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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (8 page)

BOOK: La dama número trece
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—Comprendo. Siempre has sido un rebelde. Desde la universidad.

—Y a ti te encantaba enseñar a los rebeldes.

—Pero tú eras un rebelde romántico, lo cual es peor. Ya que has venido a vernos, te confesaré algo: no me importaba tanto que te tiraras a Susana como ese romanticismo jabonoso con que la untabas a solas. Me parecía lógico que follarais. Hombre, yo te la había presentado, yo la había visto antes, por decirlo así, pero ella era una jovencísima actriz y tú un joven licenciado en filología. Ambos erais jóvenes y guapos. También tú, sí. Un íncubo, eres un jodido íncubo, en serio, mírate... Con esos rizos negros y esa barba a lo Che Guevara... Las chicas te ven y pierden la compostura, y lo comprendo. El defecto es tu bondad. No se puede tener esa cara y ser tan bueno como tú, Salomón. Pareces un pecador que hubiese decidido ser asceta. En el fondo, lo reconozco, siempre has sido más poeta que yo. Ambos amamos la poesía, pero la poesía solo te ama a ti... aunque se quede a vivir conmigo. Y no te lo tomes como un perverso juego de palabras.

—¿Por qué no dejamos el tema en paz, César? No he venido a...

—¿Crees que a Susana se la puede dejar en paz en algún momento? Si piensas así, mi querido alumno Rulfo, es que has cambiado mucho...

—¿Qué es lo que quieres? ¿Que volvamos a pelearnos?

—No, no, no —lo tranquilizó César—. Perdona por haber sacado el tema. En realidad, solo quiero vivir. A veces me muero. Aunque no del todo, y eso es lo peor...

Susana.

El ruido de la puerta de la calle hizo que César sonriera.

Susana. allí

—Porque, ¿ves?... La vida sigue regresando a mi casa —añadió con una risita.

Susana. Allí.

Mirándolo.

—Bueno, ¿no vais a saludaros...? Mira qué cara ha puesto al verte, Salomón. Nunca pone esa cara con nadie, te lo juro... Ja, ja, ja...!

De almuerzo hubo gratinado de verduras, filetes de ternera muy finos, casi tostados, como le gustaban a César, servidos con roquefort, y frutas con queso gruyer. Todo de un
catering
, le explicaron, comían de
catering
desde hacía tiempo, ninguno de los dos tenía ganas de preparar nada, pero Rulfo no estaba muy convencido de que ocurriera así todos los días, porque los vio entregarse a los platos con ilusión inusitada. Brindaron con un vino francés cuyo nombre no le importó, aunque ambos aseguraron que lo habían descorchado por él. Ella tenía un dedo vendado, un accidente doméstico según dijo (él se preguntaba si seguía con su costumbre de morderse las uñas): aquel vendaje le golpeó los nudillos cuando entrechocaron las copas. La comida fue rápida y casi silenciosa, y Rulfo decidió que esperaría a la sobremesa para sacar el tema. Luego, Susana trajo fresas y se sentó en la alfombra, César ocupó su sofá predilecto y Rulfo eligió igualmente el suelo sabiendo que al anfitrión le complacería tenerlos a ambos a sus pies. El violonchelo de Max Reger irrumpió en los altavoces y varios melíferos centímetros cúbicos de Curvoisier fueron servidos en sendas copas, aunque Susana optó por Drambuie. Las fresas dejaban a veces un sello de lacre en su boca.

Había cambiado, y Rulfo podía comprobarlo ahora. Ella sí había cambiado. Se había teñido el pelo de un rubio más claro y ligeras arrugas encerraban su sonrisa entre paréntesis. Seguía siendo muy atractiva, desde luego, con aquellos pantalones esbeltos de firma y el jersey de cuello de tortuga bajo la leonada melena pajiza, pero, para Rulfo, ya pertenecía al pasado, y deseaba que el sentimiento fuera recíproco.

Al principio, la conversación giró en torno a un nuevo e inesperado proyecto de Susana: la producción de obras teatrales.

