conducido del brazo por uno de los hierofantes. Descendieron los peldaños entre el denso silencio y avanzaron hacia el ara. El niño abría mucho sus ojos grandes y oscuros. Al advertir al condenado quiso ir hacia él, pero las recias manos que lo sujetaban le disuadieron.
—¿Quién es? preguntó Milton al enmascarado que tenía más cerca.
—Su hijo menor. El castigo lo recibirá en su hijo. Ellas suelen hacer eso.
Nadie hablaba ni gritaba. El silencio en aquel antro era como si la muerte ocupara más espacio que la vida.
Otro movimiento. Esta vez procedente de las escaleras opuestas.
Milton la reconoció de inmediato. Alessandra Dorni arrastraba una larga túnica negra con arabescos plateados y pisaba los peldaños con suprema indiferencia, la cabeza erguida, el rostro hermoso e impenetrable, el medallón de oro con la forma de una serpiente oscilando entre sus pechos. Al llegar al pie de la escalera y, con la misma mecánica gesticulación, avanzó hacia el ara. Los sectarios se arrodillaron a su paso y el condenado desvió la vista.
Los ojos de Alessandra Dorni despedían los rayos verdes que emite el sol al ponerse sobre el mar. Milton recordaría para siempre aquellos ojos de edad indefinida, y las mejillas pálidas, y la extraña sonrisa que parecía dibujada por un artista que no hubiera conocido la felicidad.
Herberia. La que Castiga.
El niño fue despojado de su ligera túnica. Su cuerpo era un trozo de nieve frente a la negra vestimenta del sectario que lo aferraba. Otro acólito de manto sobermejo presentó a la dama una pequeña vasija cornial. Alessandra hundió los dedos en ella y los extrajo manchados de rojo. Comenzó a escribir algo en el pecho del niño, sobre la flaca arruga de las costillas, al tiempo que su voz suave planeaba por el interior de la cueva formando ecos. El joven Milton jamás había oído pronunciar el italiano de aquella forma. Pese a todo, reconoció el verso que la dama recitaba mientras lo escribía sobre el cuerpo del niño. El enmascarado junto a él también lo había identificado.
—Dante... —susurró, y Milton percibió el ostensible temblor en su voz—. Dante es un castigo muy cruel para cualquier adulto, pero casi obsceno para una criatura como ésa...
Alessandra había terminado. Por un instante pareció que nada ocurría: el niño se revolvía entre las manos que lo sujetaban, con las letras del verso aún húmedas sobre su cuerpo.
—Sugiero que no miréis más, signor Milton... —murmuró el sectario. Pero era demasiado tarde para él. Su curiosidad había sido atrapada por la escena como una mosca por la tela pegajosa.
Repentinamente, el niño abrió la boca y gritó.
Al contemplar lo que a partir de entonces ocurrió, John Milton supo con absoluta certeza que aquello iba a costarle perder la razón.
O la luz de sus ojos.
—Perdió la última: quedó ciego años después. —César sonrió—. Todo esto es pura fantasía, claro, una especie de metáfora para explicar la creación de
El paraíso perdido
, que Milton dictaría, ya completamente ciego, a su hija y a un escritor que colaboraba con él, Andrew Marvell. Es una poesía extraña donde se describe a Satán con cierta benignidad y a Dios como una criatura vengativa. El cuento concluye afirmando que lo único que salvó a Milton de la locura fue una relativa tiniebla: llegó a olvidar casi todo lo que había visto en aquella cueva, pero sus ojos, con mucha más memoria que él, decidieron morir antes.
Susana lanzó un suspiro como si hubiese estado conteniendo el aliento hasta ese momento.
—Menuda idiotez. ¿Y la tortura de ese pobre crío consistió en que le escribieran en el pecho un verso de Dante?