La producción de obras teatrales, Dios mío.

—No es que vaya a dejar la carrera de actriz, pero César me ha animado, y tiene razón... Hay que pensar a largo plazo. Y no creas, si te pones a ver, montar tu propia compañía no es tan difícil.

Ella y yo, dentro del coche, completamente borrachos, durante aquella escapada... Se desnudó y se puso las muñequeras que yo solía llevar cuando conducía...

—El problema de las pequeñas compañías es que casi nunca reciben subvenciones, y ahora menos.

—La cultura siempre ha repugnado a los gobiernos, Susana.

—Y que lo digas.

—Ahí tienes a nuestro amigo Salomón. Un profesor titulado que no encuentra trabajo.

—Increíble. —Ella mordió otra fresa.

Íbamos a reventar las normas. Íbamos a formar una secta. The Hellfire Club en Madrid, dijiste un día...

César se había ausentado. Un instante de asueto, había dicho, pero bastó para que el silencio los atrapara a ambos. Susana se golpeaba la naricita con el dedo vendado al llevarse el cigarrillo a los labios. Expulsó las palabras con el humo.

—Para el tiempo que hace que no nos vemos, no estás muy hablador, Salomón.

—Me ha sorprendido tu nueva personalidad de empresaria.

La vio encajar el golpe con sonrisa misteriosa, como de «yo sé lo que tú sabes y tú sabes lo que yo sé». Y percibió otro detalle de su fisonomía que también había cambiado: la hendidura de su mentón se había hecho más pronunciada. Mientras la contemplaba, una nube con imágenes tórridas del cuerpo de Raquel bajo los relámpagos desfiló por su mente.

—Todos cambiamos. Tú, por ejemplo, decidiste cortar por lo sano y no volver a vernos...

—No he vivido feliz desde entonces.

—Me dijeron que sí. Tenías novia, ¿no?

—Lo dejamos. —Ni Susana ni César conocían lo ocurrido con Beatriz, y pensó que no era momento de contarlo—. Vendí el piso. Ahora vivo en otro más pequeño.

—Eso sí lo sabía. —Susana no perdió su sonrisa de secreto compartido—. Las cosas terminan dejándose. Pilar se ha casado, ¿te lo ha dicho César...? Y David y Álvaro trabajan para el gobierno. Miras hacia atrás y te das cuenta de que ya nada es como antes. Ya no suceden cosas sorprendentes. Quizá eso sea sinónimo de envejecer... No me estás escuchando... ¿Qué piensas?

—Al contrario, te escuchaba —replicó Rulfo—. Y me han sucedido cosas sorprendentes.

—¿Podemos saberlas?

—He venido a contároslas.

César regresaba con una bandeja de café.

—Lo hubiese podido preparar yo —dijo Susana en un tono excesivamente quejoso.

—Oh, ¿cómo iba a privarte del placer de hablar un rato con nuestro invitado a solas...? Si alguien quiere azúcar o leche, que se sirva. Y ahora, ¿qué es eso que tienes que contarnos, querido alumno Rulfo?

Rulfo sacó ambos objetos y le pasó a César el papel.

—Después te diré dónde y cómo encontré esto. Primero dime si te suena de algo.

Su ex profesor meneaba la cabeza sin responder, pero cuando Rulfo le entregó la fotografía, su expresión mudó por completo. Permaneció largo rato contemplándola, luego retornó al papel y por último alzó la vista y miró a Rulfo como buscando alguna clase de explicación, o de ayuda. Rulfo advirtió en su semblante una emoción, que jamás hubiese podido sospechar que alguna vez contemplaría en un hombre como aquél.

César Sauceda tenía miedo.

IV. LAS DAMAS

C
reo que me comprenderéis mejor cuando os cuente esto. Sucedió hace mucho tiempo, pero recuerdo todos los detalles... Además, Salomón nos ha dado su palabra de revelarnos cómo ha encontrado este papel y esta fotografía, así que yo... Es justo que yo os explique de dónde proceden...