—Y recitarlo. Es lo que el autor llama «filacterias»: versos que se escriben sobre un objeto o un cuerpo a la vez que se recitan. El efecto, entonces, dura mucho más y es más intenso... Sí, el «efecto», has oído bien, Susana... Pero me estoy anticipando a mi propia explicación. Como digo, esta historia es una fábula, pero en ella se revela metafóricamente ese «secreto» que Milton quería averiguar y que constituye el principal enigma de la leyenda: ¿por qué las damas inspiran a los poetas...? —Con el libro abierto, César hizo un gesto significativo en dirección a ellos—. Tal como yo lo he entendido, este «secreto» es el siguiente: el lenguaje humano no es inofensivo. Lo comprobamos todos los días, hasta en los discursos de los fanáticos y los políticos... Las palabras
alteran
la realidad, producen
cosas
, pero solo si se recitan de determinada forma y en determinado orden. En tiempos remotos, estas combinaciones de palabras poderosas, a veces sin significado, fueron compiladas en tablillas o pergaminos cuyos fines estaban muy lejos de ser artísticos o estéticos. Pero las personas que controlaban este poder no conocían todas y cada una de las infinitas combinaciones de palabras en
todos
los idiomas posibles. Para descubrirlas, necesitaban ayuda externa. Y decidieron convertir su búsqueda en un arte, en una estética. Así nació la poesía y así nacieron los poetas. —Se detuvo y los miró—. Los poetas, ya lo sabéis, se dedican a componer cadenas de palabras llamadas versos cuyo significado, a veces, ni ellos mismos comprenden muy bien. Las damas (que son los seres que, con el tiempo, han controlado este vasto poder) son capaces de percibir qué poetas poseen mayor potencial creativo. Entonces adoptan la apariencia de hermosas criaturas, los inspiran y luego escarban entre sus creaciones para encontrar aquellas líneas que pueden producir efectos y que se denominan «versos de poder». El autor de este libro compara a los poetas con «varas de zahorí», ya sabéis: esas ramas que supuestamente tiemblan ante la proximidad de un objeto oculto... Es una buena metáfora. Las damas utilizan a los poetas para desenterrar los sonidos más poderosos de todos los lenguajes.
—Ya comprendo... —Susana parecía entusiasmada—. Es una idea fascinante, ¿no crees, Salomón...? A ver si la he entendido: las palabras producen cosas, ¿no ...? Imagino que algunas producirán cosas buenas y otras malas... Y los poemas han servido para transmitir ese secreto a lo largo de los siglos... Por ejemplo, en un soneto de Neruda o en un poema de Lorca quizá se oculten palabras que podrían... Qué sé yo... Palabras que, al ser recitadas, nos hicieran volar por el aire, ¿no es eso...? —Se mordió el pulgar mientras reía.
—Observa, Susana, que no todos los versos son poderosos —advirtió César—. La mayor parte de la poesía, según esta teoría, es simplemente estética y sirve, por decirlo así, de «tapadera» para ocultar la verdad. Aun dentro de los poemas que contienen poder, solo unos cuantos versos lo albergan. Pero, claro, no es fácil encontrarlos, y menos aún recitarlos: únicamente las damas pueden hacerlo. —Se volvió hacia Rulfo y sonrió—. Ahora bien, lo más sorprendente son los puntos concomitantes con tu historia, Salomón, ¿no crees...? El objeto que esa chica y tú sacasteis del acuario puede ser una «imago», esa figura con la cual viven «eternamente», y los versos de Virgilio y Dante que encontraste serían «filacterias» y provocaron que las puertas de la casa se abrieran, que se encendiera el acuario y que hallaras el retrato de mi abuelo y la imago... Una historia curiosa, sí. Completamente irreal, pero no mal pergeñada. De hecho... —La mirada de César se había vuelto soñadora—. ¿Acaso no podría recibir el respaldo de la ciencia? ¿Qué sabemos sobre la materia? ¿Y si las ondas que provocamos al hablar pudieran alterar la órbita de los electrones circundantes hasta el punto de producir grandes cambios en la realidad...? Observad, además, que es tradicional en todos los «hechizos» el componente sonoro, el «abracadabra» y cosas así... ¿Y si fuera justo ese componente la causa real del efecto...? Pensad en los rezos, en las oraciones a los santos que, según la creencia popular, pueden producir determinadas cosas... Recordad que Dios es el «Verbo», y crea el mundo con la palabra... Y «poesía» viene de
poiesis
, que en griego significa «creación». ¿No podría tratarse todo esto de vagas metáforas que giran en torno al poder oculto del lenguaje y su transmisión secreta mediante la poesía...? Ah, Susana, veo que ahora tu expresión ha cambiado. Ya no te muestras tan escéptica. —De repente, tras una pausa efectista, César cerró el libro de golpe. El sonido hizo que Rulfo y Susana parpadearan—. Pero, como digo, se trata de la simple fantasía de un autor no demasiado mediocre...
—Herberia, oh bella y terrible diosa, perdona a tu esclava Susana, pero tengo que dejar esta interesantísima reunión, qué lástima. —Estiró sus delgados brazos—. No puedo faltar a la cena de esta noche con los capitostes del teatro... Son los que van a poner la pasta para mi proyecto. Además, es posible que asistan algunos periodistas a los que pienso preguntarles sobre lidia Garetti... Voy a ducharme. ¿Te veré ante de irme, querido alumno Rulfo?
—Quizá —dijo Rulfo.
—Y si no, estoy segura de que, a partir de ahora, nos veremos más a menudo... Tenemos un gran misterio que resolver, ¿no es cierto, César?