Volvió a llevarse la copa a los labios, como buscando fuerzas para proseguir. Cuando habló de nuevo, se había convertido en el profesor que ambos conocían, de voz diáfana, grave, asombrosamente bella.

—Yo tendría unos nueve o diez años y aún vivía en el pueblo donde nací, en Roquedal... De mi pueblo sí creo haberos hablado: de sus leyendas, sus misterios, su mar inagotable... Pero esto no atañe a Roquedal, aunque ocurrió allí, sino a mi abuelo materno, Alejandro Guerín... Mi abuelo Alejandro era carpintero, pero enviudó cuando mi madre nació, y quizá esta tragedia desató en él el repentino deseo de dedicarse a lo que de verdad le gustaba, que era la poesía. La gente que lo conocía afirmaba que llevaba los versos en las venas. Hasta Manuel Guerín, el poeta roquedeño actual, que es hijo de un sobrino de mi abuelo, afirma que heredó su oficio de su tío Alejandro... Esa pasión le llevó a hacer algo poco menos que inconcebible para la época: se marchó del pueblo dejando a su hija recién nacida al cuidado de una hermana que no tenía hijos y que la adoptó encantada. A través de remotas cartas supieron que se había establecido en Madrid y que, al tiempo que ganaba algún dinero con su oficio, intentaba publicar poemas. Luego, siempre incansable, hizo los bártulos y se fue a París. Pero entonces estalló la guerra y dejaron de recibirse noticias suyas. Pasaron los años, Francia fue ocupada y todos en Roquedal pensaron que mi abuelo habría muerto o estaría encarcelado. Cuando terminó la contienda creyeron que jamás volverían a saber de él. Y entonces ocurrió algo aún más increíble que el hecho de que se marchara: regresó. —Hizo una pausa y deslizó el dedo índice por la superficie de la foto, como si fuese ciego y quisiera leer palabras en relieve—. Debéis comprender la sorpresa con que lo acogieron. Mucha. gente se marchaba, muchos se quedaban, pero pocos regresaban a aquella España de posguerra. Mi abuelo Alejandro fue la excepción. Un día lo vieron bajarse de un tren en la estación con una maleta, de igual forma que lo habían visto subir a otro años atrás. La excusa era la boda de su hija, que por entonces iba a casarse. Huelga decir que, su retorno no agradó a nadie. Todos pensaban que pondría reparos al matrimonio, pero él les sorprendió otra vez, porque lo único que deseaba, dijo, era establecerse en Roquedal y vivir en paz hasta el fin de sus días. Y traía dinero, detalle no poco importante. Le entregó, una parte a su hija, otra a la hermana que la había adoptado y se reservó una modesta suma para abrir un pequeño taller de carpintería. Prometió no molestar y cumplió su palabra. La gente volvió a abrirle los brazos. Comprendieron que venía en son de paz. Solo dos detalles parecían extraños: no quería, ni por asomo, hablar de su experiencia en París, y tampoco hablaba de poesía. «No soy poeta», decía «Nunca he sido poeta. Soy carpintero.» Y te miraba de una forma tan especial al decirlo que se te quitaban las ganas de volver a preguntar.

»Pasaron los años, nací yo, y crecí maravillado con la historia de mi abuelo Alejandro, "el de París". Me acostumbré a pasar las tardes en su taller, a la salida del pueblo, y mi abuelo, al principio renuente, terminó aceptándome. Yo tenía ínfulas literarias y le decía que quería hacer lo mismo que él: marcharme de Roquedal para convertirme en escritor. Le enseñaba mis poemas, pero él nunca los leía. Simplemente, me admitía en su soledad. Me llamaba Gurí, y decía cosas bonitas sobre mis ojos y mi figura. En fin, trabamos una fuerte amistad, y gracias a ella pude darme cuenta de algo que los demás ignoraban: mi abuelo no se encontraba desengañado de la "vida bohemia", o amargado por un giro inesperado de la veleidosa fortuna que le hubiera obligado a regresar. En realidad, mi abuelo vivía
atemorizado
. Era un miedo largo y difuso, como una enfermedad. Se acostumbró a la bebida, a los silencios, a las miradas breves... Era como si esperara que sucediera algo y lo temiese al mismo tiempo...