César respondió vagamente y Rulfo percibió su repentina incomodidad.
Está usando este asunto como si fuera una golosina, Dios mío. Como si viviera con una niña y le ofreciera un dulce para retenerla
.
—¿Podemos hablar, César? —preguntó cuando Susana subió las escaleras y cerró la puerta del dormitorio.
—Ya estamos hablando.
—¿Qué tal si continuamos en el cuarto? ¿Sigue existiendo todavía?
César pareció comprender. Sus ojos relampaguearon.
—Sí, ven.
El «cuarto» —como lo denominaban los miembros del círculo literario de César— se encontraba junto al salón del comedor. Era una habitación pequeña que su dueño había protegido concienzudamente de miradas ajenas mediante una ventana de cristales ahumados. Allí estaba el gran aparato de televisión y las cintas que había grabado durante fiestas y juegos sociales. La mullida moqueta blanca invitaba a la desnudez, y Rulfo había aceptado aquella invitación más de una vez. Ahora todo eso pertenecía al pasado. En el «cuarto» las conversaciones eran más privadas, y nadie que estuviera en el dormitorio o el salón podría escucharles.
Cuando César cerró la puerta, aislando el ambiente, Rulfo dijo:
—Deja esto, César.
—¿Que deje qué?
—Este tema. Punto y final. Pasa a otra cosa y no calientes más a Susana.
—¿Estás loco?
—Sí —admitió Rulfo—. Puedes pensar eso. Me he vuelto loco. Imaginé cosas que no existían. Nunca estuve en casa de Lidia Garetti. Todo fue una fantasía.
La sonrisa de César se había disuelto mucho antes de que Rulfo acabara de hablar. Lo miraba fijamente a los ojos.
—¿Qué ha ocurrido, Salomón?
Decidió contárselo. No abundó en detalles, pero le suministró las claves de lo ocurrido la noche previa: la niña del vestido roto, el teatro, el registro de su apartamento. Al describir su conversación con Blas Marcano, pensó que iba a vomitar.
—Blas Marcano Andrade, empresario teatral: búscalo en Internet.. Violó y asesinó a su hija de dieciséis años, Soraya Marcano, en 1996 y luego se suicidó.
Pero yo hablé con él anoche y vi a su hija...
No me preguntes cómo lo sé, pero estoy seguro de que eran ellos. Quizá Marcano fuera un sectario castigado por cometer una indiscreción, como el condenado que vio Milton. No entiendo cómo, pero...
César se quitó las gafas y se sentó despacio en el enorme sofá que presidía el saloncito, de lustroso respaldo tachonado de botones.
—Es increíble —murmuró—. Nunca pensé que... ¡Oh, por favor...! Incluso... incluso cuando terminé de leer ese libro, seguía creyendo que todo esto eran fábulas, leyendas mezcladas con los recuerdos de mi abuelo y tus propias experiencias... ¡Por favor...! ¿Te das cuenta de lo que significa esto...?
—No he pretendido entusiasmarte, César. Todo lo contrario. Es gente peligrosa.
—No lo dudo. Me consta lo
peligrosa
que es. Pero no te harán daño si les devuelves la figura. Es lo que quieren, ¿no ...? En tu lugar, yo la devolvería. Sean cuales sean los medios por los que ha llegado a ti, no es tuya. Es de ellas.
—Si la devuelvo o no, el tema no es ése. El tema es que os olvidéis de este jodido asunto para siempre, y que maldigo la hora en que se me ocurrió...
—Todavía puedo resultarte útil, querido alumno. —César lo detuvo con un ademán—. Para encontrar a Herbert Rauschen, ¿recuerdas...? Es el único que puede contarnos más de lo que ya sabemos, aquello que no viene en el libro, la dama número trece... ¿Por qué me dijo que era tan importante? ¿Por qué el libro no la menciona...?
—Ya se habrán encargado de silenciar a Rauschen. Y harán lo mismo con vosotros si ...
—¿Y si no es así...? ¿Y si está escondido...? ¿Y si podemos hablar con él, o con alguien que sepa lo mismo que él...?
—No quiero saber más —zanjó Rulfo—. Solo quiero que todo esto se acabe.
—Salomón. —César alargó el brazo y encendió la lámpara que se alzaba junto al sofá. Bajo aquella luz aterciopelada, su rostro pareció dividirse en dos, como una fase lunar—. La poesía ha sido la razón principal de mi vida. Y de la tuya, reconócelo. Te conozco bien y sé que eres un descreído como yo, aunque no tan sinvergüenza... Un hedonista superficial. Pero la poesía ha sido nuestro sacramento, nuestro único dios, nuestra ética.