»Yo tenía, como os he dicho, nueve o diez años cuando ocurrió todo. Era un día de verano y estaba de vacaciones, lo cual me permitía ver a mi abuelo con más frecuencia. Aquella mañana había ido a su taller, como casi todas, y...

Le sorprendió ver la puerta cerrada.

Aunque el viejo no tuviera clientes (podía pasarse días enteros sin tenerlos) nunca cerraba por las mañanas, ni siquiera los festivos. El niño temió que estuviera enfermo. Llamó con los nudillos y aguardó. Luego golpeó el cristal de la ventana.

—¿Abuelo?

Dentro se escucharon ruidos, lo cual le tranquilizó un poco. Quizá el viejo se había quedado dormido. Últimamente bebía mucho y se mostraba renuente a abandonar las sábanas. Por otra parte, no hacía un día propicio para asomarse al exterior. El cielo era gris y el calor, sofocante. El viento arrastraba llamaradas saharianas apenas templadas por la presencia del mar, y los montes, erizados de ladas, temblaban a lo lejos. Un par de heliotropos que el viejo había capturado en un macetero parecían tan sañudos como el día. Probablemente habría tormenta, pensó el niño, uno de esos violentos aguaceros veraniegos que destripan las nubes. Le alegraba tal posibilidad: si llovía, sería maravilloso bajar a la playa por la tarde. El mar torturado por la lluvia siempre se mostraba oscuramente hermoso, con las gaviotas chillando enloquecidas en el espigón. Además, sus amigos aprovecharían la salvaje soledad para disparar a las negretas toscos ojaranzos afilados. Quizá hasta el viejo querría acompañarle.

—¿Gurí? ¿Eres tú?

La puerta se abrió al tiempo que la sonrisa del niño se esfumaba por completo. Pálido y sudoroso como una vela que se derritiera sin llama, el viejo lo miraba con ojos desmesurados. La llamarada de sus palabras le hizo saber que se encontraba borracho.

—Entra, Gurí, vamos.

—¿Qué te pasa, abuelo?

—¡Entra...!

El viejo cerró la puerta y lo precedió hacia el interior. Cruzaron un mundo con olor a astillas habitado por herramientas terribles y madera dulce y silenciosa. Un mundo de muebles sin rostro, como niños que no han acabado de nacer. Al otro lado del taller, la habitación del viejo, su «ermita de cartujo» como él la llamaba, se hallaba invadida por igual de botellas de vino y latas de barniz y creosota. Una garrafa esparcía un denso olor a alcohol, y las huellas en el cristal de un vaso junto a ella delataban que su propietario, probablemente, llevaba bebiendo desde antes del alba.

El viejo iba de un lado a otro, vagaroso, espiando por las ventanas y asegurando las puertas. Luego se agachó y cogió al niño de los brazos.

—Gurí, hazme un favor, un gran favor... Quiero que averigües hoy mismo, ahora mismo, dónde se hospeda la mujer que llegó anoche al pueblo... Atiende, no me interrumpas... Quiero saber su nombre y de dónde viene... Es muy joven y muy bella, así que todo el mundo la habrá visto. Gurí, no me falles... Bonito mío, no me falles...

—¿Una mujer, abuelo?

—Sí, joven, alta y hermosa. Llegó anoche. Quiero que me digas de dónde viene... Y.. ¡Espera, no te vayas aún...! Lo más importante de todo. Mejor dicho, las dos cosas más importantes: averigua si lleva un broche colgado del cuello, ya sabes, un adorno dorado... Si es así, asegúrate que te digan
qué forma
tiene. Pero, por lo que más quieras, si en algún momento te tropezaras con ella, óyeme bien, si en algún momento la vieras... Hazme caso, gurí, niño mío... No le hables ni te acerques aunque te llame...
¡Aunque te llame!
¿Me has entendido?...

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